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APRENDER, RETENER

Se sabe que Mayo del 68 confirmó a Jean-Luc Godard en una sospecha que tenía: la de que la sala de cine era, en todos los sentidos de la palabra, un mal lugar, a la vez inmoral e inadecuado. Lugar de la histeria fácil, del inmundo masaje para el ojo, del voyeurismo y de la magia. El lugar donde, por retomar una metáfora que tuvo su momento de gloria, uno iba a “acostarse con el plano”, a atiborrarse el ojo y a cegarlo en el proceso, a ver mucho y mal.

La gran sospecha que Mayo del 68 dirigió hacia la “sociedad del espectáculo”, una sociedad que atesora más imágenes y sonidos de los que puede ver y digerir (la imagen desfila, va en fila, huye, se deshilacha), afectó a la generación que más había invertido en ella, la de los cinéfilos autodidactas, para los que la sala de cine había sido a la vez escuela y familia: la generación de la Nouvelle Vague y la siguiente, formadas en filmotecas. A partir del 68, Godard cederá su puesto y recorrerá el mismo camino en sentido inverso: del cine a la escuela (esto son las películas del Grupo Dziga Vertov) a continuación de la escuela a la familia (Numéro Deux). ¿Regresión? ¿Y porqué no decir más bien “regresionismo”?

En 1968, para la franja más radicalizada –más izquierdista- de los cineastas, una cosa es segura: hay que aprender a salir de la sala de cine (de la cinefilia oscurantista) o, al menos, aferrarla a algo distinto. Y para aprender hay que ir a la escuela. No tanto a “la escuela de la vida”, sino al cine como escuela. De este modo Godard y Gorin transformaron el cubo escenográfico en aula para las clases, el diálogo cinematográfico en recitación, la voz en off en curso magistral, el rodaje en dictado o deberes, el argumento en títulos de asignaturas de la Universidad de Vincennes (“el revisionismo”, “la ideología”, etc.) y el cineasta en maestro de escuela, en preparador, en monitor. La escuela se convierte así en el buen lugar, aquel que aleja del cine y acerca a la realidad (una realidad a transformar, se entiende). Es el lugar desde el que nos han llegado todas las películas de Godard desde La Chinoise. En Tout va bien, Numéro Deux e Ici et ailleurs, el apartamento familiar ha remplazado el aula y la televisión ha ocupado el lugar del cine. Pero lo esencial permanece: gente aprendiendo la lección.

No hay que buscar muy lejos el extraordinario precipitado de amor y odio, de rabia y gemidos irritados que a partir de este momento el “cine” de Godard, convertido en los primeros tiempos en pedagogía maoísta bastante áspera, desencadena. A un Godard “recuperado por el Sistema” se le hubiera muy bien perdonado (¡cuántos son los que se indignan aún hoy de que no les haya dado un segundo Pierrot le fou!).A un Godard totalmente marginado, subterráneo y feliz de serlo, se le habría rendido un discreto homenaje. Pero con un Godard que continúa trabajando, en curso, dando lecciones y recibiéndolas, aunque sea ante una sala vacía, ¿qué hacer? Hay en la pedagogía godardiana cierta cosa que el cine –sobre todo el cine- no tolera: que se hable a las paredes.

Pedagogía godardiana. La escuela, decíamos, es el buen lugar, aquel en el que se hacen progresos y del que se sale necesariamente, mientras que el cine es el mal lugar, aquel al que se regresa y del que no se sale. Vamos a verlo más de cerca.

 1. La escuela es por excelencia el lugar donde se puede, está permitido, o más bien se recomienda confundir las palabras y las cosas, no querer saber nada de lo que las liga (cuando hay algo que liga), dejar para más tarde el momento en el que se irá a ver más de cerca, a ver si alguna cosa responde a lo que nos han enseñado. Es un lugar que llama al nominalismo, al dogmatismo.

Pero hay una condición sine qua non en la pedagogía godardiana: jamás cuestionar, poner en duda el discurso del otro, sea el que sea. Tomar este discurso, brutalmente, al pie de la letra. Tomarlo también palabra por palabra. No tener que ver él, Godard, más que con lo ya dicho por otros, más que con lo ya dicho y erigido en enunciado. Indiferentemente: citas, eslóganes, rótulos, bromas, anécdotas, lecciones, titulares de periódico, etc. Enunciados objeto, pequeños monumentos, almacenes de significación, palabras tomadas como cosas: para (a)prenderlas o dejarlas.

Lo ya dicho por otros nos pone ante el hecho cumplido: tiene a su favor la existencia, la solidez. Por su propia existencia hace ilusoria cualquier aproximación que intente reestablecer detrás, delante o alrededor un dominio de enunciación. Godard nunca pregunta a los enunciados con los que “trata” por su origen, por su condición de posibilidad, por el lugar del que extraen su legitimidad, por el deseo que traicionan y recubren a la vez. Su aproximación es la más anti-arquelógica posible. Consiste en levantar acta de lo que ha sido dicho (y contra lo que nada se puede) y en buscar inmediatamente el otro enunciado, el otro sonido, la otra imagen que podría venir a contrapesar, a contradecir (¿dialécticamente?) ese enunciado, ese sonido, esa imagen. “Godard” no sería así más que el lugar vacío, la pantalla negra donde las imágenes, los sonidos vendrían a coexistir, a reconocerse, neutralizarse, designarse, luchar. Más que “¿quién tiene razón, quién se equivoca?”, la cuestión que le preocupa es: “¿qué se podría oponer a esto?” Godard pillado entre el discurso de psicoanalista y el de abogado del diablo.

De ahí esa “confusión” a menudo reprochada a Godard. A lo que el otro dice (aserción, proclamación, sermón), responde siempre con lo que otro otro dice. Hay siempre una gran incógnita en su pedagogía, y es que la naturaleza de la relación que mantiene con sus “buenos” discursos (los que defiende, el discurso maoísta por ejemplo) es indeterminable.

En Ici et ailleurs, por ejemplo, “película” sobre imágenes recogidas en Oriente Medio (1970-1975), está claro que la interrogación de la película sobre sí misma, esa suerte de disyunción que opera en todas sus caras (entre el aquí y el allí, las imágenes y los sonidos, 1970 y 1975) sólo es posible e inteligible porque en un primer momento el sintagma “revolución palestina” funciona como un axioma, como una cosa dada de antemano (ya dicha por otros, por Al Fatah en este caso) y en relación a la cual Godard no tiene ni que definirse personalmente (decir que se une a esta causa) ni que justificar su posición o hacerla convincente, atractiva. La lógica de la escuela de nuevo: el programa viene impuesto.

 2.Porque la escuela es por excelencia el lugar en el que el maestro no tiene que decir de dónde viene su saber y su certidumbre. La escuela no es el lugar en el que el alumno podría reinscribir, utilizar, poner e prueba el saber que le ha sido inculcado. Más acá del saber del maestro, más allá del saber del alumno, la página en blanco. La tierra de nadie de una pregunta que por el momento Godard evita: la de la apropiación del saber (el espíritu). No le interesa más que su (re)transmisión (la carta).

En toda pedagogía sin embargo se encuentran valores y contenidos positivos a transmitir. La pedagogía godardiana no es la excepción a la regla. Ninguna película posterior al 68 que no se sitúe (y no se proteja) de aquello que se podría llamar –sin mayor sentido peyorativo- el discurso de los grandes titulares. Recapitulemos: la política marxista-leninista (las posiciones chinas) en Pravda y Vent d’Est; la lección de Althusser sobre la ideología en Lotte en Italie; la lección de Brecht sobre “el papel de los intelectuales en la revolución” en Tout va bien y, más cerca de nosotros, briznas de discurso feminista (Germaine Greer) en Numéro deux. El discurso de los grandes titulares no es el discurso en el poder pero es un discurso de poder: violento, asertivo, provocativo. El discurso de los grandes titulares cambia, digamos, de manos pero habla aún desde las alturas y culpabiliza fácilmente. Culpas sucesivas: ser cinéfilo, ser revisionista, estar separado de las masas, ser machista. Masoquismo.

Godard no es el intérprete de estos discursos a los que pide que nos sometamos (aún menos el creador: no tiene ninguna imaginación) sino algo así como el repetidor. Se pone en pie así una estructura de tres términos, un pequeño teatro de tres donde, al maestro (que no es sino el repetidor) y al alumno (que no hace sino repetir) se añade la instancia que dice qué hay que repetir, el discurso de los grandes titulares, al que “maestro” y “alumnos” están sometidos, aunque de modo desigual, y que les atenaza.

La pantalla se convierte entonces en el lugar de este atenazamiento, y pronto de esta tortura. La película se convierte en la puesta en escena de este trío infernal. Dos preguntas son definitivamente descartadas por este procedimiento: la de la producción del discurso (“¿de dónde vienen las ideas justas?”) y la de su aprobación (“¿cómo distinguir entre una idea verdadera y una idea justa?”). La escuela no es lugar para tales preguntas, claro. El repetidor encarna allí una figura a la vez modesta y tiránica: hace recitar una lección de la que no quiere saber nada y que, él mismo, sufre. En la fábrica, esto sería un capataz: Godard, jefecillo.

Este discurso de los grandes titulares tiene otra particularidad. Desde 1968, es sistemáticamente conducido por una voz de mujer. La pedagogía godardiana implica en efecto una repartición por sexos de los papeles y de los discursos. Palabra de hombre, discurso de mujer. La voz que reprime, reprende, aconseja, enseña, explica, teoriza e incluso aterroriza, es siempre una voz de mujer. Y si esta voz se pone justamente a hablar de la cuestión de la mujer, es también con un tono asertivo, ligeramente declamatorio, lo contrario del naturalismo plano. Godard no filma revuelta alguna que no se pueda hablar, discutir, que no haya encontrado su lengua, su teoría y sobre todo su retórica. En Tout va bien se ve al personaje interpretado por Jane Fonda pasar muy rápido de estar hasta la coronilla a hacer una teoría del estar hasta la coronilla. No hay más acá del discurso.

