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Archivo de la etiqueta: John Ford

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Château Elysée

En 1906 los actores Elinor Kershaw y Thomas Harper Ince se conocen trabajando en un espectáculo de Broadway, For Love’s Sweet Sake (Por el dulce bien del amor). Un año más tarde se casan.

La carrera de Thomas, actor e hijo de actores, pero también socorrista, empresario teatral de poco éxito, bailarín y lo que haga falta para sobrevivir, es una sucesión de éxitos a medias y de fracasos completos. Tiene poco presente y menos futuro. Por suerte Elinor le consigue trabajo en la Biograph. La escritura de la vida. Una empresa de un tipo nuevo. Más tarde se las llamará «productoras cinematográficas». Allí Thomas consigue, por lo menos, ganarse la vida.

En 1910, gracias a un antiguo empleado de una de sus frustradas compañías teatrales, Thomas cambia de productora. Entra en la Indepedent Motion Picture. Un paso importante. Al poco tiempo dirige algunas escenas de una película abandonada por su director. De ahí a una película completa no hay más que un paso, que Thomas no tarda en dar. (La mayoría de las películas, no lo olvidemos, duraban entonces unos quince minutos.)

Como son tiempos de guerra en el mundo del cine, la guerra de las patentes, le envían durante un tiempo a rodar a Cuba, para trabajar lejos del temible ejército de Edison. Allí, y donde sea, las películas dirigidas por Thomas se suceden y con ellas llega la ambición. Thomas aspira a más. Quizás a rodar películas más largas y más espectaculares. Quizás a ganar más dinero.

En cualquier caso, en septiembre de 1911 Thomas vuelve a actuar. Le prestan un buen traje y un anillo con diamante y se presenta en las oficinas de Charles O. Baumann, de la New York Motion Picture. Intenta parecer un director de éxito.

El disfraz funciona: a los pocos días Thomas, su mujer, su actriz principal y su cameraman cogen el tren rumbo al Oeste, hacia California.

Llegado este momento, todo se acelera, o se hace desmedido. Thomas dirige primero pequeños westerns que monta en la cocina con la ayuda de su mujer. En 1912 ya ha ganado dinero suficiente como para comprar un rancho en las colinas de Santa Mónica. Allí funda su propio estudio. Se llamará Inceville. En él viven una tribu india y la troupe de un antiguo show del salvaje oeste. (Son tiempos en los que todavía recorre el mundo Buffalo Bill con su espectáculo del viejo Oeste. El cine empieza apenas a tomar su relevo en la construcción del mito.)

Cuanto más dinero, más películas. Thomas no puede dirigirlas todas, tiene que delegar. Entonces aparece la que quizás sea su verdadera vocación. Será productor. Se ocupará de varias películas al mismo tiempo. Surge una herramienta nueva: el guión. El guión como forma de controlar los gastos. Se acabó el inventarse las películas sobre la marcha.

Thomas Ince planificará sus películas sobre el papel y establecerá una jerarquía que será el antecedente de los grandes estudios del Hollywood clásico. Entre los actores y directores que pasan por Inceville se encuentra Francis Ford; entre los chicos para todo, un hermano pequeño de Francis, John.

Unos años más tarde Thomas vende Inceville, y se traslada a Culver City. Se asocia con Griffith y Mack Sennet en la Triangle, luego con Zukor en la Paramount, luego funda otro estudio independiente…

Haría falta un volumen entero para seguirle la pista. Abreviemos. Vayamos al drama. Vayamos al escándalo silenciado.

En noviembre de 1924, Thomas Ince se une a una excursión en el yate del magnate de la prensa William Randolph Hearst. A los pocos días, Thomas es enterrado. Sin autopsia.

¿Qué ha pasado?

Hay varias versiones.

Una indigestión.

Un ataque al corazón.

Una bala que Hearst destina a Chaplin, amante de su amante Marion Davis, y que por algún azar acaba en el cuerpo de Thomas.

Unos dicen que muere a las pocas horas; otros, a los pocos días; otros, a las pocas semanas…

La prensa apenas se atreve a comentar los rumores. La policía no investiga. Grande es el poder de Hearst.

¿Y Elinor? Sin apuros. ¿Herencia de Ince? ¿Hearst le abre una cuenta para comprar su silencio? Venga de donde venga el dinero, el caso es que en 1927 Elinor lanza la construcción del Chateau Elysée, un palacio a la manera del siglo XVII normando, pero en el siglo XX y bajo el sol de California. Será un hotel. El hotel del cine. De la cara soleada y triunfante del cine. Abre sus puertas en 1929. Su historia es la historia del lujo y el glamour, la de las fiestas y las estrellas. Todos, en algún momento, se alojan allí.

En 1943 Elinor Ince vende el hotel.

En 1951 se convierte en una residencia para actores jubilados.

En 1953 el escritor de ciencia-ficción L. Ron Hubbard funda la Iglesia de la Cienciología en New Jersey.

En 1954 algunos de sus seguidores crean una rama de la Iglesia de la Cienciología en California.

En 1971 muere Elinor.

En 1973 la Iglesia de la Cienciología compra el Chateau Elysée.

Lo convierte en uno de sus doce Centros Internacionales para Celebridades.

Sin duda, Hollywood había cambiado mucho desde que, sesenta años antes, Thomas y Elinor habían llegado allí gracias a un anillo prestado.

 

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Fragmento de «Glosario innecesario», de Pablo García Canga, incluido en Amistad, el último toque Lubitsch, de Samson Raphaelson.

 

Me he propuesto escribir la entradilla de un texto que no he leído, aún no se muy bien con qué finalidad. Conocí a Pablo García, que es quien lanza la jugada, en un café cercano a mi domicilio de París. Ambos habíamos vivido en la misma ciudad sin saberlo, incluso habíamos dirigido a las mismas actrices sin saberlo (es posible que incluso fueran hermanas gemelas que se repartían los días de rodaje, con lo cual el misterio es absolutamente imposible de resolver). Y sin volverlas a ver jamás. No sabíamos tampoco que teníamos tantas amistades comunes, ni que, quizás como fruto de todo esto, y de que la espera bajo la lluvia provocada por mi retraso había resultado en un lamentable estado en la fisonomía de Pablo, nuestra conversación era bastante patética. 

Como en las conversaciones en cafés y en restaurantes de Lubitsch, o las de Eustache. Sólo que en Lubitsch al menos un personaje es siempre consciente de ese patetismo. Y en Eustache, todos. 

Todo ello parece casar muy bien con el texto que sigue a estas líneas y que, repito, no he leído. Texto iniciado por alguien que no quería hacerlo (Pablo), respondido por otro que no sabía que estaba respondiendo (Francisco) y puntuado por un tercero al que nadie había avisado ni esperaba (Manuel). Al mismo tiempo, es posible que sólo de este modo aunemos respuesta crítica y respuesta editorial, y que esas naderías de «hacer crítica de la crítica» tengan por fin sentido. En fin, la ventaja de tener siempre el balón es que más vale no dejar de moverlo, y esa es la única forma hermosa de que a uno no le metan gol…

Fernando Ganzo

 

I

Hola Paco,

Ando atascado con el texto sobre Lubitsch.

Quería empezar diciendo: «Lubitsch es demasiado bueno».

Y luego explicar esa frase. Decir que cuando se habla de Lubitsch, del famoso «toque Lubitsch«, se suelen citar dos o tres escenas, aquella del juego de puertas y cinturones en La viuda alegre, o aquel desfile militar de Remordimiento filmado con un muñón en primer término. A veces también se cuenta cómo, en Un ladrón en la alcoba, Edward Everet Horton llega a darse cuenta de que el desconocido que le acaban de presentar es en realidad aquel falso doctor que le robó en Venecia.

(Aquí me entraba una primera duda: ¿Quién va a leer este texto? Quiero decir, ¿al citar esos ejemplos es necesario que vuelva a contarlos con detalle o los lectores potenciales ya saben de qué estoy hablando? Y en caso de que no lo sepan, ¿puedo simplemente mencionarlos y confiar en que vayan a ver las películas?)

(Tampoco se pude decir que yo haya leído mucho sobre Lubitsch.)

Después de citar esos ejemplos me preguntaba por qué se suelen dar esos y no otros. He leído unos cuantos textos sobre Lubitsch y hablado sobre él con amigos y estos son los ejemplos más recurrentes. Supongo que es porque son citables, porque se pueden extraer de una película y conservar todo su sentido. Son como pequeñas formas, pequeñas películas. Son perfectas para argumentar, aunque me queda la duda de si con esos ejemplos se convence a alguien. Se puede convencer de que Lubitsch es bueno, pero no de que es muy bueno, uno de los mejores.

¿Qué falta en esos ejemplos para dar a entender lo bueno que es Lubitsch? Faltan las películas. Podemos citar fragmentos, pero no películas completas, detalle a detalle. Y las películas de Lubitsch no se pueden fragmentar. Es muy difícil explicar con una sola escena por qué El bazar de las sorpresas es tan buena. (A mí en estos momentos es la película de la Historia del Cine que más me impresiona.)

Porque cada detalle de esa película está ligado a diez detalles de otros momentos de la película, que a su vez están ligados a otros. Si uno tira de un detalle va saliendo la película entera, como si estuviese tejida con un solo hilo.