3. Para el maestro, para los alumnos, cada año trae consigo el simulacro de la primera vez (es “la vuelta al cole”), de una puesta a cero. Cero del no saber, cero de la pizarra negra. Algo de lo que la escuela, lugar de la tabla rasa y de la pizarra rápidamente borrada, lugar moroso de la espera y del suspenso, de lo transitorio de por vida, es lugar obsesivo.

Desde sus primeras películas, Godard ha manifestado la más grande repulsa a “contar una historia”, a decir “érase una vez/colorín colorado”. Salir de la sala de cine era también salir de esa obligación bien formulada por el viejo Fritz Lang en Le Mépris: “Siempre hay que terminar lo que se ha empezado”. Diferencia fundamental entre la escuela y el cine: no hay necesidad de hacer la pelota a los alumnos, porque la escuela es obligatoria: es el Estado quien quiere que todos los niños estén escolarizados. Mientras que en el cine, para retener un público, hay que hacerle ver, creer, contarle historias (cuentos chinos). De aquí la acumulación de imágenes, la histeria, las retenciones, la dosificación de los efectos, las descargas, el final feliz: la catarsis. Privilegio de la escuela: allí se retiene a los alumnos para que los alumnos retengan las lecciones, el maestro retiene su saber (no lo dice todo) y castiga a los malos alumnos con horas de retención.

Sigue aquí.

 

Numero-Deux

Serge Daney, 1975, Cahiers du cinéma, recogido en La rampe. Traducción de Manuel Asín.

Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD. 


Cada película de Jean-Luc Godard aparece en sí misma ampliamente variada tanto en persona como en cualidad. En la pizarra de una de sus últimas películas, difícilmente perceptible, hay una lista de animales africanos: jirafa, león, hipopótamo, etc. Al término de la carrera de este director, habrá probablemente un centenar de películas, cada una de una especie rara y distinta, con esqueleto, tendones y plumaje angustiosamente diferentes. Su personalidad obstinada, insistente, locuaz y enciclopédica inunda sus películas, y ya ha formado un zoo que incluye un periquito rosa :Una femme est une femme (Una mujer es una mujer, 1961); una serpiente de cascabel :Le Mépris, (El Desprecio, 1963); una grulla ruidosa: Bande à part (Banda aparte, 1964); un conejo: Les Carabiniers (Los Carabineros, 1963 ) y una falsa tortuga: A bout de souffle (Sin Aliento, 1959).

Al contrario de Cézanne, quien trazaba pinceladas de dos centímetros cuadrados y una línea nerviosamente exigente alrededor de cada manzana que pintaba, en Godard la forma y el modo de ejecución cambian por completo con cada película. Pensada antes de que empiece el proyecto, la mayor parte de la invención, del puzzle intelectual básico, está ya bien dispuesto en su mente antes de que el omnipresente Raoul Coutard ponga la cámara en su sitio. Godard es un creador de nuevas especies, íntimamente relacionado con Robert Morris en escultura, en el sentido de que aborrece el letargo y verse inmovilizado en una obra, al tiempo en que se consagra firmemente al medio con que se expresa. Viajar de prisa, ponerse en marcha libremente y no mirar atrás, es su code du corps.

Por eso, cada una de sus películas presenta un puzzle complicado, una combinación única de elementos destinada a probar una teoría preconcebida. Algunos de sus animales truculentamente formulados son:

Une femme est une femme es un musical neo-realista, lo que ya en sí es una contradicción.

Vivre sa vie. La caída, breve ascención y muerte de Santa Juana de Sartre, una prostituta decidida a ser una mujer libre. La estructura es de una novela resumida: doce fragmentos casi uniformes con un título para cada capítulo, mientras la materia visual sirve para ilustrar los encabezamientos y los comentarios del narrador. Es un documental llevado al extremo, la más penetrante de sus películas, con saltos abruptos y drásticos en la continuidad, una fotografía de noticiario siniestra pero de gran sensibilidad, una banda sonora registrada en bares y hoteles auténticos al rodar la película y luego dejada tal cual.

La interpretación llena de reservas se mueve poco a poco, a pasos pequeños y fugitivos, siempre en una única dirección , hasta alcanzar una belleza abrasada, sedimentaria en la memoria. Una película de pureza extraordinaria.

(…) Cada nueva película suya es ante todo un ensayo acerca de una forma con relación a una idea: una elección muy deliberada de ciertos elementos formales para discutir una crítica sobre los jóvenes maoístas franceses en La Chinoise; un informe documental sobre la prostitución de estilo poético en Vivre sa vie; o el retrato gris, sombrío y sofisticado de un héroe existencial cuyos compromisos son confusos (A bout de souffle). La Chinoise, por ejemplo, aparece increíblemente preocupada por la forma, una sintaxis doctrinaria que armonice con un grupo doctrinario de chicos adscritos a un módulo. La película no sólo tiene un aula como escenario, sino que los actores aparecen dispuestos como maestros fervientes ante una pizarra, y la cámara y los intérpretes nunca se mueven a excepción de un movimiento recto de izquierda a derecha.

Las constantes imbricadas de su cine cerebral e impetuoso pueden resumirse en los puntos siguientes:

1. Verbosidad. Sus guiones están embebidos de conversación en todas sus formas, desde la conferencia de cátedra hasta la sobremesa. Sus actores aparecen como pasivos murales que difunden una reserva colosal de ideas, referencias literarias, historias favoritas. No puede olvidarse que Godard es un hombre de conceptos verbales, su imagen es una ilustración de una idea intelectual, y con frecuencia sus listas, categorías, reglamentos, estadísticas, citas de autores famosos se expresan con impacto visual.

2. Movimiento ping-pong. El latido de su vocabulario es el ritmo y posición de una partida de ping -pong. Las parejas maritales y sus disputas están compuestas según un simétrico ding-dong. Uno de sus recursos favoritos es el de poner a una pareja frente a frente y entre ellos una lámpara apagada, una tetera ostentosa, o una ventanilla de tren que exhibe un turístico paisaje francés. ¿Por qué el más intelectual de los directores emplea un tan elemental ritmo de uno-dos? Su arte está hecho primordialmente de una línea constante: aborrece el crescendo y el clímax. Incluso la violencia se convierte en algo tedioso, casual, de fácil olvido.

3. El héroe a lo Holden Caufield. Dentro de cada personaje se oculta un niño precoz semejante a los complejos y narcisistas desclasados de Salinger.

4. Burla. Más que ser un humorista, un satírico, como Thackeray o Anthony Trollope, hace versiones burlescas de la guerra, de una célula maoísta, de una discusión entre amantes, de un número de streap-tease. Se burla incluso de las conversaciones profundas, y, en los planos de las estatuas griegas en Le Mépris, hace una parodia de la fotografía estética. La burla sugiere una actitud de oposición: sin embargo, este director se mantiene siempre en una postura intermedia, al considerar que no tomar partido es una situación muy flexible y viable.

5. Disociación. O magnificación del grano de arena frente a la montaña, o viceversa. Estamos ante un director de cosas, aunque no infunde alma a los objetos. Generalmente procede en sentido opuesto, imponiendo su voluntad libremente a través de la escena. Disocia el diálogo del personaje (un rudo agente secreto en una extraña, imposible discusión de conciencia), al actor del personaje (Bardot se ve reducida con frecuencia a una superficie plana, más una figura de póster que la bravía y susceptible esposa de Le Mépris), la acción de la situación (dos seres primitivos en una cocina que sostienen anuncios de ropa interior sobre sus cuerpos), y la fotografía de la escena (una kilométrica escena de cama, con un desnudo que ofrece carnes infantiles en una pose de Playboy con el color más barato de portada de revista).

Es fácil subestimar su pasión por la monotonía, la simetría y una simplicidad de uno-y-uno-igual-a-dos. Probablemente su escena más significativa pasó desapercibida al surgir A bout de souffle en 1959. Mientras el público se dejaba atraer por un simpático y ágil delincuente, una ramera americana, y el dinámico ritmo de una película de gangsters de los años treinta, la escena clave era una lisa, átona entrevista en el aeropuerto de Orly, con un escritor célebre recién llegado. Toda la película parecía hacer un alto para dejar paso a Lo Nuevo: un amateur torpe, orgullosamente no preparado para cuestiones de importancia, intercambia metódicamente preguntas y respuestas con el experto invitado. Esta escena, que aparece en momentos donde otras películas estallan en acción que aligere el argumento, ha sido sutilmente desencarnada, se ha hecho abstracta a sí misma, y su diálogo se ha convertido en pequeñas imágenes que se deslizan como un tranvía, adelante y atrás, por un escenario allanado, neutralizado. Esta noción de monotonía, que se repite en tantos campos cruciales, por ejemplo en escultura (Bollinger), en pintura (Noland), en danza (Rainer), o en el cine underground (Warhol), ha roto prácticamente en su cine las amarras eclécticas que le ligaban a las viejas películas.

El tedio y sus derivados -falta de inflexión, torpeza, indulgencia hacia los errores- encaminan su cine a su auténtica morada: la pura abstracción. Cuando el director acierta, este aburrimiento crea tipos de carácter e imagen que reverberan con un efecto metálico en la mente del espectador y que superan esa mórbida nulidad tan enraizada en el corazón de su obra.