(Por cierto, quería empezar el texto, antes incluso de decir que Lubitsch es demasiado bueno, citando lo que respondió Mizoguchi cuando le preguntaron por las películas de Ozu, «lo que él hace es mucho más difícil que lo que hago yo». Ozu que, por otra parte, admiraba a Lubitsch e incluso integró en una de sus películas, Una mujer de Tokio, creo, el corto de Lubitsch de Si yo tuviera un millón. Es un momento muy extraño, estás viendo una película de Ozu y de pronto empieza una de Lubitsch, con el cartón inicial Dirigida por Ernst Lubitsch, y tarda un momento en llegar el contraplano de los personajes de Ozu viendo la película, hasta entonces no sabes que lo que estás viendo es una proyección en una sala de cine.)

Volviendo al hilo. Quería decir entonces que cada detalle de El bazar de las sorpresas está ligado a otro. Y cada detalle es revelador de las relaciones entre los personajes. Porque en esa película Lubitsch filma, ante todo, lo que hay entre los personajes. Que no es el aire, sino los afectos y las relaciones de trabajo.

Por eso decía que Lubitsch era demasiado bueno. Porque no se puede citar un momento clave, una imagen o un plano que evidencien su genio, sino que este se encuentra entre las cosas, entre los planos, entre los personajes, las réplicas y los detalles. Un gag en él no es casi nunca un sólo gag, sino el desarrollo a lo largo de la película de todas sus posibilidades.

Quizás sería aquí, o quizás un poco más tarde, donde volvería a romper el hilo para hablar de fútbol. Te conté que había visto en El País un diagrama del segundo gol que le metió el Barça al Madrid. Te lo envío.

 

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Me resulta apasionante mirar este dibujo donde se ven los pases que llevan hasta el gol. Ya sé que es exagerado pensar que los primeros pases ya anuncian el gol. O quizás no, los primeros pases garantizan que no se va a perder la pelota y lanzan una dinámica. Una de las cosas que me fascinan es también lo invisible, cuando veo que Piqué, Busquets o Puyol dan un pase desde un lugar del campo y apenas dos pases más tarde están en un lugar diferente. Esos movimientos, que a mí me parecen invisibles, porque soy un espectador de fútbol muy primario y mi vista tan solo alcanza a seguir el balón, me fascinan. El fútbol del Barça está en gran parte ahí, en esos movimientos que yo no consigo ver y que sin embargo construyen el partido.

El fútbol nos podía devolver a Lubitsch por dos caminos. El primero era una cuestión imposible de resolver que se da a veces en los bares: ¿Qué es un golazo? Para mí ese gol del Barça es un golazo. Es un gol que adivino, que no veo del todo. Pero sé que para muchos no es un golazo, porque el último toque, el del gol, es a puerta vacía, no es un disparo potente y por la escuadra. A mí eso es lo que me impresiona. Juegan tan bien todos los pases que hasta el toque del gol es en realidad un pase y no un disparo,  un pase a la red.

Algo parecido sucede con Lubitsch. Su cine está hecho de pases. Por ello no es espectacularmente bueno, no anuncia que es bueno, está demasiado ocupado siéndolo. Aquí se podría quizás recordar aquello que decía uno de los jóvenes turcos de Cahiers, creo que era Godard, a propósito de la brecha entre el cine clásico y el moderno. Decía que un fotograma de los antiguos maestros, no recuerdo a quién citaba (y el Godard por Godard no me lo han devuelto), contenía toda la belleza de la película, mientras que un fotograma de Nicholas Ray no contenía nada, no indicaba nada de la belleza de la película. Y que esa era la brecha entre el cine clásico y el moderno. No sé si esto fue una ocurrencia del momento o algo meditado. En cualquier caso un fotograma de El bazar de las sorpresas no nos dice nada de la belleza de la película. Ni remotamente. No sé si esto quiere decir que Lubitsch era ya moderno. Quizás sí, filmaba lo que hay «entre».

Esa era la primera manera de volver desde el fútbol hasta Lubitsch.

La segunda sería hablar de los cambios de ritmo. Otra cosa que me fascina en el diagrama es la súbita aparición, al cabo de un tiempo de jugada, de los pases largos. Esos cambios de ritmo me recuerdan a los que se dan en Lubitsch, súbitas aceleraciones y, aún más impresionante, súbitas ralentizaciones. Y, como en el fútbol, los cambios de ritmo están a menudo ligados a los cambios de orientación, súbitos cambios de registro, de la comedia al drama y del drama a la comedia. (Aunque como veríamos, espero, más tarde, Lubitsch es aún más impresionante cuando consigue hacer las dos cosas al mismo tiempo, drama y comedia, gag emocionante.)

Esa sería la segunda manera de volver de Guardiola a Lubitsch.

Podría dar entonces un ejemplo muy visible de cambio de ritmo, no de los más sutiles, pero sí de los más emocionantes. Hay un momento en El bazar de las sorpresas en el que James Stewart/ Kralik es llamado por su jefe al despacho. Kralik va hacia allá dinámico, creyendo que le van a conceder un aumento, bajo la mirada confiada de sus compañeros de trabajo, acompañado por un travelling. Parece un deportista que salta a la cancha bajo la ovación del público y chocando la palma con sus compañeros. Pero en el despacho resulta que su jefe quiere deshacerse de él. Kralik vuelve a salir del despacho lentamente, con una carta en la mano, una carta de despido. Mientras la lee en voz alta vienen a su alrededor, lentamente también, como en uno de esos momentos de comunión ceremonial de Ford, los compañeros de trabajo.

(Como te decía es  muy difícil hablar de una secuencia sin acabar descubriendo sus lazos con el resto de la película. Las lecturas de cartas son esenciales en esta película, ya sean de trabajo o de amor. Y la lectura parece algo muy importante en ciertas películas de Lubitsch, ayer volví a ver Una mujer para dos y me quedé muy impresionado por todo el rato que los personajes pasaban leyendo y, durante ese tiempo, comprendiendo. Lubitsch es un maestro en el difícil arte de mostrar a sus personajes en el momento en el que comprenden algo. Cuestión de ritmo, de cambios de ritmo.)

(Recuerdo ahora, y no sé donde podría meterlo, que Paulino Viota hacía diagramas de las películas para comprender cómo estaban construidas. Algo así como el diagrama de la jugada del Barça pero con Renoir o Ford.)

Pensaba continuar proponiendo un juego, volver a ver El bazar de las sorpresas siguiéndole la pista a un objeto, una tabaquera musical que al abrirla hace sonar Oh Chichonia. Pensaba describir cada una de sus apariciones, pero esto se iba volviendo interminable, y además no le hacía justicia a todos los juegos que Lubitsch hace con ella. Digamos que todo el primer acto de la película está construido en torno a la tabaquera, que nos va desvelando las relaciones entre los personajes y acaba haciendo posible que Clara Novak consiga un puesto de trabajo. En la segunda parte la tabaquera aparece menos, pero es determinante, porque ocupa el escaparate que hay que cambiar y que condiciona a los personajes. Luego reaparece sin aparecer cuando oímos Oh Chichonia en el café y eso le hace a Kralik recordar el primer día que Clara llegó a la tienda. Y en la parte final la tabaquera se convierte en trama paralela cómica, con todos los esfuerzos que hacen Kralik y Pirovitch para que Clara le regale una cartera de piel de cerdo, y no la tabaquera, a ese anónimo enamorado epistolar que no es otro que el propio Kralik. (Hay un plano memorable de Pirovitch, que ha convecido a Clara de que elija la cartera,  abriendo la puerta del despacho de Kralik y diciendo “Tienes la cartera.”. Cierra la puerta. Nada más.)

Y, cuando Kralik despide y empuja al traidor de la tienda, este cae contra las cajas, que todos se apresuran a cerrar para no tener que oír Oh Chichonia.

En fin, que esperaba que la gente revisase El bazar de las sorpresas siguiendo esa pista, la interminable jugada de la tabaquera, como un balón que se van pasando de unos a otros hasta el último pase a la red.

Y de alguna manera quería terminar el texto volviendo a los cambios de orientación, o de registro, para hablar de la parte final de El bazar de las sorpresas, cuando Lubitsch ya consigue mezclar en un mismo plano humor y drama, o mejor dicho, humor y emoción. Esto es muy evidente con el personaje de Matuscheck, cuando tras su tentativa de suicidio vuelve a la tienda el día de Navidad y él, que se quería jefe paternalista y arbitrario de sus empleados, parece convertirse en niño pequeño, en hijo de sus empleados. (Un padre hijo de sus hijos.)

Se acerca a Kralik, antes hijo predilecto, para preguntarle si alguna vez ha comido en cierto restaurante de lujo. Kralic le responde que no, que está por encima de sus posibilidades. Matuscheck le propone entonces que le acompañe esa noche. Pero Kralik ya tiene algo previsto. Matuscheck responde intentando parecer paternal y dice que solo quería asegurarse de que Kralik no pasase la nochebuena solo. Y luego va a ir preguntando a todos sus empleados por sus planes para esa noche. Cuando ya parece haber renunciado, sólo en la calle, a la puerta de su tienda, bajo la nieve, aparece a su lado el nuevo chico de los recados. Matuscheck se ilumina cuando comprende que también el chico está solo, que va a «pasar la nochebuena sólo en Budapest», y en vez de proponerle simplemente que vayan a cenar empieza a proponerle el menú, y los dos se van juntos a no pasar la nochebuena solos.