Cada uno de sus actores, a excepción de Michel Picccoli en Le Mépris, ha compuesto su interpretación en torno a ese adulto adolescente salingeriano: muy pocos de ellos –Seberg (metálica, afectadamente colegiala), Belmondo (exóticamente tímido e inacabado), Bardot (vulgar, bravía susceptibilidad), Brialy (egoísmo pasado de moda, preciosismo estólido), Jack Palance (fieramente elegante, mejor en silencio), Fritz Lang (modestia y cordialidad formales)- dejan de resultar un tanto fastidiosos o escapar a la técnica aplanadora de un director siempre presente como una sombra detrás de cada actor. De hecho, sus actores son mitades, es sólo nuestro conocimiento de la presencia dramática del director tras la cámara lo que le da al personaje un acabamiento ficticio.

Ordinariamente, el personaje aparece irreal, recortado, bidimensional, y recorre la escala que media entre los brutos sin seso de Les Carabiniers y el triángulo superficial y amable de Belmondo-Brialy-Karina, que se preocupa de que una bailarina de strip-tease quede embarazada en Une femme est une femme. Existe una última variante de este tipo, los chicos políticamente sensibles de Masculin-Femenin; también la camarilla mezquinamente pagada de sí misma en La Chinoise , cuyos miembros están colmados de sofisticación y actúan como unidades independientes. Evidentemente, estos nuevos personajes severos y fríos tienen un parentesco más estrecho con el director de Nana, la prostituta que se sacrifica por su libertad personal. Hechos de secreto, proclama y novedad, los más recientes productos godardianos saltan a la pantalla con voluntad firme, decisión y apasionado compromiso. Son estos componentes lo que dan a su cine una determinación y afirmación tales que el espectador puede sentirse, ante él, débil y vacilante. Con su espacio plano, sus superficies antisépticas y sin sombras, y la fotografía que encuadra a los personajes de la cintura para arriba como si la cámara estuuviera en un mostrador, La Chinoise es como un moderno coche restaurante servido por una camarera de verano (Wiazemsky) y un pinche de cocina (Léaud).”

 

 

Negative Space, Manny Farber

Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD. 

Eric-Rohmer

 

1920. Nacimiento en Tulle (Corrèze)

1925-30. Veo una sola película (muda): Ben Hur.

1930-37. Veo dos películas (habladas): l’Aiglon y Tartarin de Tarascon.

1937-39. Estudios en Henri-IV. Frecuento el Studio des Ursulines.

1945. Frecuento la Cinémathèque. Descubro a los maestros del mudo: Griffith, Lang, Murnau, Eisenstein, Chaplin, Buster Keaton

1946. Escribo para la Revue du cinéma : «El cine, arte del espacio».

1947-51. Dirijo los debates del ciné-club del Quartier Latin. Allí conozco a Chabrol, Godard, Rivette y Truffaut. Conozco a Alexandre Astruc y André Bazin. Participo con ellos en la creación del cine-club Objectif 49 y de los Cahiers du cinéma.

Habiendo fracasado dos veces en el oral de la agregación de letras, debo aceptar un puesto en provincia (Vierzon), pero sigo residiendo en París.

1952-56. Así puedo continuar con mi actividad periodística en los Cahiers y en el semanal Arts. Gracias a unos amigos que me prestan su cámara y me dan las bobinas, ruedo en 16 mm mudo Bérénice, basado en Edgar Poe y  La sonata a Kreutzer, basado en Tolstoi, uno y otro con vestuario moderno.

Un permiso por razones de conveniencia personal me es acordado por la Educación nacional.

1957-62. Me convierto en redactor en jefe de los Cahiers du cinéma y luego, gracias a Chabrol, ruedo El signo del león en julio de 1959. No habiendo tenido mi película tenido el éxito de Los cuatrocientos golpes, El bello Sergio o Al final de la escapada, debo volver al amateurismo. Ruedo, con una cámara de cuerda, la primera película de la serie de los Seis Cuentos morales, La panadera de Monceau. El personaje principal lo interpreta un joven cinéfilo, Barbet Schroeder , que va a fundar una sociedad de producción para apoyar mis películas: les Films du Losange.

1963. Abandono los Cahiers y entre en la Televisión escolar donde ruedo, con toda independencia, gracias al director Georges Gaudu, programas que no son sólo alimenticios.

1966. Tras el rodage del segundo cuento, La carrera de Suzanne, intento realizar profesionalmente el tercero. No me dan la ayuda antes de rodaje. Ruedo entonces el cuarto, La coleccionista, todavía como amateur, pero en película de 35mm color y con un operador llamado a tener una carrera breve pero prestigiosa, Nestor Almendros. Éxito alentador.

1967. Vuelvo a presentar, con un nuevo título, Mi noche con Maud, el tercer cuento, a las ayudas antes de rodaje. Nuevo rechazo.

1968-69. Afortunadamente, gracias a Truffaut, que convence a algunos de su colegas (Pierre Braunberger, Claude Berri, Yves Robert), los Films du Losange pueden montar una coproducción. Éxito mucho más allá de los esperado en Francia y en el extranjero.

1970. Pierre Cottrell, que dirige Losange en ausencia dede Barbet Schroeder, que rueda, obtiene de la  Warner-Columbia la financiación de los dos últimos Cuentos morales: La rodilla de clara y El amor después del mediodía. Doble éxito.

1973. En espera de una nueva inspiración, dirijo para la televisión cuatro programas sobre las ciudades nuevas.

1975. Rueda en Alemania, y en alemán, La marquesa de O, de Heinrich von Kleist.

1976. Perceval no será fácil de producir. Sin embargo la nueva directora de Losange, Margaret Menegoz, sabrá conseguir al mismo tiempo la ayuda antes de rodaje y una coproducción televisiva europea. Éxito mediocre.

1980. Vuelta a un semi-amateurismo con La mujer del aviador, en 16mm, primero de una nueva série, Comedias y Proverbios (La buena boda, Pauline en la playa, Las noches de la luna llena, El rayo verde, El amigo de mi amiga). Fundo mi propia sociedad de producción, la Compagnie Eric Rohmer (C.E.R.), que será coproductora de las películas posteriores, con el Losange, y a veces en solitario.  Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (1985), El árbol, el acalle y a mediateca l’Arbre (1992), les Rendez-vous de Paris (1994).

1989-97. Nueva serie: Cuentos de las cuatro estaciones. En esta década todo irá sobre ruedas.

2000-2003. Las dificultades volverán con dos películas de época, La inglesa y el duque (2000) y Triple Agente (2003). Siendo demasiado pesadas para Losange ­ y al serle rechazadas las ayudas antes de rodaje, Françoise Etchegaray y yo recurrimos a Pathé y a Rezo Films.

2004. Sigo sin estar inscrito por los sindicatos profesionales en sus listas de referencia. Pronto tendré 84 años. Eterno amateur.

 

 

Aparecido en Libération. 

Eric Rohmer en Tienda Intermedio DVD.

Dwoskin es inexplicable. Más allá del análisis, de la descripción, de la exégesis. Con una facilidad impertinente, inédita, realmente radical, excede las palabras estructuradas, inteligentes, inteligibles, que se podrían proferir sobre sus películas. Tanta precaución oratoria para llegar a esto: todo lo que quiero anunciar –sí, como una buena noticia, una sorpresa de última hora- es que la muerte del cine ha sido diferida momentáneamente y que queda todavía un cineasta.

Nos encontramos en un estado de supervivencia del cine en el que este no hace más que copiar, reproducir viejos modelos inoperantes (clásicos, hollywoodienses…)

Próxima etapa probable: vidiotización, diseminación de los efectos audiovisuales, desaparición del Cine como Arte/Comercio e, ineluctablemente, del público (entender: el público fundador, perverso, sentimental, etc.)

Pero sobreviene Dwoskin, con Outside In y todo se retrasa. ¡Ahora que mi teoría estaba acabada, lista para usar! Así que cambio editorial preventivo: “muerte del cine aplazada para más tarde. Stop. Dwoskin inventa todavía algo nuevo. Stop. ¿Ultimo cineasta o primero de un nuevo ciclo de renacimientos? Stop. No lo sé. Stop. Seguirá. Stop.”

Muy finamente Tesson describe (Cahiers du Cinéma n333) el burlesco profundo del cuerpo en desequilibrio, el cuerpo del actor/Dwoskin, todo ese arte que consiste en aplazar la caída, diferirla, provocarla. Repetición, dificultad, sufrimiento: recuerdo- una vez más- la discapacidad de Dwoskin: la polio, sus piernas no le aguantan, depende por lo tanto de la fuerza de sus brazos, de las muletas en las que se apoya – y de los otros- para seguir adelante. Ya está dicho. No hablaremos más de ello, a tal punto es cierto que la invalidez de Dwoskin, incluso si está omnipresente y en el centro de todo lo que filma, impide siempre ver en qué es ante todo cineasta.

Outside In describe encuentros, repeticiones, sueños. Un hombre seduce mujeres, habla con ellas, cae sobre ellas, las acaricia, las hechiza, les hace el amor ¿Qué amor? El que está hecho de complicidad, de repeticiones, de imaginario. Sueña que es un cineasta hollywoodiense, que cambia todo alrededor suyo, todas las relaciones: las fantasías se vuelven color carne, un color de realidad, una sensualidad viva. Nada más que amor, siempre, lágrimas retenidas, romance sentimental, melo en estado bruto. Lo anuncio ya: acaba bien.