Otro momento que me impresiona es el penúltimo plano de la película, cuando Kralic se remanga los pantalones para demostrarle a la señorita Novak que no es patizambo, último paso antes del abrazo final. Ese plano, de sentido tan extraño, comprobar la calidad del material, sintetiza también, un segundo antes del final, todo lo que ha sido la relación de los dos personajes a lo largo de la película. Es un plano muy sencillo y modesto, quizás el más modesto de toda la película. Y sin embargo hay algo sublime en su sencillez. Pero ningún fotograma de este plano, si no hemos visto todo lo que precede, podría hacernos sospechar que es uno de los planos más bellos de la historia del cine, el más bello pase a la red.

En ese momento Lubitsch consigue que la separación entre comedia y drama, entre ligereza y gravedad, desaparezca por completo, para ponernos en contacto directo con emociones, miedos y felicidades humanas. Pero esta emoción se alcanza precisamente gracias a la inteligencia de la construcción, de la relación entre los detalles, de su manera singular de contarnos las situaciones. Una construcción que alcanza tal refinamiento y complejidad que deja de verse como construcción. Algo así como alcanzar la evidencia por la construcción.

Eso es más o menos lo que quería contar. Y me hubiese gustado terminar el texto repitiendo el inicio: «Lubitsch es demasiado bueno».

Un abrazo

Pablo

Segunda parte: Paco responde, Pablo responde a Paco, Manuel concluye…

 

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Fernando Ganzo y Pablo García Canga en Revista Lumière 4. 

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

 

Si el cine fuese un arte, los artistas de cine no pararían de hacer escalas. Andarían entre ejercicios y borradores, estudios y primeras versiones. Como los pintores o los deportistas no tolerarían pasar un día sin hacer (aún con el pensamiento, aún en sueños) los gestos de su oficio. Les parecería un crimen malgastar su energía en hacer otra cosa que la película y estarían contentos de, de vez en cuando, hablar del oficio con los colegas. Estarían incluso encantados de dar noticias suyas, no al público (esa lista desconocida de amigos quizás inexistentes) sino a los testigos de su trabajo.

Si el audiovisual fuese la maravilla tecnológica y la panacea que se dice, hace ya tiempo que los artistas de cine habrían aprendido a utilizar el super-8, el video o el magnetoscopio para hacer escalas. Para localizar un movimiento, probar un actor, borrar un árbol. Para ver antes de hacer ver. No se agotarían escribiendo guiones sólidos para «decisionarios» que viven a varios años luz del planeta cine.

«El cine es un arte, dijo un día un antiguo ladrón de tumbas, pero es también una industria». Esa fórmula demasiado célebre ha acabado por volverse cierta. En 1985 el cine es en efecto ese arte (un ex-arte popular «ennoblecido») ofrecido al pillaje de las industrias (de programas). Pero cuando Malraux hablaba todavía no era así: el cine era sobre todo y ante todo una prodigiosa artesanía. Ya fuese la de los estudios (de Ford a Mizoguchi) o la de los francotiradores (de Tati a Pagnol), se sabía qué masa se amasaba y sobre qué bastidor cien veces se volvía a la obra. Resultado: Ford sabia filmar un caballo,  Tati una bicicleta, Mizoguchi una Geisha y Pagnol un campo. Todo un mundo. Resultado: los «autores» de la Nueva Ola, convertidos al cabo de los años en artesanos. Resultado: Garrel. ¿Qué intenta filmar sin cesar? Una natividad con el hombre y la mujer, el buey y la vaca, el blanco y el negro, la sombra y la luz y, en medio: un hombrecito. Garrel nos da a menudo noticias suyas.

Pero cuando uno solo hace lo que los otros, todos juntos, no hacen lo suficiente, necesariamente se pasa. Es por eso; admitámoslo inmediatamente, por lo que Ha pasado tantas horas bajo los focos, ultima obra garreliana, es insoportablemente larga y complaciente. Desquiciará a aquellos que veían con buen ojo sus dos películas precedentes (L’Enfant secret y Liberté la nuit) y acabara de desanimar a aquellos para quienes una película no es nunca nada más que un producto «terminado». Sin embargo, hay en esta película tantos momentos mágicos que hay que especificar que el aburrimiento excedido que inspira no tiene nada que ver con el aburrimiento abrumado que destila una película de un no-cineasta (por tomar un ejemplo reciente, volver a ver en la tele La Veuve Couderc y Le Chat, era decirse que Granier-Deferre quizás no había hecho una sola imagen en toda su vida). Porque antes de saber si una película «funciona» o no, es bueno verificar si «existe» o no. El ultimo Garrel no funciona (pero nada de nada) pero existe (aunque nadie se encontrase con él).

Continuará…

 

 

Serge Daney, La maison cinéma et le monde 2. Les années Libé 1981-1985, P.O.L Trafic.

Garrel en Tienda Intermedio DVD.

Viene de aquí. 

Godard tenía su particular manera de arreglársela para no entender las películas que veía: acostumbraba a ver las películas a trozos. Entraba con el film empezado, veía otro fragmento, sin seguir el orden narrativo. Terminaba viendo la película completa, en desorden, si tras cada visión parcial le seguía interesando. Era una práctica conscientemente centrada en una apreciación más intensa de las formas. Al separarlas de sus conexiones causales, las formas se independizan de sus contenidos narrativos y se destacan, aparecen en sí mismas. La línea narrativa nos impone una idea de qué es lo principal y qué lo secundario en las nuevas imágenes que nos va proponiendo la película. Lo que Godard quería evitar era precisamente eso: quería no distinguir, tener su atención abierta a cualquier cosa que pudiera interesarle; sin que la tiranía del sentido del film, la tiranía de la tendencia, incluso inconsciente, a construir un sentido del film, le impusiera una línea narrativa.

En Godard esta actitud de cineasta que tenía cuando crítico se ha convertido en una actitud de crítico cuando se ha hecho cineasta. Es decir, no se ha convertido en nada, ha seguido exactamente igual a sí misma. Godard ha mantenido su actitud de utilizar la crítica como una forma de creación. Las formas que Godard ha ido creando, a lo largo de sus films, son como comentarios, como críticas, a las formas utilizadas por otros cineastas. Las formas del cine de Godard establecen relaciones muy evidentes con otras muchas formas cinematográficas, bien sea por oposición, o por desviación o desarrollo, o por reproducción literal, ¡pero aplicada a otro contexto! Porque lo peculiar de las formas en el cine de Godard es que están aplicadas como con total indiferencia a las situaciones en que se utilizan, como si la forma y la materia que configura fueran incomunicables, permanecieran ajenas entre sí. En Godard se tiene la sensación de que cualquier cosa habría podido ser rodada de otra manera. Al no establecer sus formas una relación «necesaria» con sus materiales, esas formas cobran una presencia propia e independiente muy fuerte, «las vemos mucho», y esto hace que inevitablemente se nos impongan sus relaciones con las formas más definidas de otros cineastas, se hagan críticas de esas otras formas.

Una actitud similar a esta, un hacer películas para replicar a otras, la encontramos en un cineasta como Howard Hawks. No da quizás Hawks a primera vista la impresión de un cineasta muy consciente de sus recursos, pero si observamos esta inequívoca actitud suya tendremos que apreciar su carácter lúcido, reflexivo, sobre sí mismo y sobre los demás, esa especie de intelectualismo disimulado que fundamenta el cine de Hawks. Hawks declaró explícitamente  a Bogdanovich que hizo Río Bravo como respuesta a la incitación y al aburrimiento que le había producido Sólo ante el peligro, de Fred Zinneman. Con su elevado sentido de la competencia profesional, que atraviesa toda su obra, a Hawks le indignó que el sheriff de Solo ante el peligro pidiera ayuda a todo el mundo para enfrentarse a unos pistoleros que van expresamente a por él, siendo precisamente el oficio de sheriff el enfrentarse a los pistoleros. El sheriff de Río Bravo, replicando a esto, acepta únicamente la ayuda de unos marginados y además precisamente para qué, sintiéndose útiles, éstos recuperen la estima de sí mismos, que es un valor primordial para Hawks.

Pero esa actitud crítica, de respuesta, no está solamente en el origen de Río Bravo, sino precisamente en el de todas las películas de Hawks. Como dice Robin Wood:

En una carrera que se extiende a lo largo de cuarenta años, no ha dado al cine ni una sola invención (a no ser que se cuente como tal la técnica de diálogos superpuestos que desarrolló alguna de sus comedias). Sus mejores películas son casi todas ejemplos de géneros hollywoodienses estereotipados y en casi todos los casos el género estaba completamente establecido antes de que Hawks hiciera sus películas. Así Sólo los ángeles tienen alas llegó al final de una serie de películas sobre la aviación civil y tiene muchos predecesores que ofrecen paralelismos con sus personajes y situaciones (Air Mail -Hombres sin miedo- de John Ford entre los más ilustres). El sueño eterno no fue el primer film de gansters estilo años cuarenta; el inventor fue John Huston con El halcón maltés. Scarface se hizo después de El enemigo público de William Wellman. Luna nueva es un remake de Primera plana, de Lewis Milestone. (Hago aquí un paréntesis para decir que en su versión Hawks convirtió al protagonista masculino en una mujer, por que le parecía que así el conflicto ganaba interés, y que eso fue lo que le animó a hacer el film. ¿Se puede imaginar una manera más explícita de plantear una película a partir de una voluntad crítica, de un hacer un comentario sobre una obra previa?) Tener y no tener debe quizás más a Casablanca, de Michael Curtiz que a Hemingway (en uno de cuyos libros está basada).