Este resumen, completamente subjetivo, es forzosamente mentiroso. Si lo doy a pesar de todo es porque me parece que privándose del peso del sueño no se entiende nada de la invención dwoskiana. Una invención de cada instante. Así: dos dedos bailan, con una loca agilidad; retoman el baile de los panecillos de Limelight, con más emoción aún, más visrtuosismo –frenesí del ritmo inédito, cuya novedad asombra más que la referencia al original, enviando al espectador primario (ingenuo, sentimental) hacia un abismo de imaginario, un torrente de lágrimas no derramadas, una interioridad de la ficción que es propiamente aterradora. ¿Por qué? Porque ya nunca se ama tan fuerte en el cine.

¿Es impreciso? Cómo explicar que la invención está aquí en todas partes: en la luz (Godard, Garrel), en la risa nerviosa (Chaplin), en el horror sin nombre (McCarey, Lang), en el fuera de campo (Tourneur), en la sensación de una primera vez (Lumière)? ¿Que esta mezcla de risa, de lágrimas, de incomodidad atroz, distiende cada segundo de la película, cada metro de celuloide como ya nadie sabía hacerlo? ¿Cómo escribir que el público de cine se pone por una vez a reinventar la historia que nos propone el cineasta, a vivir con ella, de ella, como no se hacía desde los clasicismos de la prehistoria? No lo sé. Lo seguro es que el cine, aquí, por ultima (o primera) vez, sirve realmente para comunicar. Informaciones, emociones, historias. Por decirlo rápido y resumir, más vale decir: Chaplin+Godard. La risa y la búsqueda. Locura+Público. Prototipo. Fulgor, genio, retorno al origen. Es cierto que son demasiadas grandes palabras. Un poco huecas quizás. Falta una cosa: la película. Tras Rotterdam, tras Digne, Outside In espera. ¿Hasta cuando?

 

 

Louis Skorecki, Cahiers du cinéma, nº 338, Julio-Agosto 1982.

 

Al fin y al cabo, hay muchos que me gustan, en fin, lo intento. Intento ser sensible a todos los grandes y menos grandes cineastas. Y más o menos lo consigo. Veo muchas películas, y no lo oculto. Jean-Luc ve muchas también, pero no siempre enteras. Para mí tienen que ser realmente muy malas para que me largue. Esto a veces sorprende, porque hay muchos cineastas que pretenden que nunca ven nada, lo que siempre me ha parecido extraño. A todo el mundo le parece normal que los novelistas lean novelas, que los pintores vaya a ver exposiciones y que se refieran eventualmente a sus grandes antepasados, que los músicos escuchen música antigua o reciente… Pero les parece raro que los cineastas, o los que tienen la ambición de serlo, vean películas. Es cierto: cuando se ven las películas de ciertos jóvenes cineastas se tiene la sensación de que para ellos la historia del cine comienza, como much, o en 1980. Sus películas serían quizás mejores si hubiesen vistos unas pocas películas más, a la inversa de esa teoría idiota según la cual se corre el riesgo de ser influenciado si se ven demasiadas películas. Al contrario, es viendo pocas películas cuando se sufren influencias. Si se ven muchas uno puede elegir por cuales quiere estar influenciado. Y si no es una elección consciente, entonces es porque hay cosas más fuertes que uno mismo que actúan. Tanto mejor si estoy influenciado por Hitchcock, Rossellini o Renoir, no pido más, me encanta. Si hago un Hitchcock de segunda ya estoy muy contento. Cocteau lo decía a menudo: «Imitad y aquello que eventualmente tengáis de personal aparecerá a pesar vuestro.» Siempre se puede intentar.

 

Europa 51 de Roberto Rossellini (1952)

Desde París nos pertenece hasta Jeanne, no he hecho más que volver, de tanto en tanto, al choque que nos produjo a todos el descubrimiento de Europa 51. Además pienso que Sandrinne Bonnaire es verdaderamente de la familia de Ingrid Bergman. Es una actriz que puede ir muy lejos en una dirección hitchockiana e ir igual de lejos en una dirección rosselliniana, como ya hizo con Pialat y con Varda.

 

El silencio de un hombre de Jean-Pierre Melville (1967)

No soy para nada sensible a esta mitología de exacerbada de los chicos malos, me parece archi-falsa. Pero he vuelto a ver por casualidad en la televisión parte de El ejército de las sombras y me quedé asombrado. Así que voy a tener que volver a ver todo Melville: es probable que sea un cineasta que he infravalorado. Nuestro punto en común es que nos gusta el mismo periodo del cine americano, pero no de la misma manera. Lo frecuenté un poco a finales de los años cincuenta, me llevaba a dar vueltas en su coche alrededor de París durante dos horas. Y monologaba durante esas dos horas, era fascinante. Quería tener discípulos y ser nuestro «gran patrón»: era un  malentendido sin salida.

 

El secreto tras la puerta, de Fritz Lang (1948)

Ya sólo el cartel de Confidencial nos hace pensar en él… A veces pensaba que lo que estábamos rodando tenía en efecto unas pequeñas posibilidades de parecerse a Lang. Pero nunca preparé un plano pensando en él, intentando imitarlo. En el montaje (ahí es donde empiezo a ver algo) me di cuenta de que Hitchcock nos había servido mucho para el guión (eso ya lo sabíamos) y Lang para el rodaje. Sobre todo sus últimas películas, aquellas en las que conduce al espectador en cierta dirección para luego desviarlo, de una manera muy seca y muy abrupta. Y luego ese lado langiano (si es que está), viene también de la gravedad de Sandrinne.

 

 

Original en Les Inrockuptibles, 25 de marzo de 1998.

Jacques Rivette en Tienda Intermedio DVD.

 