Hemos visto antes que, para el miso Wood, Hawks se resistía al análisis. Paradójicamente, pues, Hawks se resiste a la crítica y es a su vez, él mismo, un crítico en cuanto cineasta.

Continuará…

 

Paulino Viota en En torno a Peirce, Asociación de Estudios Semióticos de Barcelona, 1986.

Viene de aquí.

Al cineasta en el patio de butacas, ante una película ajena, le veo más bien como un vampiro, apropiándose, chupando la sangre de esa película de la que es espectador. Pero la sangre de la película no es su sentido. Al cineasta vampiro no le interesa mayormente el sentido, el desciframiento del film que tiene delante, sino que se apropia de sus formas, de su materialidad inmediata, organizada en formas. Ve lo mismo que el crítico: movimientos de cámara, gestos, cambios de plano, lo que sea; pero le interesa de otra manera. No le interesa tanto lo que todo eso “dice”, cuanto cómo alguno de esos elementos, o un conjunto particular, una conjunción de ellos, resuenan en su propio estilo, se ajustan a su propio gusto personal, o desarrollan ese gusto en una dirección determinada, modificándolo, enriqueciéndolo. Da igual que esto suceda conscientemente o no, también se puede ser un vampiro inconsciente, no siempre sabemos cuáles son las cosas o las películas que verdaderamente nos han influido.

No quiero con esto decir que un estilo sea independiente de los significados; estilo también es sentido, indudablemente. En eso que nos gusta de un estilo ajeno y que contribuye a formar el nuestro hay una amalgama en que lo formal y lo expresivo, lo significante, hacen un todo inseparable. Lo que quiero decir es que, en esas formas que amamos y vampirizamos, los significados, aun estando presentes, son dejados de lado, incluso violentamente negados, forzadamente realizados en esa mirada vampira, la propia del cineasta puro, el ladrón de formas.

Aparece aquí otra metáfora posible: la del ladrón, para el cineasta. (Este “ladrón” tiene para mí una dignidad muy diferente de la del plagiario; el plagiario es un mero aplicador de fórmulas, de clichés, que se han desarrollado por la degeneración de formas que fueron creativas y cuya belleza original el propio plagiario no comprende; el ladrón, tal como lo entiendo, al apoderarse de formas ajenas las hace propias, las transforma aunque sea sin querer, por su propia intensidad creativa: el gran artista, aunque quiera ser plagiario no le sale; un gran ladrón de formas fue Orson Welles –de las de Murnau, de John Ford y de muchos otros-, y otro fue Picasso).

El crítico, por el contrario, sería el policía. La función del crítico es muy semejante a la del investigador policial. En las imágenes y sonidos del film el crítico ha de buscar más “huellas de significación”, más “pruebas de convicción” en que basar sus interpretaciones afirmativas. Policía, el crítico también es juez: ha de valorar. Incluso en el mero análisis, en la descripción, es imposible evitar que continuamente aparezcan valoraciones, por implícitas que sean. Estas valoraciones de los críticos jueces aparecen en su más impúdica desnudez en los cuadros críticos de las revistas, en los que se les asignan a las películas más o menos estrellas, como si de jerarquizaciones militares se tratara (una película coronel, o una película capitán).

A decir verdad, hay que reconocer que, por lo general, los críticos cuanto más policías son, son menos jueces, es decir que cuanto más profundizan en los films, cuanto más establecen las concatenaciones más ocultas, cuanto más son capaces de desvelar las interioridades y secretos de las películas, menos tentados suelen sentirse de encerrar toda esa riqueza, toda esa pluralidad  de significaciones, producto de su trabajo, en un único juicio de valor que lo aplane todo, en un juicio de valor tranquilizador y propiamente aniquilador, volatilizador del film y de la investigación que ellos han hecho. Porque cualquier película, por simple que sea, será siempre más compleja que una afirmación o una negación. Al buen crítico se le ve en el placer de investigar, en la placer de descubrir y de establecer conexiones.

El crítico realiza muchas funciones sociales, muchos papeles institucionales se dan en él: policía y juez, también es médico. Al menos, si no cura, hace a través de los films diagnósticos psicológicos o sociales. Las significaciones que extrae de la película son los síntomas de una enfermedad. De una enfermedad o de una salud, claro, pero en la práctica –y justificadamente, creo- muy pocos serán los casos de salud, tanto psicológica como social, que el crítico pueda discernir. El crítico sociólogo diagnosticará en y a partir de ciertos films americanos la enfermedad del maccarthismo o la del estalinismo en otros soviéticos, o nos describirá los síntomas del franquismo que han infectado y debilitado, convirtiéndolo en raquíticos y lamentables, y cursis, la mayoría de los films españoles de los años cuarenta y cincuenta. Y el crítico psicólogo (muchas veces psicoanalista), nos describirá las perversiones inscritas en filigrana en las películas de Buñuel o de Hitchcock, o la personalidad más o menos insana de cualquier cineasta de la que sus films son el síntoma.

Sigue…

 

Paulino Viota en En torno a Peirce, Asociación de Estudios Semióticos de Barcelona, 1986.

 

Se habla de amor a la comunidad en Ford, pero también ha filmado, con Will Rogers, a aquellos que quedaban excluidos.

Danièle Huillet: Eso viene de su catolicismo. La historia de Cristo no es muy diferente de eso.

Jean-Marie Straub: Es Maria Estuardo, es El delator, y no hay una diferencia esencial entre esos dos individuos, es el mismo mecanismo. Ford es único porque lo que ha filmado ofrece un abanico, una diversidad extraordinaria. Lo importante es que Ford no tiene estilo. ¿Qué hay en común entre Three Bad Men y las películas con Will Rogers, sobre todo la que preferimos, que es magnifica, y barre a todo el neorrealismo (Dr. Bull)? Viendo esa película uno comprende cuando Rivette y Truffaut decían en su día hasta qué punto las películas neorrealistas eran ridículas. Cuando se ve la puesta en situación, en la película, de esa pequeña ciudad de provincia, el tren que llega, el paquete de cartas en el andén, la chica que va a correos. Hasta una hora más tarde no se comprende el porqué. Toda la puesta en situación del relato es completamente documental.

En Ford hay una acuidad absolutamente demencial en cuanto a lo social de cada personaje. Después de haber vuelto a ver Kentucky Pride y Lightnin’, igual de magnífica, he comprendido al fin la cuestión que me planteaba a propósito de Ford desde hacia tiempo. Hay una historia, una ficción, una narración que se revelan cada vez más ricas según la película avanza , lo cual no impide que Ford comience de manera extremadamente documental, pobre en cuanto al relato, como si no fuese a haber relato, en ese punto volvemos  Dr Bull. No hay más que ver Kentucky Pride: ¿durante cuanto tiempo vemos caballos? Y en ese caso es áun más increible, porque pone textos en la pantalla y pensamos en lo que nos decía Bresson cuando fuimos a verlo en 1954 para hablarle de nuestro proyecto de Crónica. Hablamos un poco con él y nos soltó: “Es la palabra la que crea la imagen”. Danièle se cabreó. Esos caballos están ahí y nos cuentan otra historia.

 Danièle Huillet: Ford, en sus planos, no cuenta la historia que hay en el texto de los intertítulos. Tenemos unos planos y entendemos lo que sucede entre los personajes.

Jean-Marie Straub: Se entiende mejor un Ford mudo con intertítulos checos que un Mizoguchi sin subtítulos. Cuando dice lo que el caballo piensa en un intertitulo es una historia paralela.

 Danièle Huillet: No intenta hacer mimar a los caballos algo que correspondería al texto. Ford y los caballos es la técnica de los milagros en Moisés y Aaron. Eso es fordiano, en efecto.

Jean-Marie Straub: No lo he dicho yo. (Risas, silencio) Filma a los caballos como nosotros hemos filmado a la serpiente.

Danièle Huillet: Y Ford, al que no le gustan los movimientos de cámara, ahí, por los caballos, se mueve mucho. Igual que nosotros, con la serpiente, tuvimos que movernos.

Jean-Marie Straub: Habíamos previsto un plano fijo con una serpiente que atravesaba el campo, pero eso no existe. Filmamos tres veces 300 metros con una cámara siempre en movimiento. Con los caballos pasa lo mismo. Al principio no hay narración, tan solo documental, una película que comienza. Lentamente esa narración se va volviendo más y más rica sin matar nunca al documental, sin vampirizarlo. En Ford la ficción nunca es pretenciosa, no es un parásito que mata al árbol del cine, un ácido que se lo come todo, una fachada, sino algo que está puesto al nivel de las historias para niños, sin dejar de ser extremadamente rica, plena del peso de la realidad.