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En julio de 2010, con motivo de la programación en el programa de televisión italiano Fuori Orario de varias películas de Jean-Claude Rousseau, Manuel Asín le enviaba a Manuel Peláez la siguiente carta a través de El Diablo quizás…
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Querido Manuel:
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Hace ilusión saber que Fuori Orario proyectará sus películas. No sé si te lo he dicho alguna vez (desde luego sé que te he hablado de Fuori Orario muchas veces) pero creo que ese programa fue, o es, la primera y quizá la única «filmoteca» que yo he conocido. El resto de filmotecas me dan pena, me entristecen, puede hasta que me depriman… Me explico. Fuori Orario era una filmoteca todo lo precaria que quieras, todo lo atrabilaria, parcial e imposible que quieras, pero en todo caso fue la que a mí me tocó en suerte y esa suerte me parece hoy muy buena. «Cines». Me acuerdo ahora de esa respuesta tuya, escueta, a la entrevista en la que Norb. Mol. te preguntaba qué había en París que no hubiera en el sitio desde el que habías llegado, que es tu ciudad y también la mía: «cines», decías. Respuesta acertada.
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Calculo que estuve viendo (y grabando) Fuori Orario tres o cuatro años, entre el 95 y el 99 más o menos, o entre el 96 y el 2000. Coincidió con un descubrimiento extraño para mí, verdaderamente un descubrimiento que nunca me hubiera esperado que fue el descubrimiento del cine. No sé si alguna vez hemos hablado de esto pero yo tenía una conciencia muy clara, no sé, entre los 10 y los 17 ó 18, de que a mí el cine «no me gustaba». Es decir, siempre he visto mucha televisión, por suerte o por desgracia (por suerte, creo) mis padres nunca pusieron límite, me dejaron ver todo lo que quería, cuando quería, y eso implicaba necesariamente volverme un loco de las películas, pero de un modo que a mí entonces me parecía que no tenía nada que ver con el cine, o con «el arte del cine» si se prefiere (¡Por supuesto que pensaba en estas cosas a los once años! ¡Pensaba en ellas porque me producía una indiferencia total el arte, no quería ni llegar a saber lo que era!)
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Separaba perfectamente, o conjugaba perfectamente, sin pensarlo mucho, el hecho de que el cine no me gustara con el hecho de estar obsesionado por ver películas (por elegirlas también, quizá eso sea lo importante, puesto que se trataba de ir a por ellas al videoclub). Además era algo curioso porque hoy considero que el motivo por el que elegía una película y no otra venía a ser muy parecido al que hoy seguiría, sigo, para ver lo que veo, porque no era por su contenido, por algo así como la historia que contaban (tengo serias dudas de si alguna vez ha sido por eso) sino por algo que no me atrevo a llamar su materialiadad, pero que en todo caso se entiende mejor si lo llamamos así, algo que está entre el contenido y la pura materialidad, algo que protege el contenido y que podríamos llamar la cáscara, para no ponernos muy pesados.
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Pasó algo raro, algo que considero hoy un verdadero privilegio y es que en mi casa compraron un vídeo pronto, en el año 83. Y había un videoclub muy cerca. Recuerdo perfectamente las dos primeras películas que elegí o que eligieron por mí en ese videoclub y que luego tuve que ver antes de que venciera el alquiler, en un par de días (que «vimos», porque las veía con mis padres, por la noche, después de cenar, en el cuarto de estar). Una parodia de los tres mosqueteros, de Martes y Trece, y un remake de King Kong.
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Dos novedades, dos películas entonces todavía recientes, pero, ¿te das cuenta? Nada cambia nunca: lo que vi entonces, por casualidad, fue una parodia de una película de la que hay muchas versiones desde la de Douglas Fairbanks del 21 (¡en el 27 tenía ya su primera parodia, la de Max Linder!) y un remake de King Kong, no el (bastante impresionante) de Peter Jackson de hace unos años sino el de Dino de Laurentis, con Jeff Bridges y Jessica Lange, de finales de los 70.
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Nada cambia nunca. Cada vez que se ve una película, por mala que sea (como la de Laurentis) se está ahí, más o menos al principio, aunque sólo sea al principio de uno. El caso es que seguí viendo muchísimas películas, una auténtica burrada tanto entre semana como en fin de semana, ahora ya elegidas por mí. Alguna vez he contado, y solía ser motivo de carcajadas para mis amigos más mayores, para Sergio o para Ángel, que mis padres encajaban a menudo estoicamente verme aparecer por casa, a los ocho o nueve años, con Colegas para mí y El Pico II para mi hermana, mientras la tata se encogía de hombros o le decía a mi madre que es que yo le había dicho que eran «muy buenas». Verdaderamente conmigo se hizo un experimento sociológico que ríete de los de Endemol, o lo hice yo mismo, autoexperimenté conmigo y con la tele gracias a la confianza de mis padres, que entonces eran muy jóvenes (no llegaban a los treinta) y cuya capacidad para fiarse de mis gustos me sigue pareciendo asombrosa. Parecían capaces de pensar que esas películas de Eloy de la Iglesia, entre otros, no me echarían definitivamente a perder y que todo era consecuencia de algo inocente a lo que, si se le daba rienda suelta o precisamente por eso mismo, no había que tenerle mucho miedo.
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Creo que esa era la clave seguramente, pensaban que no había nada que temer, que sólo eran películas. No había que tener miedo a las películas y en mi caso esa era la actitud que garantizaba además que yo no confundiría para nada aquello con la vida (mi abuelo explicándome que aunque Superman volara yo con mi capa no podía volar) pero tampoco con el cine, con eso que ya entonces me resultaba tan incomprensible como afición o como «cultura» (lo mío no era una afición ni una cultura, veo ahora que era un consumo, más bien, en todo caso).
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De hecho, cuando a los 16 ó los 17 ocurrió la debacle, cuando cogí de casa de mi abuela el Werther de la colección de clásicos de RTVE (¡oh, no, también aquí!) y empecé a leer libros, creo que alguna vez me pregunté por «el cine», en unos instantes de duda, porque enseguida pensaría «ah, sí, eso tan rancio. Esas películas que dicen que al parecer son «buenas», esos directores como por ejemplo Hitchcock, esos posters de James Dean, esas claquetas de cartón piedra en los bares…» (¡Me gustaría haber sido como Manny Farber, que pudo saber lo que le gustaba y lo que no le gustaba colándose bajo las alambradas de los estudios de Los Ángeles, de niño, para ver los decorados de los rodajes de los años 40!)
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El cine me iba dejando cada vez más frío a medida que iba comprendiendo, o suponiendo, en qué consistía no el cine, pero sí su cultura. O tal vez sobre todo a medida que iba comprendiendo, o creyendo que comprendía, en qué consistía el Werther. Eran para mí cosas completamente distintas y ocurría que me daba la sensación de que una me interesaba y la otra no. De manera que me fui desinteresando de las películas por confusión con el cine (curiosamente por las mismas fechas me fui interesando, supongo que como sustitución, por los videojuegos, por las primeras consolas. Así que leía el Werther en verano y jugaba a las videoconsolas en invierno… Pero esta sí que es otra historia, creo. La dejo para otra ocasión). Hasta que, sin que llegara a pasar mucho tiempo, ocurrieron una serie de hechos encadenados que me hicieron comprender, a la vez, algo muy importante: que había más películas. Que había películas como yo nunca había visto, algunas de ellas muy viejas.
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Creo que te lo he contado alguna vez, pero hubo al menos un par de momentos alucinantes. En esos años instalaron una antena parabólica en la comunidad de la casa de mis padres. Aparecieron de pronto un montón de canales, y yo empecé a ver musicales. Como lo oyes… Había un canal que tenía el fondo de la MGM, no me acuerdo si entonces se llamaba TNT o TCM (lo de la T no fallaba, era de Turner) que daba musicales de Arthur Freed sin parar. Eso para mí era casi una novedad, pero creo que lo que me sorprendió es que me gustaran tanto, no sé por qué, nunca lo he pensado mucho, si por la música, por los colores… Si hubieran sido películas de otro género, no sé, cine negro… Pero ¿musicales?
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Aquello era un poco la quintaesencia de lo más añejo y rancio del cine y allí estaba yo, metido en la habitación de mi hermana tarde por la noche, en plan un poco clandestino, mientras ella dormía (tenía un vídeo y un televisor pequeñito que le regalaron por su cumpleaños y que yo utilizaba, porque el de mis padres estaba permanentemente estropeado) con el volumen muy bajo y la nariz pegada a la pantalla, sentado en el suelo. GigiUn americano en París, El pirataAquello no se parecía a nada que yo hubiera visto hasta entonces, o de lo que hasta entonces había podido soportar, y sin embargo me gustaba mucho, me recordaba en algo (era un recuerdo afortunado) a algunas películas de los ciclos Lang o Hitchcock de cuando éramos más pequeños, que veía también tirado por el suelo, largo en una alfombra, como algo que no tenía que ver con nada y por supuesto tampoco con el cine, y que me gustaba sin entender nada del argumento, creo que en parte por el blanco y negro y por el espacio tan raro que creaban los decorados, aunque entonces yo no pensase para nada en esto.
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Esos musicales en color coincidieron o precedieron por poco las primeras emisiones del programa de Garci. Sé que ese fue también para ti el momento en el que empezaste a ver otras cosas, a darle vueltas a esto mismo (El buscavidas, programa uno; Party Girl, programa dos). Para mi también fueron importantes esos primeros programas de Garci, por los mismos motivos que los musicales de la TNT (estos los veía en versión original sin entender casi nada, lo que agravaba la situación.) Fueron una especie de refuerzo de lo mismo, aunque sólo fuera porque allí oí por vez primera el nombre de Nicholas Ray (a Miguel Marías) o de Max Ophuls.
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Pero lo que verdaderamente vino a cambiar todo esto, a provocar que yo empezara, por ejemplo, a hacer cosas tan raras como leer libros de cine o ir a un cine-club, fue una película que vi por casualidad de la misma manera, en la habitación de mi hermana, con el volumen bajo mientras ella dormía, y que me dejó de una pieza, trastornado. Se llamaba Nouvelle vague y de hecho creo que si esperé a altas horas de la madrugada para verla fue sólo por el título, como también por la extraña reseña que había leído en el periódico (la ponían en la segunda cadena) y porque alguna vez había oído hablar de eso de la nouvelle vague y tenía curiosidad. Sinceramente, por reseña y título, creo que esperaba un documental. Y de lo que estoy seguro es de que el nombre de su director no me sonaba de nada.
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Estamos en el año 95. A partir de ahí, ya sí, fue buscar qué era eso que había visto esa noche. Guardo el viejo VHS con el condescendiente presentador de «Cine-club», antes de la película, que con total ironía llamaba a Godard «Monsieur Godard». Bien, pues en mi caso fue ya buscar eso en todas las direcciones. Si existía esa película tenía que «haber mucho más», y no me refiero sólo a mucho más Godard, mucho más «monsieur Godard» (que también: lo siguiente fue un VHS de À bout de souffle comprado en VIPS) sino mucho más cine, sin más. Y en este segundo momento fue cuando apareció Fuori Orario, el motivo de tu mensaje.
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Apareció como por casualidad una noche de viernes del 95 o del 96, mientras zapeaba por todos los canales de la parabólica ya bastante tarde. Recuerdo que estaba solo en el cuarto de estar de casa de mis padres y de repente, en la Rai Tre, aparecieron unas imágenes mudas, de un color muy raro. Tanto el color como el silencio contrastaban con la luz invariable y el sonido estridente del resto de canales. Días después supe que eran imágenes de El color de la granada, de Paradjanov. O para ser más exactos imágenes de los «rushes» de El color de la granada, que nadie sabe cómo fueron un día a parar a la Rai y que ahora los de Fuori Orario proyectan cada año, de un modo incluso cansino, a veces varias veces al año, como hit absoluto de su programación anual.
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Yo siempre tenía cintas a medio grabar dando vueltas por ahí y metí corriendo una en el vídeo. Vi esa cinta muchas veces, contenía parte de los rushes, El color de la granada y un fragmento de otra película de Paradjanov que nunca he sabido cuál era y que ya no lo sabré, porque hace mucho que la presté, nunca la recuperé y creo que no me acuerdo de nada de ella . El hecho de que esas tres partes estuvieran separadas por rótulos electrónicos muy peculiares, muy toscos, no de las propias películas sino del canal de television, me hizo sospechar que podía no ser un pase puntual de las películas en la Rai sino un programa de cine, una especie de filmoteca en televisión como el «Cine-club» de esa época en TVE, que hacía ciclos. Pensé que sería semanal y el viernes siguiente puse el canal a la misma hora. Creo recordar que un rato después no había aparecido nada y acabé cansándome del telediario italiano y de los anuncios de mortadela (luego supe que su horario era muy flexible, como explica el nombre del programa), Pero algunas semanas después, no sé si por casualidad o o insistiendo, cogí el programa desde el principio. Me impresionó la carátula, con la canción (muy pasada ya en el 95) de Patti Smith y los flashes de una película en blanco y negro que entonces no conocía pero que parecía transcurrir debajo del agua (L’Atalante). También me impresionó mucho la presentación de Enrico Ghezzi, con una camiseta blanca contra fondo blanco (un poco fotografía de secuestro, me temo) y con la voz desincronizada de la imagen, salida de una especie de teléfono o pasapurés que la hacía sonar mal, la verdad. No recuerdo las películas de ese día ni los detalles de la presentación de Ghezzi (creo que no recuerdo ni UN detalle de presentación alguna de Ghezzi), pero recuerdo las decenas de cintas que fui grabando desde entonces, todos los fines de semana, o casi.
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Algo maravilloso es que nunca sabía qué iban a poner. Sabía que durante cinco o seis horas vería cosas increíbles pero rara vez lograba averiguar cuál era el programa preciso de la semana. Entonces no había internet y no era fácil enterarse de la programación de la Rai Tre, estaba el teletexto, que no siempre funcionaba ni daba detalles sobre Fuori Orario, y estaba la prensa italiana que vendían en el quiosco del Pasaje Argensola (casi nunca llegué a tanto).
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Estuve así tres o cuatro años, viendo cosas increíbles. Por ejemplo mi primer StraubEl novio, la actriz y el chulo. O una retrospectiva de las películas de un cineasta italiano del que luego he intentado buscar más cosas sin encontrar nunca nada, casi ni noticias sobre él: Roberto Calogero. Luego la Rai Tre desapareció del televisor de casa de mis padres, para no volver.
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Todavía ahora, cuando voy por casa, hago un barrido con la secreta esperanza de que un antenista haya vuelto a sintonizarla cuando lo cierto es que nunca volverá, porque de hecho son cada vez menos los canales que llegan por parabólica, que en casa de mis padres se instaló muy pronto, debe de ser analógica y se ve muy mal (no he dicho que muchas de las cintas que guardo de Fuori Orario tienen largos pasajes de «nieve» en la imagen y distorsión en el sonido). Además ahora hay muchos canales supuestamente diferentes, una oferta muy variada, que llega por TDT. Así que dejé de ver Fuori Orario hacia el 2000 y nunca he vuelto a verlo, salvo en algún viaje puntual a Italia. Y pese a eso no habrá habido mes que no me haya acordado de alguna de esas noches y de las cosas que vi allí. De vez en cuando entro en la página web para ver qué están poniendo. En cierto modo, allí lo vi todo. Por eso me encantaría comprar una antena un día y… Pero creo que hay que fijarla a la fachada, calcular el azimut y la elevación.
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Una postdata, para no defraudar a nuestro querido Anselmo G. Tapias. Cuando el penúltimo Papa estaba enfermo, hace unos años, muy grave, la Rai mantuvo una cámara de televisión enfocada las 24 horas a una ventana de sus habitaciones, en San Pedro. Esperaban la noticia del «fallecimiento». Los últimos días, a medida que los partes médicos iban siendo más graves, la Rai pasó a emitir la imagen de la ventana en directo, sin cortes ni comentarios. Pero esa iba a ser una larga agonía. De modo que tuvieron que ir turnando la emisión entre los tres canales de la televisión pública, como si fueran enfermeros de guardia. Aunque la noticia evidentemente reclamaba la atención del primer canal, para la muy prosaica emisión de una ventana negra y maciza de San Pedro del Vaticano, sin cortes, hasta que se produjera el suceso, recurrieron a la Rai Tre. Y para ello se suspendieron todas las otras emisiones de la cadena. También Fuori Orario, pero sólo un día. Al día siguiente hubo tal cantidad de quejas de noctámbulos que devolvieron el programa a antena. Creo que Ghezzi habló de eso en la presentación desincronizada de ese día, dio las gracias por el pasapurés con la voz ligeramente emocionada. Parece que finalmente sí hay algo de sus presentaciones que recuerdo.
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Viene de aquí