Danièle Huillet: Todo el problema que nos planteamos durante Moisés y Aaron, a saber, que la imágenes no deben bloquear la imaginación, está ahí desde el principio en Ford, le sale como respira. Todo lo que Ford muestra y cuenta no satura nunca la imaginación ni la realidad, y eso es extraordinario.

 

 

Fragmento de La línea de demarcación, Entrevista con Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Realizada por Charles Tesson en John Ford, Cahiers du Cinéma, 1990.

Traducción Pablo García Canga

Straub/Huillet en Tienda Intermedio DVD. Gastos de envío por mensajería gratis en pedidos a península. Islas e Internacional a precis reducidos.

 

Viene de aquí

 

En Ford, como en Lang, hay ese miedo a la masa, a lo gregario.

Danièle Huillet: No es el miedo a  la masa, sino a lo extraordinario, a lo irracional, a la chispa que hace saltar la pólvora. Pero a pesar de todo para Ford esas gentes nunca son del todo monstruos. No hay un destino inevitable, siempre habrá alguien para hacerlos cambiar

Los de The Sun Shines bright acabarán por votar al juez Priest.

La mujer de Siete mujeres consigue mover a los brutos,  hacerlos vacilar. Sólo hay una cosa que no se mueve en Ford, es el aparato social. Ahí no hay nada que hacer. No es lo gregario, es la escala social que está ahí y el dinero que lo corrompe todo, de arriba abajo. En cuanto a las clases dominantes, ninguna película ha llegado más lejos que en Paz en la tierra (The World Moves On) donde se ve a un tipo delirar y decir que el poder es el dinero. Sin olvidar al cura que añade que si adoras a alguien (el Diablo) todo te pertenecerá, todo antes de que la mujer, golpeada por la crisis económica, vuelva al campo, a sus bueyes, y reconozca que, a pesar de todo, tenían razón al decirlo. En cuanto a lo del dinero que corrompe a los campesinos, se ve en Kentucky Pride, donde compran un caballo al que no dan de comer los sábados porque no trabaja al día siguiente. A pesar de todo entre ellos hay dos que vacilan. Siempre hay eso en Ford.

Es cierto también con James Stewart en Dos cabalgan juntos, horrible al principio (cuando sólo piensa en el dinero) y sorprendente cuando ayuda a la joven “india” confrontada al racismo del ejército.

Danièle Huillet: Porque Ford es un cineasta en el que no hay la más mínima huella de puritanismo, de fariseísmo. Las gentes de bien son capaces de las peores cabronadas y los chorizos son capaces de lo mejor.

Jean-Marie Straub:  Ford es el cineasta que tiene el mayor sentido de la demarcación social. Es incluso más clara que en Brecht. Mirad Seas Beneath, hay allí una panoplia social extraordinaria. Cuando ves las últimas películas de Ford comprendes mejor lo que pasaba en Argelia, y en el campo de la colonización en general, que viendo las películas que supuestamente tratan del tema. No había un hombre que tuviese mayor simpatía hacia los indios que Ford. No se puede hacer una película como El último combate siendo racista.

Danièle Huillet: Lo irracional que surge con los indios es lo inasimilable.

Sigue aquí…

 

 

Fragmento de La línea de demarcación, Entrevista con Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Realizada por Charles Tesson en John Ford, Cahiers du Cinéma, 1990.

Traducción Pablo García Canga

Straub/Huillet en Tienda Intermedio DVD. 

 

Recuerdo un debate después de Lecciones de historia en el que se estableció un paralelismo entre la película y El sueño eterno, de Hawks: la figura del investigador que desenreda los hilos, se encuentra con gente, interroga. Todo esto para decir que Hawks, en vuestro cine, es más evidente , más manifiesto que Ford. ¿Estáis de acuerdo?

Jean-Marie Straub: Lecciones de historia es una película anti-hawksiana. Los movimientos de grúa, que subían y bajaban, estaban entrecortados, no tenían nada que ver con Hawks. Si hemos hecho una película hawksiana esa es Othon. En cuanto a saber si nuestras películas son fordianas, me niego a decirlo porque me parece demasiado pretencioso. Eso se lo dejo a Cimino o a Coppola. Yo no quiero medirme con Ford.

Abordemos las cosas de otra manera. ¿Qué es lo que os gusta de Ford?

Jean-Marie Straub: Podemos partir de un punto preciso. Lo primero fue el descubrimiento, en 1965, en Suiza (yo no podía volver a Francia, estaba condenado a un año de prisión, estaba en casa de un amigo matemático que trabajaba en Ginebra). Estábamos allí para subtitular No reconciliados. En un un lejano barrio de la periferia vimos Fort Apache y fue una revelación. Todo el mundo decía entonces que la película era admirable pero que por desgracia (releed a Sadoul) tenía un happy-end. Y descubrimos que era aún más atroz que el resto de la película. Ese happy-end era una conferencia de prensa de John Wayne frente a un muro en el que está colgado un cuadro que glorifica la batalla que hemos visto en la película. Los periodistas le preguntan a John Wayne si realmente fue así, si Custer era tan grande como se ha dicho. Y a punto está John Wayne de darse la vuelta como Chaplin en Monsieur Verdoux  cuando oye al procurador decir: “Señores y señoras, miren a este monstruo”. John Wayne se da la vuelta, mira el cuadro detrás suyo, duda y luego le vemos levantarse para decir: “Sí, fue exactamente así.” Entonces hace salir a los demás y se pone la gorra exactamente como Custer se la había puesto. Ahí nos dimos cuenta de que Ford no era para nada lo que creíamos, aún menos lo que nos habían dicho. Incluso si John Wayne no se atreve a decir que ese cuadro que tiene ante la vista es mierda. Segundo punto: descubrimos poco después una película magnífica que se titula  Horse Soldiers ( Misión de Audaces), la única película que se haya hecho jamás sobre una situación de guerra civil. Tercer punto, vimos una película que si yo hiciese mi cinemateca personal situaría en un lugar prioritario. Dura diez minutos, se titula Civil War y es un episodio de La Conquista del Oeste.

Ford es el único hombre que ha hecho películas de guerra que no son ridículas como las de Milestone, Anthony Mann y sobre todo Kubrick. Al final de Fort Apache, cuando John Wayne mira por la ventana la caballería, sentimos que vuelven a partir hacia el matadero. No hay ninguna escena de sadismo cuando Ford filma la guerra, no hay ninguna huella de algo complaciente. No veremos nunca a un tipo ensartar a otro. Cuando Ford se siente fascinado por el teatro militar, lo convierte en un ballet, es completamente otra cosa. No hay fascinación ideológica. Pasa lo mismo con el linchamiento en Ford. Todas las películas tipo The Ox Bow Incident de Wellman, con la excepción de Fury, de Lang, son películas repugnantes sobre la práctica del linchamiento.

 

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Fragmento de La línea de demarcación, Entrevista con Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Realizada por Charles Tesson en John Ford, Cahiers du Cinéma, 1990.

Traducción Pablo García Canga

Straub/ Huillet  en Tienda Intermedio DVD.

Milestones de Robert Kramer en Intermedio DVD

La primera noticia me llegó a través de un camarada portugués que militaba en PRP-BR (Partido Revolucionário do Proletariado-Brigadas Revolucionárias) integrado en el FUR (Frente de Unidade Revolucionária), una plataforma de extrema izquierda en apoyo de la candidatura de Otelo Saraiva de Carvalho -autor del plan de operaciones y estratega del 25 de abril de 1974– en las elecciones presidenciales de junio de 1976 en Portugal. Debía ser por mayo de ese año, de vuelta de una reunión (aún) clandestina de una organización (aún) ilegal en Vigo, conducía hacia la frontera de Tui y hablaba con el camarada portugués del intenso trabajo que les esperaba ante las próximas elecciones. Me contó que el director de la campaña electoral de Otelo iba a ser un tal Robert Kramer. Un americano. ¿Qué pintaba un americano dirigiendo la campaña del símbolo de la revolución de abril? Pero mi sorpresa fue aun mayor cuando añadió que era cineasta, y que estaba rodando el material para los espacios publicitarios en la televisión portuguesa. ¿Y quién era ese cineasta americano llamado Robert Kramer? El camarada no era lo que se dice un cinéfilo, sólo un militante revolucionario, y sólo conocía algunos datos del curriculum revolucionario de Robert Kramer, su militancia en la extrema izquierda americana, en la lucha anti-imperialista y más concretamente contra la guerra de Vietnam… Ah, sí, y que había hecho una película en la República Democrática de Vietnam, o sea, el país de Ho Chi Minh, como si fuera la cosa más normal del mundo. A partir de ese día busqué información sobre Robert Kramer, no fue fácil, fue llegando con cuentagotas en los años siguientes, sendos artículos y entrevistas en las revistas de cine Contracampo y Casablanca a principios de los ochenta, y si no recuerdo mal a propósito de El estado de las cosas (1982), una película de Wim Wenders en la que Robert Kramer había intervenido como co-guionista y como actor, interpretando al operador de cámara de la película (dentro de la película) cuyo director de fotografía encarna Samuel Fuller.