 

En Ford, como en Lang, hay ese miedo a la masa, a lo gregario.

Danièle Huillet: No es el miedo a  la masa, sino a lo extraordinario, a lo irracional, a la chispa que hace saltar la pólvora. Pero a pesar de todo para Ford esas gentes nunca son del todo monstruos. No hay un destino inevitable, siempre habrá alguien para hacerlos cambiar

Los de The Sun Shines bright acabarán por votar al juez Priest.

La mujer de Siete mujeres consigue mover a los brutos,  hacerlos vacilar. Sólo hay una cosa que no se mueve en Ford, es el aparato social. Ahí no hay nada que hacer. No es lo gregario, es la escala social que está ahí y el dinero que lo corrompe todo, de arriba abajo. En cuanto a las clases dominantes, ninguna película ha llegado más lejos que en Paz en la tierra (The World Moves On) donde se ve a un tipo delirar y decir que el poder es el dinero. Sin olvidar al cura que añade que si adoras a alguien (el Diablo) todo te pertenecerá, todo antes de que la mujer, golpeada por la crisis económica, vuelva al campo, a sus bueyes, y reconozca que, a pesar de todo, tenían razón al decirlo. En cuanto a lo del dinero que corrompe a los campesinos, se ve en Kentucky Pride, donde compran un caballo al que no dan de comer los sábados porque no trabaja al día siguiente. A pesar de todo entre ellos hay dos que vacilan. Siempre hay eso en Ford.

Es cierto también con James Stewart en Dos cabalgan juntos, horrible al principio (cuando sólo piensa en el dinero) y sorprendente cuando ayuda a la joven “india” confrontada al racismo del ejército.

Danièle Huillet: Porque Ford es un cineasta en el que no hay la más mínima huella de puritanismo, de fariseísmo. Las gentes de bien son capaces de las peores cabronadas y los chorizos son capaces de lo mejor.

Jean-Marie Straub:  Ford es el cineasta que tiene el mayor sentido de la demarcación social. Es incluso más clara que en Brecht. Mirad Seas Beneath, hay allí una panoplia social extraordinaria. Cuando ves las últimas películas de Ford comprendes mejor lo que pasaba en Argelia, y en el campo de la colonización en general, que viendo las películas que supuestamente tratan del tema. No había un hombre que tuviese mayor simpatía hacia los indios que Ford. No se puede hacer una película como El último combate siendo racista.

Danièle Huillet: Lo irracional que surge con los indios es lo inasimilable.

Sigue aquí…

 

 

Fragmento de La línea de demarcación, Entrevista con Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Realizada por Charles Tesson en John Ford, Cahiers du Cinéma, 1990.

Traducción Pablo García Canga

Straub/Huillet en Tienda Intermedio DVD. 

 

Recuerdo un debate después de Lecciones de historia en el que se estableció un paralelismo entre la película y El sueño eterno, de Hawks: la figura del investigador que desenreda los hilos, se encuentra con gente, interroga. Todo esto para decir que Hawks, en vuestro cine, es más evidente , más manifiesto que Ford. ¿Estáis de acuerdo?

Jean-Marie Straub: Lecciones de historia es una película anti-hawksiana. Los movimientos de grúa, que subían y bajaban, estaban entrecortados, no tenían nada que ver con Hawks. Si hemos hecho una película hawksiana esa es Othon. En cuanto a saber si nuestras películas son fordianas, me niego a decirlo porque me parece demasiado pretencioso. Eso se lo dejo a Cimino o a Coppola. Yo no quiero medirme con Ford.

Abordemos las cosas de otra manera. ¿Qué es lo que os gusta de Ford?

Jean-Marie Straub: Podemos partir de un punto preciso. Lo primero fue el descubrimiento, en 1965, en Suiza (yo no podía volver a Francia, estaba condenado a un año de prisión, estaba en casa de un amigo matemático que trabajaba en Ginebra). Estábamos allí para subtitular No reconciliados. En un un lejano barrio de la periferia vimos Fort Apache y fue una revelación. Todo el mundo decía entonces que la película era admirable pero que por desgracia (releed a Sadoul) tenía un happy-end. Y descubrimos que era aún más atroz que el resto de la película. Ese happy-end era una conferencia de prensa de John Wayne frente a un muro en el que está colgado un cuadro que glorifica la batalla que hemos visto en la película. Los periodistas le preguntan a John Wayne si realmente fue así, si Custer era tan grande como se ha dicho. Y a punto está John Wayne de darse la vuelta como Chaplin en Monsieur Verdoux  cuando oye al procurador decir: “Señores y señoras, miren a este monstruo”. John Wayne se da la vuelta, mira el cuadro detrás suyo, duda y luego le vemos levantarse para decir: “Sí, fue exactamente así.” Entonces hace salir a los demás y se pone la gorra exactamente como Custer se la había puesto. Ahí nos dimos cuenta de que Ford no era para nada lo que creíamos, aún menos lo que nos habían dicho. Incluso si John Wayne no se atreve a decir que ese cuadro que tiene ante la vista es mierda. Segundo punto: descubrimos poco después una película magnífica que se titula  Horse Soldiers ( Misión de Audaces), la única película que se haya hecho jamás sobre una situación de guerra civil. Tercer punto, vimos una película que si yo hiciese mi cinemateca personal situaría en un lugar prioritario. Dura diez minutos, se titula Civil War y es un episodio de La Conquista del Oeste.

Ford es el único hombre que ha hecho películas de guerra que no son ridículas como las de Milestone, Anthony Mann y sobre todo Kubrick. Al final de Fort Apache, cuando John Wayne mira por la ventana la caballería, sentimos que vuelven a partir hacia el matadero. No hay ninguna escena de sadismo cuando Ford filma la guerra, no hay ninguna huella de algo complaciente. No veremos nunca a un tipo ensartar a otro. Cuando Ford se siente fascinado por el teatro militar, lo convierte en un ballet, es completamente otra cosa. No hay fascinación ideológica. Pasa lo mismo con el linchamiento en Ford. Todas las películas tipo The Ox Bow Incident de Wellman, con la excepción de Fury, de Lang, son películas repugnantes sobre la práctica del linchamiento.

 

Sigue aquí…

 

 

Fragmento de La línea de demarcación, Entrevista con Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Realizada por Charles Tesson en John Ford, Cahiers du Cinéma, 1990.