En fin, que ya había visto una película con Robert Kramer pero no había forma de ver las películas de Robert Kramer. A mediados de los ochenta pude ver una de sus películas militantes, Scenes from the Class Struggle in Portugal (1977), que habían estrenado en el Festival de Figueira da Foz cuando yo estaba haciendo la mili en Valencia, y cuando murió en Rouen a los sesenta años en noviembre de 1999 aún no había visto ninguna de sus obras mayores. Al año siguiente, estuve a punto de ir a Lisboa para ver, al menos, algunas de sus películas cuando la Cinemateca Portuguesa programó su filmografía completa, pero al final un trabajo que no podía posponerse lo impidió; el hermoso libro que le dedicaron fue todo lo que pude conseguir meses después. Era como si Kramer y su cine se hubieran pasado décadas evitándome. Hasta el verano pasado. Pocos días después de ver la película, el día 13 de agosto, escribí estás líneas:

Una de estas noches de insomnio vi Milestones (1975) de Robert Kramer. Milestones, o sea, piedras miliares. O sea, mojones. Una película de casi 200 minutos para amojonar la memoria que deviene casi una elegía por aquellos jóvenes rojos que fuimos un día, como Kramer invoca la memoria de la resistencia, las luchas -y derrotas- del pasado que iluminan los combates del presente: Wounded Knee -donde la caballería de los EEUU masacró a los sioux a finales del XIX y ocupado otra vez por los sioux y otros indígenas en 1973-, Harriet Tubman -esclava negra que ayudó a crear el Underground Railroad, la red de evasión de los esclavos hacia el norte-, los anarquistas Emma Goldman y Alexander Berkman… Por eso al día siguiente, mientras íbamos de camino a Tui, le fui hablando a Ángeles de Milestones y era como recordar aquellos primeros años setenta nuestros de clandestinidad, noches en vela, sueños compartidos, luchas y, ya, de derrotas presentidas. Más que de izquierdas, éramos izquierdistas. No se trataba sólo de acabar con la dictadura -cuánto nos hubiera gustado derribarla- ni de cambiar el sistema, se trataba de cambiar la vida. Y puestos a cambiar la vida, remontábamos el río del tiempo hasta aquellos años en que la vida pudo cambiar, los años de la República, del Frente Popular, la guerra civil, el maquis. Por eso nos sentíamos rojos. Nuestra lucha era apenas un hilo de una manta tejida con las memorias de tantos -muertos, exiliados, ejecutados, encarcelados, asesinados- que nos abrigaba en los últimos -pero no menos crueles- años del franquismo. Aún recuerdo aquello de Lenin: el izquierdismo, una enfermedad infantil del comunismo. O sea, un sarampión. A aquel joven que fui el aforismo demostraba que el leninismo era la enfermedad senil del comunismo. O sea, una arterioesclerosis. Creo que ahora ha llegado el momento de quebrar la deriva antes de que sea demasiado tarde y decir algo a propósito de Robert Kramer. Y de Milestones.

Cierro el flashback. No fui capaz de seguir, porque después de contársela a Ángeles quería contársela al maestro, pero ya no estaba y sentía como si su ausencia privara de sentido a las palabras. Y ahí se quedó la entrada en estado latente, en fase de borrador. Hasta que estos días del invierno volví a encontrar los milestones de Kramer mientras recordaba con Ángeles un viaje a Portugal en julio de 1980 cuando ella estaba embarazada de nuestro hijo. Teníamos una cita -se decía así- en Lisboa con Otelo Saraiva de Carvalho. Nos recogen en una cafetería unos camaradas portugueses de la FUP (Força de Unidade Popular) y, después de un viaje laberíntico por el metro de Lisboa en el aquel de asegurarse que nadie -o sea, la policía portuguesa- nos seguía, nos llevan a un piso franco. Nos cuentan que Otelo está en el sur, parece que lo han apartado de la actividad diaria -semiclandestina- de la organización, es una manera de proteger su candidatura a las presidenciales de diciembre. En junio de 1976 Otelo había recibido casi ochocientos mil votos; las elecciones las había ganado Ramalho Eanes con el triple de votos, pero el hecho de que una candidatura de extrema izquierda que promovía el poder popular y la defensa de las conquistas de abril hubiese recibido un apoyo del 16% del electorado nos parecía esperanzador; en realidad ya había comenzado el reflujo del proceso revolucionario alumbrado en abril del 74. En aquellos días candentes de julio del 80 percibimos una prueba palpable de la derrota que se confirmaría en las elecciones de diciembre: Otelo recibió ochenta mil votos, el 1% del electorado. Por así decir, para defender abril había que pasar a la clandestinidad.

Ya casi nadie se acuerda de aquello y no debe entenderse esto como un reproche, pero en aquellos años cuajó la derrota que nos ha dejado inermes ante el capitalismo -siempre despiadado- del presente y explica que los políticos -aun cuando se proclamen socialistas- se entreguen con armas y bagaje a salvar al sector financiero del colapso, y toquen a rebato con impudor y desvergüenza a refundar el capitalismo que generó la debacle. Cautiva y desarmada, la izquierda… Alguna vez comentamos con el maestro que con la que caía deberíamos pasar a la clandestinidad. Yo ironizaba, el maestro no creo. En fin, era julio de 1980 y nos fuimos camino del sur en busca de Otelo. Lo encontramos en un lugar del Algarve después de varias citas fallidas y, a esas alturas, más allá -o más acá- de los asuntos urgentes que debíamos tratar con él, lo único que en el fondo me motivaba, en medio de la desesperanza que ya se respiraba pero a la que aún no nos resignábamos, era preguntarle por Robert Kramer. Ah, gran tipo o Kramer. Poco más le saqué a Otelo, me habló de dos cortometrajes dirigidos, rodados -en 16mm y en blanco y negro en Portugal- y montados por KramerRepública (1975) y On the Side of the People (1976), de 48‘ cada uno-, y que ahora –1980– estaba rodando en Angola una película con Juliet Berto, la Céline de Céline et Julie vont en bateau (1974) de Jacques Rivette. ¡En Angola! EEUU, Vietnam, Portugal, Angola… Qué tipo el Kramer. Un culo de mal asiento. Un nómada del cine.

Milestones de Robert Kramer en Intermedio DVD

Milestones, el título del filme de Kramer, co-dirigido con John Douglas, proviene de un poema de Ho Chi Minh:

Ni en lo alto ni a lo lejos,
ni en el trono del emperador ni en el del rey,
sólo eres un pequeño mojón
al borde de la carretera.
La gente te pide orientación,
tú impides que se extravíe
y le indicas la distancia
que debe recorrer.
El servicio que prestas no es pequeño:
la gente recordará qué has hecho.

Alguien definió al cineasta que era Kramer como un caminante solitario que recorre el mundo desde Vietnam hasta el Muro de Berlín y que vuelve como Ulises a reencontrarse con su propio país. Milestones es un primer retorno, el otro sería Route One USA (1989), cuando volver a la América de Reagan le hizo sentirse como un marciano.

Milestones representa una Odisea sobre el repliegue de los militantes de la Nueva Izquierda americana en el reflujo revolucionario de los 70, un balance sobre la militancia y sus frutos, una mirada sobre el fantasma de la derrota y el horizonte de la desmovilización, la resignación y la renuncia, pero con la voluntad de encontrar aliento para la resistencia y los mojones para el camino que quedaba por recorrer. El cine de Kramer propone siempre una caminata para ver mejor, porque su cine militante -una herramienta para la memoria y la resistencia- nunca descuida las formas, todo lo contrario, cuida de nuestra mirada con la delicadeza de quien sólo quiere mostrar, no demostrar. Nos invita a caminar juntos para compartir una mirada íntima sobre el mundo. Y encontrar la energía y la esperanza que afloran en ese parto comunitario en que culmina Milestones, más que un nacimiento, un renacimiento.

La cámara de Kramer nos lleva en Milestones por todo el territorio americano, desde Utah a Monument Valley, desde los poblados Hopi a las calles de Nueva York… Resulta imposible distinguir la ficción del documental en las historias que vertebra, quizá porque Kramer pensaba que la fricción entre documental y ficción crea una nueva realidad para trazar el relato de la memoria, una memoria que Chris Marker -un cineasta tan próximo a Kramer– imagina como un territorio fronterizo donde se borran las barreras entre la ficción y el documental. Si Kramer era documentalista era uno de esos para quien la realidad es algo que uno crea, y en el cine esa construcción se llama realización. Filmar es construir la mirada del ojo-cámara (memorioso) del cineasta.