Traducción Pablo García Canga

Straub/ Huillet  en Tienda Intermedio DVD.

En diciembre de 2004, para acompañar a una retrospectiva de su obra, la Cinemateca Francesa le ofrecía a Leos Carax la oportunidad de programar una carta blanca. Hoy, con ocasión del estreno de su nueva película en Cannes, recuperamos la lista de laspelículas programada, todas ellas imprescindibles.

Y el mundo marcha
King Vidor
105 min | 1928
con Eleanor Boardman, James Murray, Freddie Burke Frederick, Bert Roach

La petite Lise
Jean Grémillon
78 min | 1930
con Pierre Alcover, Julien Bertheau, Alexandre Mihalesco, Nadia Sibirskaïa

The Struggle
David W. Griffith
87 min | 1931
con Hal Skelly, Zita Johann, Charlotte Wynters, Evelyn Baldwin, Jackson Halliday
Una mujer para dos
Ernst Lubitsch
90 min | 1933
con Fredric March, Gary Cooper, Miriam Hopkins, Edward Everett Horton

Vivimos hoy
Howard Hawks
133 min | 1933
Con Joan Crawford, Gary Cooper, Robert Young, Franchot Tone, Roscoe Karns

Al borde del mar azul
Boris Barnet
70 min | 1936
Avec Elena Kouzmina, Lev Sverdline, Nikolai Krioutchkov, Semion Svachenko

Sólo se vive una vez
Fritz Lang
86 min | 1937
con Henry Fonda, Sylvia Sidney, Barton McLane, Jean Dixo

Nubes Flotantes
Mikio Naruse
123 min | 1955
con Hideko Takamine, Masayuki Mori, Mariko Okada, Isao Yamagata, Daisuke Kato

Flores de papel
Guru Dutt
150 min | 1959
con Guru Dutt, Waheeda Rehmann, Johnny Walker, Mahesh Kaul

Gertrud
Carl Theodor Dreyer
115 min | 1964
con Nina Pens Rode

El soldado americano
Rainer Werner Fassbinder
80 min | 1970
con Karl Scheydt, Elga Corbas, Jan George, Margarethe von Trotta, Hark Bohn, Ingrid Caven

El Diablo, probablemente
Robert Bresson
100 min | 1977
con Antoine Monnier, Tina Irissari, Henri de Maublanc, Laetitia Carcano

France tour détour / Deux enfants
Jean-Luc Godard, Anne-Marie Miéville
300 min | 1977
con Camille Virolleaud, Arnaud Martin, Betty Berr, Albert Dray

Las puertas del cielo
Michael Cimino
219 min | 1980
con Kris Kristofferson, Christopher Walken, Isabelle Huppert, John Hurt

Páginas escondidas
Alexander Sokurov
77 min | 1993
con Alexander Tcherednik, Sergueï Barkovsky, Elizaveta Koroliova, Galina Nikoulina

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Avatares del Encuentro

A las cosas que son causa accidental de esperanza o miedo, se las llama buenos o malos presagios. Además, en la medida en que estos mismos presagios son causa de esperanza o miedo, también lo son de alegría o tristeza y, por consiguiente, los amamos o los odiamos, y nos esforzamos por emplearlos como medios para alcanzar lo que esperamos o en alejarlos como obstáculos o causas de miedo” (1). Spinoza escribe esto en la sección de su Ética dedicada a los afectos. Su invocación de los presagios como detonantes de las acciones encuentra un fascinante eco en el cine contemporáneo. En varios filmes recientes, incluyendo María Antonieta (Marie Antoinette, Sofia Coppola, 2006), Vendredi soir (Claire Denis, 2002) y El Nuevo Mundo (The New World, Terrence Malick, 2005), experimentamos escenas concretas o puntos de inflexión en la historia, a veces pasajes enteros, donde los presagios o los presentimientos –llamémosles emociones, estados de ánimo o atmósferas- importan mucho más que la lógica narrativa tradicional de causa-efecto, estén estos relacionados con los personajes ficticios o sean parte del ambiente que los rodea.

En María Antonieta, por ejemplo, encontramos un idílico interludio -que sucede lejos de la disolución de la corte- en el cual, de repente, el sol brilla, Kirsten Dunst corre a través de las altas hierbas, los perros retozan. No hay nada especial que provoque esta escena, nada que nos conduzca a ella, más allá del cambio de escenario y otro tipo de música en la banda sonora. La escena tampoco tiene una verdadera repercusión en la trama; está suspendida como una isla de sensaciones, flota como un estado de ánimo positivo o una buena vibración. Yes (2004) de Sally Potter ofrece la ambiciosa variante New Age de esto: en un mundo lleno de miseria, contradicciones y negaciones de todos los grados de cultura, nación, género, raza y clase, Potter desplaza, literalmente, el cielo y la tierra para llegar a un desenlace optimista. Lo que, de manera improbable y poco convincente para algunos espectadores, nos conduce hasta el cierre del filme es el levantamiento de las olas del océano, una grácil danza del movimiento, una repentina delicadeza de la luz y el aire, la levedad del ser. Si describo esto como algo New Age es porque refleja una cierta política del estado de ánimo contemporánea: si puedes arreglártelas para sentirte bien contigo mismo, si puedes alinear tus energías y tus estados interiores, entonces el mundo externo imitará ese camino hacia la paz y la armonía.

Pero suspendamos por un momento todo juicio preventivo sobre la política del estado de ánimo para tratar de entender en profundidad el funcionamiento de este fascinante fenómeno cultural. He mencionado que la resolución de Yes es, para algunos, improbable y poco convincente –a los comentaristas de cine les encanta hablar sobre si el filme se ha ganado su final feliz o trágico- pero puede que todo esto indique solo una limitación, una laguna, en nuestro conocimiento estándar sobre el modo en que las resoluciones narrativas pueden funcionar en las películas. Creo que siempre ha habido dos tradiciones de lógica narrativa en el cine, una masivamente más dominante que la otra. La primera de estas tradiciones, la que conocemos mejor y usamos -naturalmente y de modo reflejo- en la mayoría de nuestros juicios cotidianos sobre un filme demanda que en una historia haya un cierto nivel o proceso de prueba, demostración y persuasión. A través de su progresión dramática o cómica, la película debe convencernos de que ha llegado a una conclusión sensible, creíble –no solo en términos del realismo de los sucesos, sino mucho más profundamente: a nivel de su lógica temática, de su lucha de posicionamientos morales y valores éticos (Match Point [2005] de Woody Allen podría servir como ejemplo práctico de este tipo de lógica narrativa)-.

Pero hay otra lógica en la historia universal del cine, menos apreciada y más subterránea, que tiene poco que ver con las pruebas, la demostración y la persuasión. En esta lógica las cosas suceden y se mueven debido, fundamentalmente, a cambios o giros de los estados anímicos. Estos estados anímicos están creados por el propio filme, con todo el arsenal estilístico de imágenes y sonidos a su disposición, y son proyectados en el espacio o universo ficcional de la película. La psicología de los personajes ya no es lo que motiva o mueve el mundo –la voluntad individual ha dejado de ser la fuerza motriz de la acción narrativa-. Más bien, es ese mundo el que, de una manera intensa, impredecible y siempre cambiante, actúa sobre los personajes y altera sus estados de ánimo, a veces sus mismos destinos. Abocados por completo a esta lógica contagiosa, los personajes aprenden a no confiar en nada más que en sus propias sensaciones: sus caprichos, sus corazonadas, sus inexplicables giros emocionales. Siempre están al acecho de buenos y malos presagios. Por lo tanto, las relaciones entre ellos, sus lazos e interacciones intersubjetivas, se convierten en un puro flujo de interacciones anímicas, instantáneas y efímeras, estáticas como las corrientes de amor o tóxicas como una fijación criminal. Y el ambiente o la naturaleza juegan un papel vital como detonantes de todos estos estados de ánimo: la luz a través de los árboles, los sonidos de la mañana, el calor pegajoso, el día que se desvanece, the bad moon rising… Los filmes llenos de naturaleza que Jean-Luc Godard realizó a partir de los 80, como Nouvelle Vague (1990), son la punta de lanza contemporánea de este cine, intrincado y anti-psicológico, de los estados de ánimo: en un comentario de este filme, el director alemán Harun Farocki escribe que el hombre y la mujer protagonistas solo encuentran su camino juntos una vez “han participado en el desenfreno del verano” (2).

Este cine se está haciendo sentir hoy pero también tiene una historia. Otro de sus periodos pertenece a un extraño desvío de las producciones de Hollywood que tuvo lugar a principios de los 50. Un puñado de filmes, incluyendo Pandora y el holandés errante (Pandora and the Flying Dutchman, Albert Lewin, 1951) y La condesa descalza (The Barefoot Contessa, Joseph L. Mankiewicz, 1945) –por cierto, ambos protagonizados por Ava Gardner-, se construyen totalmente a sí mismos a partir de sorprendentes arreglos y giros del humor; no es extraño que estos filmes en concreto fuesen adorados por los surrealistas de los 50 por su aspecto anti-literario y por un desarrollo que se asemeja al de los sueños, incluso al de los delirios. Pero también podemos encontrar indicios de esta lógica del humor, en mayor o menor grado, en películas que llegan en el impreciso periodo final del film noir: en psicodramas telegramáticos y elípticos como Una mujer en la playa (The Woman on the Beach, 1947) de Jean Renoir; en improvisaciones de bajísimo presupuesto como Detour (Edgar G. Ulmer, 1945); o en los thrillers sobrios de Otto Preminger como ¿Ángel o diablo? (Fallen Angel, 1945), Vorágine (Whirlpool, 1949), Al borde del peligro (Where the Sidewalk Ends, 1950) y, especialmente, Cara de ángel (Angel Face, 1952), con su temática obsesiva sobre la fascinación, la hipnosis y sus presagios de todo tipo.