Adrian Martin se refiere a las películas de Kramer como filmes de ensayo, como formas que se descubren y cuajan a medida que se camina, como una proyección personal. El espectador se ve enfrentado a esas películas de la misma forma que las afrontaba el cineasta, que se ve impelido a orientarse mientras camina, buscando referencias, mojones. Milestones puede verse como una crónica sobre su generación, los militantes derrotados de los 70 donde se conjugan modos -efectos- de realidad y ficción para revelar el esfuerzo de unos seres y de unas comunidades por salvar algo que merezca ser conservado de entre los restos del naufragio de la militancia política y las experiencias de la contracultura: Vietnam, Black Panters, lucha armada, derechos civiles, feminismo, comunas… Los días de fuego y rabia han quedado atrás, pero la revolución no se agota en las luchas concretas y compromete la vida entera, toda la vida. De la utopía y la revolución quedan cenizas, pérdidas, traiciones, desesperanza, desencanto… ¿Qué quedó de aquella voluntad de cambiar el mundo? ¿Cómo sobrevivir? ¿Cómo resistir? Claro, no hay respuestas sencillas. Ahí es donde Kramer se distingue de tanto cine militante, no filma reportajes de urgencia, filma la complejidad, y esa conciencia de la complejidad decantada de su experiencia personal, cifra su compromiso y su vitalidad. Milestones es la obra de un cineasta nómada inclasificable, ni panfletario ni dogmático, un disidente comprometido que busca siempre la fraternidad de quienes preservan un rescoldo de independencia, intransigente e insurgente, un irreductible refugio de soledad. Quizá por eso acababa apartado de cualquier fracción. Otra vez solo y en el camino. Milestones. El colapso de las organizaciones políticas ha dejado a la gente a la deriva, gente que necesita de una comunidad, de un grupo en que cobijarse, de un trabajo en el que reencotrarse, o restaurar los lazos rotos con el pasado, la filiación con la que hilvanar la identidad quebrada, o procurar el silencio. Y en esas búsquedas personales que tejen el tapiz de la América de Kramer, el filme deviene diario íntimo. Caminos. Piedras miliares. Mojones. Milestones.

Kramer se forjó como cineasta en la cinefilia convulsa de los sesenta. Admiraba a Ford por encima de todo y a John Cassavetes. A Ford se parecía cuando filmaba los paisajes, las comunidades, la familia, el trabajo; pero aún más cuando filma a los que no se quedan a vivir en ellas, a los que vuelven al camino tras haber contribuido a formarlas, a los errantes. Jean-Louis Comolli, amigo de Kramer, escribió en el obituario del cineasta que pocos filmaron como él las comunidades, el trabajo y la soledad. Las tres constelaciones que cartografían el mundo de Milestones. De Cassavetes aprendió a filmar los rostros.

Kramer y Douglas decidieron hacer Milestones porque era lo que sabían hacer: «Dado que era la única forma que conocíamos de pensar sobre muchas cosas, hicimos esta película sobre las vidas que nos rodeaban. De nuestras vidas y de aquellos que queremos mucho, sin olvidar las contradicciones de esas vidas, el dolor. (…) El proceso de rodaje de la película fue el proceso de movilizarse de nuevo«.

Cuando Milestones se presentó en Cannes en mayo de 1975, ese mismo día los últimos miembros de la embajada americana en Saigón subían a aquel helicóptero que no podía posarse en la azotea. EEUU fuera de Vietnam. Milestones, mojones, qué duda cabe. Serge Toubiana escribió en Cahiers du Cinéma que Kramer no hizo Milestones en contra de Hollywood, sino que la filmó como si Hollywood no hubiera existido jamás. Tras la proyección, Rober Kramer se echó otra vez a la carretera. Camino de Lisboa. Un cineasta íntimo y nómada.

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· Artículo de Daniel Dominguez en el blog «La Escuela de los Domingos».

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Louis Althusser

En el marco de las recientes discusiones que se están dando sobre el estado de la crítica cinematográfica (pensemos, por ejemplo, en los nuevos sitios de crítica, revistas digitales amateur, blogs, etc. y el proyect new cinephilia), y la factibilidad de esta de existir en un contexto donde los medios masivos de comunicación y la virtualidad de los soportes han generado lógicas productivas basadas en la inmediatez, accesibilidad y la no inscripción definitiva en ninguna parte. Me parece importante y atingente instalar una problemática sobre las consecuencias que estos cambios han traído, no únicamente en relación al traspaso de los soportes (del papel a lo virtual), sino más bien en el rol político de la crítica y las posibilidades de pensarla, hoy, como un agente ideológico; donde esta ya no se instala como un medio defensor o reivindicador de obras u autores, sino que como un objeto autónomo, desvinculado, que no responde a instituciones específicas.

La crítica de cine surgió en el contexto del proyecto cinematográfico modernista, que buscó poner en cuestión las capacidades del medio de instalarse más allá del objeto de entretenimiento, y de las lógicas narrativas clásicas que se habían estado dando, para otorgarle un nuevo lugar donde pudiera acontecer de manera reflexiva. Surgió así en los años siguientes a la post guerra, no solo una nueva manera de hacer cine, que se tradujo en la exploración de las operaciones narrativas, discursivas y materiales, sino también una nueva manera de pensar el cine: un nuevo tipo de espectador con una voluntad renovada para asistir al cinematógrafo e instalarlo como un nuevo lugar de pensamiento crítico. Se originó entonces el concepto de cinefilia y, por consiguiente, el del cinéfilo, como el sujeto que asiste con regularidad a los cines clubes buscando dar una nueva lectura a lo visto. André Bazin es la figura que inauguró, desde el lado de la crítica, esta nueva función del cine; es creador de la revista especializada “Cahiers du Cinéma”, la que se instala como el medio escrito, aliado del cine moderno para pensar y reflexionar el cine más allá de sus avances operativos, con una “pedagogía de la mirada” que busca significar al mundo a través de la imagen. En esta la imagen ya no se presenta como totalizadora, se presenta como un portal reflexivo que permite al espectador dar cuenta de un estado del mundo.

Ahora bien, las intenciones de Bazin por educar a los espectadores para que estos pudieran apreciar las nuevas formas cinematográficas nos hablan de una orientación estética, pero no por esto menos política. El debate que se generó entre André Bazin y los miembros del Partido Comunista Francés viene a estar dado, más que por una desidia ideológica de Bazin, por una decidida orientación política sobre el rol que el cine debía tener. Para él la imagen no debía ser estrictamente política, ya que esto la convertía en una imagen didáctica; debía descubrir la naturaleza humana y lo político que subsiste en ella. La ideología entonces se encontraría en la imagen misma, que tendría que ser develada por el espectador educado para recepcionarla.

Luego de la aparición de “Cahiers du Cinema” comienza a surgir el concepto de política de los autores, que viene a posicionar al director como una marca registrada de un cierto estilo. El traspaso del director al autor viene, además, a resignificar el concepto de autoría como la expresión de un yo, donde el estilo cinematográfico revela la visión del autor, la “concentración y despliegue de una subjetividad del director, cuyos filmes, en una supuesta coherencia (dada por el corpus), planteaba una concepción de mundo y una concepción de cine” (Choi, p. 68). Y más allá de los desacuerdos que esta misma generó al interior de “Cahiers…“ (Truffaut, por un lado, defendía ciegamente a los autores llegando a afirmar que “los buenos autores no hacían malas películas”, y Bazin, cauteloso, veía en ella una posibilidad de fertilidad para la obra fílmica), la política de los autores presenta en sí misma un ideología específica en torno a la figura del autor y al rol político de cine. Durante la década de los cincuenta la política de los autores se encargó de homenajear al sujeto-autor y las obras que este producía, donde el rol político estaría velado por las capas del estilo cinematográfico de cada autor, lo que llegó a ser entendido como un rasgo de individualismo, a contracorriente con las tendencias marxistas de la época, que buscaban su borradura y la negación de una figura autoral.

La alianza que había surgido entre el cine moderno y la crítica de cine no solo reivindicaba la capacidad reflexiva de la obra, sino también la genialidad del autor, transformándose estos mismos en directores y críticos de cine. A partir de lo postulado por Bazin, en relación con la necesidad del cine de “abrir y revelar mundo”, podemos suponer que dicha apertura podía llegar a corresponder a la visión de un autor específico y a la individualidad de un sujeto. Esto limitaría las posibilidades reflexivas del film tanto como del espectador, viniendo a operar desde un reduccionismo universalizante; vale decir, desde una práctica circunscrita a la labor individual que, inmediatamente, está siendo reivindicada por el sujeto productor.

Posteriormente, en la década de los sesenta, específicamente en el contexto de Mayo del 68, la crítica de cine se radicalizó de acuerdo a los acontecimientos políticos que estaban sucediendo en Francia, viéndose inaugurado el período maoísta de la revista “Cahiers…”. Aquí la crítica da un giro radical, y donde antes había estado al servicio del cine, ahora está al servicio de la ideología. No obstante, este giro no se dio únicamente en la crítica sino que se dio, primero, en las operaciones del lenguaje fílmico de los directores de la época. La politización del cine moderno potenció el surgimiento de las llamadas Nuevas Olas Cinematográficas, que demandaban al cine un compromiso político-social, no solamente bajo el contenido de la obra, sino también por medio de la forma, politizando la representación. Aquí entonces es posible observar una división entre los directores que se adhirieron al compromiso político y aquellos que decidieron seguir una línea más personal o autoral.

Bajo el establecimiento de la afirmación de que toda enunciación está situada desde un lugar político, social y económico, la labor cinematográfica se vuelve una operación sospechosa, susceptible de ser desmantelada bajo los discursos ideológicos de la época y, asimismo, la crítica debe encargarse de develar dichas operaciones; y en palabras de Domin Choi: “Se trata ahora de considerar si una película es un mero medio, transporte, de la ideología dominante, o si opera (interviene) sobre esta haciendo visible el mecanismo ideológico y, en consecuencia, bloqueándolo” (Choi, p. 71). Dicho esto, la crítica, al igual que el cine, se vuelve un medio para deshabilitar los discursos políticos hegemónicos, siendo su tarea la de evidenciar cuáles son los procedimientos formales (propios del lenguaje cinematográfico) que lo permiten.

La inclusión del cine como un aparato ideológico de Estado viene a concluir el debate que se dio en torno a la “pureza” política del cine, de aquellos que lo consideraban como un medio inocuo sin servicios políticos. La intervención que hará Althusser a partir de esto será, finalmente, establecer la existencia de un sistema materialista, al cual el cine no solo no escaparía, sino que estaría al servicio de los Estados (en cuanto es un invento burgués). En consecuencia, la crítica, además de un medio para deshabilitar los discursos hegemónicos, tendría dentro de sus nuevos deberes, el desmantelar el aparato ideológico del cine, no transformándolo en un aparato “puro” sino, admitiendo su impureza, y desde ahí pensar sus posibilidades y luchas políticas.

El cambio que suscita el giro político de “Cahiers…” no solo afectará a los filmes y a la crítica, sino también a los autores, generando una polaridad en los realizadores de la época, en relación con la manera de su adherencia ideológica. La división entre directores con compromiso político “directo” y aquellos que siguieron una línea autoral (aunque no necesariamente menos política) vino a evidenciar el estado de la política de los autores, que en relación con la radicalización política del contexto, estaba llegando a su fin, al menos bajo el alero de “Cahiers du Cinema”. El viraje político de la revista, en relación con la ideología marxista de la época, generó que la figura del autor fuera reconsiderada, y desde entonces pensada de manera burguesa con restos de elitismos aristocráticos; donde “los autores de antaño (Ford, Rossellini, Dreyer) quedan desplazados hacia una categoría con estatuto ambiguo” (Choi, p. 77), donde sus obras, al no presentar un compromiso político directo, son relegadas a objetos de sospecha.

Bajo la consigna de “la muerte al autor” surgen nuevas operaciones cinematográficas que buscan borrar a dicha figura. Si antes, durante la década del cincuenta, la expresión de un estilo personal primaba, luego, dos décadas más tarde, se busca eliminar cualquier traza personal del director, que es remplazado por un interés de borrarlo bajo la producción colectiva y abiertamente política. El grupo Dziga Vertov creado por Jean Luc Godard y Jean Pierre Gorin (quienes habían participado en “Cahiers”), en el año 1968, corresponde a un grupo de cineastas (que también se dedicaban a la crítica) que bajo la ideología marxista, además de eliminar la figura del autor, buscó hacer un cine militante, de guerrilla. Comienza con esto a surgir una nueva manera de valorizar al cine, donde forma y contenido deben poseer ciertos criterios estético-políticos que se adecuen y satisfagan los aires de la época.

El rol de la crítica en el contexto de mayo del 68, como mencionamos anteriormente, se vuelve al servicio del desvelamiento y del desmantelamiento de los objetos cinematográficos, intentando hacer explícito el funcionamiento ideológico del cine. No obstante, esta radicalización del discurso generó que la crítica perdiera el objeto fílmico y olvidara aquello que la había convocado años atrás: la cinefilia, ese amor por el cine. Y la revelación del ser por medio de la ambigüedad de lo real (como había afirmado Bazin en relación con el cine moderno) “ya no presenta posibilidades de redimir el mundo ni propone experiencias que los espectadores podamos compartir”.

Una vez finalizado el periodo maoísta de “Cahiers du Cinema” se puede apreciar un retorno de esta misma hacia el objeto fílmico, antes relegado. La re-valorización de los directores que no se habían adherido durante mayo del 68 hacia un cine estrictamente político, además de los grandes autores modernos, nos habla de una vuelta hacia la política de los autores, aunque también un ánimo derrotero que deja entrever una nostalgia por el cine que se había producido anteriormente. Además de una especialización en los estudios cinematográficos, que vienen de la mano con el auge de los estudios culturales.

De acuerdo con lo anterior, la función de la crítica de cine ha variado en relación a los contextos históricos, no dejando de tener una función política. Desde los años cincuenta, con el surgimiento del cine moderno, de su radicalización durante mayo del 68 y su posterior reivindicación durante la década de los ochenta y noventa, podemos evidenciar que ha jugado un importante papel, tanto en la alianza con los filmes y los autores, como también con las luchas ideológicas que se han ido dando. Ahora bien, pensar la crítica de cine hoy es también problemático. En un contexto donde la realización cinematográfica tiene un aceleradísimo ritmo, surgen nuevas tendencias, directores, críticos, revistas, etc., y eso, sumado a las nuevas plataformas tecnológicas como lo es Internet, nos encontramos en un campo difícil de analizar bajo las lógicas pasadas.

El valor de la ideología y la política de los autores hoy, en el marco de la crítica de cine, presenta una problemática que no le pertenece únicamente. La incapacidad del “momento contemporáneo” (llamaremos así a las últimas dos décadas) de sistematizar prácticas bajo una lógica o ideología común responde a la era donde el multiculturalismo y la simultaneidad nos hacen plantearnos la posibilidad (o imposibilidad) de identificar discursos y estéticas desde una globalidad.

La crítica hoy ha vuelto a producirse en los márgenes, bajo el surgimiento de una nueva cinefilia que se ha encargado de reivindicar a las pequeñas producciones, su carácter local y el valor que esto le otorga. Los medios virtuales (pensemos en revistas de cine virtuales, blogs, etc.) han impulsado un auge en los escritos sobre cine y en los críticos, que ya no poseen una formación académica, sino más bien pasional con el cine, pero que no obstante, han crecido en la época de la promesa fílmica infinita. Bajo los nuevos medios virtuales la crítica de cine se ha dado de manera explosiva, radical, pero por sobre todo, efímera. La no permanencia de los escritos en el mundo virtual ha generado que tan rápido como estos nuevos críticos han surgido, desaparezcan en el continuum del ciberespacio. Junto con la aparición de estos nuevos críticos que ven la localidad, la precariedad, como también las grandes producciones, bajo los ojos del amante experimentado, aquella costumbre de la crítica de rechazar a las pequeñas producciones se ve detenida en la valoración de una voz personal, no representativa, donde se puede prescindir de las grandes audiencias y de los críticos que “salvan” con una buena calificación.

Para pensar el valor del autor hoy debemos comprender que las condiciones de producción y recepción han cambiado, al igual que la manera en que la sociedad piensa el rol político de las imágenes. El traspaso del autor de cine, al hoy productor, nos hace pensar que las lógicas del sistema capitalista han incorporado a este último como una mercancía más, donde los filmes representan objetos de consumo, generándose un debate entre valor simbólico y valor económico. Por lo mismo, la política de los autores en la actualidad se presenta como una cuestión conservadora, de carácter simbólico, que bloquea los discursos críticos y las posibilidades de pensar los filmes de manera independiente y autónoma. El crítico de cine (además de cinéfilo) Adrian Martin, postula entonces que: “¡Debemos descubrir las películas sin autor!” (Martin, p. 53) rechazando los juicios valorativos que se asocian a las grandes figuras del cine. A partir de esto, se busca proponer una crítica de cine, que si bien, valore a los autores, lo haga de manera autónoma, y no en relación con la completitud de su obra u trayectoria. Se comprende la obra cinematográfica como un conjunto de elementos que se sustenta por sí mismo y que se valida en cada film.

De la misma manera el valor ideológico del cine se ve afectado por las nuevas tecnologías y plataformas de producción, se recrean los paradigmas de la crítica. El rol político ahora se da de manera local, de la mano con las pequeñas obras que no vienen a presentar una amenaza para la industria económica de cine y sus grandes producciones “políticamente correctas” que buscan abarcar una audiencia heterogénea y diversa, sin herir susceptibilidades de ningún tipo. Si antes las imágenes eran susceptibles a ser construidas a partir del lenguaje cinematográfico, bajo una militancia ideológica, hoy, debido a los avances tecnológicos, estas pueden ser construidas digitalmente sin la necesidad de “intervenir lo real”, “articulando lo real”. Este traspaso ha generado una sospecha absoluta sobre lo visto, pero a la vez ha permitido observar la imagen cinematográfica desde otra lógica, donde su impureza se asume per se, permitiendo levantar la veladura ideológica para detenerse en la imagen misma, que como ya habíamos mencionado, es imposible pensarla fuera del sistema.

Althusser

· Texto original de Andrea Lathrop en la Revista de Cine «La Fuga» (Chile).

Bibliografía

ANDREW, Dudley. “El Giro de 1948. Política y Estética del film de André Bazin”. En: Revista Kilómetro 111, Santiago Arcos Editores, Buenos Aires.

CHOI, Domin. “Los Años no Legendarios de los Cahiers du Cinema (1968-1974)”. En: Transiciones del Cine.

CHOI, Domin. “Actual-inactual. El realismo de André Bazin”. En: Revista Kilometro 111. Santiago Arcos Editores, Buenos Aires. 2005.

MARTIN, Adrian. ¿Qué es el Cine Moderno? Uqbar Editores. Santiago. 2008.

MARTIN, Adrian. Sobre el Concepto de Cinefilia. Ponencia presentada en Festival de Cine de Valdivia. Octubre, 2008, Valdivia.