Hay, por lo menos, una relación o filiación directa entre este cine contemporáneo de las atmósferas y los estados de ánimo y el de los 50: Nouvelle Vague de Godard es, explícitamente, un remake radical de La condesa descalza, reenfocado para centrarse solamente en la relación entre la condesa Torlato-Favrini y su ejército de criados. No es difícil ver porque el filme de Mankiewicz (protagonizado también por Humphrey Bogart) se las ha arreglado para mantener su hipnótico embrujo sobre Godard durante más de cincuenta años: una obra construida sobre estados de ánimo, extraordinariamente suspendidos y atenuados, que presume de una trama en la que cada cambio decisivo es producido por un sentimiento, impulsivo pero absolutamente certero, de atracción o disgusto (“Odio estar rodeada de gente enferma”, anuncia Ava Gardner en cierto momento); un filme donde los personajes siguen, incondicionalmente, la pista de un presentimiento o “sexto sentido” (entonando siempre: “lo que tenga que ser, será”) y en el que la gran maquinaria mítica del estrellato de Hollywood (puesto que la Condesa es también una famosa estrella de cine) está explicada, con gran seriedad, como una cuestión de puro aura, de un público que ama y abraza instantáneamente lo que se sabe que es verdaderamente especial, pese a la inherente vulgaridad y estupidez del sistema de estudios y sus productores corruptos.
Hay un pasaje concreto, una atmósfera concreta en La condesa descalza, que solo puede apreciarse por completo si uno está viendo el filme en una gran pantalla, inmerso en la oscuridad. Tiene lugar alrededor del minuto 80 (comienzo del capítulo 12, que lleva el maravilloso título de “They Meet Again”, en el DVD de la MGM) y concierne al encuentro entre la Condesa y el Conde, su futuro marido (interpretado por Rossano Brazzi). Mankiewicz extiende este exquisito pasaje durante diez minutos, en tres elaboradas escenas que nos llevan del día a la noche. En la primera escena Ava, sin decir nada a nadie, se ha marchado a un campo a bailar con los gitanos y, en medio de su trance coreográfico, ve que el Conde (quien, por accidente, ha interrumpido su viaje cerca de este lugar) está observándola en ese momento tan privado; no cruzan una sola palabra y él no tiene idea de quién es ella en el mundo del espectáculo. En la segunda escena, en el casino de la Riviera, Ava, ahora interpretando su papel público y social como compañera de un multimillonario grosero, se sorprende al ver que el Conde aparece, de nuevo, ante ella, como por arte de magia. Entonces la protagonista rompe con el multimillonario -sumido en uno de sus delirios petulantes- simplemente tomando la mano de ese atractivo extraño que aparece tras el otro hombre para tocar su hombro y propinarle un bofetón. (A decir verdad, si uno empieza la cuenta atrás de esta secuencia con el primer y enigmático atisbo de ese bofetón -filmado desde un ángulo de cámara distinto, perteneciente a otro flashback-, el encuentro completo se alarga durante catorce minutos). Ellos se marchan de la fiesta juntos y, de hecho, en ese mismo momento, Ava deja atrás la vida que llevaba pese a que tampoco tiene idea de quién es, en realidad, este caballero entre los caballeros (este tipo de acción repentina, que altera totalmente una vida, sucede en varias ocasiones durante el filme). La tercera escena ocurre fuera de la fiesta, en el coche del Conde donde ambos discuten el extraño destino que los ha unido al instante, sin preguntas, solo a partir de presentimientos y gestos impulsivos. “¿Qué estás haciendo aquí además de haber venido a por mí?”, pregunta ella. “No hay otra razón”, responde él. “¿Cuándo supiste que habías venido a por mí?”. “Tú también lo supiste”, contesta él. “Lo supiste tan bien como yo”.

En La condesa descalza este evento es más que una emoción, una atmósfera o un simple cruce de trayectorias. Es, en el más cargado de los sentidos, un encuentro –un cruce azaroso que altera dos vidas, que las une para siempre en un destino compartido, a mood for love-. El cine de los estados de ánimo y las emociones está inextricablemente ligado a la mitología del encuentro. Esta mitología recorre todo el espectro de los clichés de la cultura pop, del “amor a primera vista” o “el cruce de miradas” y esas almas gemelas “hechas la una para la otra”, a la novela surrealista de André Breton Nadja (1928) o a la canción de Nick CaveAre You the One That I’ve Been Waiting For”. Uno de los textos modernos que afirman más rotundamente la filosofía surrealista del encuentro es La llama doble (1993), una meditación sobre el amor y el erotismo escrita por el gran poeta mejicano Octavio Paz a los 80 años de edad. Paz sostiene: “Predestinación y elección, los poderes objetivos y los subjetivos, el destino y la libertad, se cruzan en el amor. El territorio del amor es un espacio imantado por el encuentro de dos personas” (3). Paz podría haber estado describiendo aquí el pasaje de La condesa descalza que acabo de evocar. De hecho, la emoción y el encuentro van tan bien juntos en el cine porque, en sus coordenadas líricas y poéticas, la quintaesencia del encuentro es profundamente cinematográfica. Mientras Paz habla de un espacio imantado por el encuentro, el joven Walter Benjamin, en su ensayo La metafísica de la juventud (1914), describe un encuentro con un extraño en medio de un baile y pregunta: “¿Cuándo alcanzó la noche a la claridad y se volvió radiante sino aquí? ¿Cuándo fue vencido el tiempo? ¿Quién sabe a quién conoceremos a esta hora?” (4). Espacio imantado y tiempo vencido: la fórmula perfecta para el cine.

Otro episodio en la historia del cine de los estados de ánimo y del encuentro: Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, 2006) de Alain Resnais, un filme con múltiples personajes y una trama de trayectorias entrelazadas, filmado por completo en un paisaje urbano nevado que fue construido y estilizado en un estudio. Resnais describe del siguiente modo el tema de su filme: “Nuestros destinos, nuestras vidas, siempre están guiadas, nuestro destino puede depender de una persona a la que nunca hemos conocido” (5). Cuarenta y tres años antes de esta declaración, el crítico surrealista Robert Benayoun reflexionaba sobre las obras maestras realizadas por Resnais a finales de los años 50 y principios de los 60Hiroshima mon amour (1959), El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961) y Muriel (1963)- y concluía que Resnais ya se había convertido en el poeta triste de un sueño perdido, explorando lo que Benayoun llamó los “avatares del encuentro”. Benayoun escribió: “Siempre tendemos hacia ese milagro perdido, esa Sierra Madre que es la identificación mágica, la fusión de dos seres en una dominación del tiempo repentina y compartida. (…) [El encuentro en] Muriel permanece furtivo, incumplido, desfasado. La iluminación capital permanece ausente (…) Ya no nos encontramos en el tiempo en que los surrealistas exorcizaban la noche, requerían al ser amado y convocaban al destino. Muriel es algo así como el negativo del encuentro (…) más bien el naufragio de la concomitancia, la pérdida de los polos magnéticos de la pasión” (6).

¿Acaso nos hemos alejado demasiado de Spinoza en este recorrido por los estados de ánimo y los encuentros? No si volvemos a él vía Gilles Deleuze. En su seminario sobre Spinoza de 1978 Deleuze se explaya en una palabra que, como él mismo confiesa, solo aparece escrita una vez en la Ética de Spinoza: occursus, o encuentro (7). Lo que Deleuze valora en Spinoza es el vasto terreno de afectos que traza, relaciones vistas como colisiones intensivas, relaciones anímicas en el sentido en que yo estoy usando esta palabra, relaciones que no se centran en la psicología o la voluntad individual. El cineasta Philippe Grandrieux ha declarado: “Mi sueño es crear un filme completamente ‘spinoza-ista’, construido sobre categorías éticas: ira, alegría, orgullo… y esencialmente cada una de estas categorías sería un bloque puro de sensaciones, que pasarían de la una a la otra con enorme brusquedad. El filme sería, por lo tanto, una vibración constante de emociones y afectos, y todo eso nos reuniría, nos reinscribiría en el material del que estamos formados” (8). Cuando Deleuze retoma el ejemplo ilustrativo de Spinoza sobre los afectos en acción –dos conocidos que se topan en la calle- lo expande para convertirlo en un encuentro totalmente desarrollado. Escuchemos el lenguaje de las sensaciones y las imágenes que Deleuze usa aquí: “Camino por una calle donde conozco a gente, digo: ‘Buenos días Pierre’, y después giro y digo: ‘Buenos días Paul’. O bien las cosas cambian: miro el sol y, poco a poco, el sol desaparece y me encuentro en la oscuridad de la noche; son, entonces, una serie de sucesiones, de coexistencias de ideas, de sucesiones de ideas.” Terrence Malick hubiese apreciado esta escenografía: la desaparición del sol o la oscuridad de la noche –Pierre o Paul- como una sucesión de ideas. Deleuze vuelve a otro momento de la historia de estos dos hombres que se encuentran: “Camino por la calle, veo a Pierre que no me agrada, y esto es así en función de la constitución de su cuerpo y de su alma y de la constitución de mi cuerpo y de mi alma”. La lección de esta historia, según Deleuze, es la siguiente: “En tanto tenga ideas-afecciones, vivo al azar de los encuentros”.

Deleuze

El sentido del encuentro para Deleuze, el valor que le confiere, tiene bastante en común con Breton y los surrealistas. No estoy hablando aquí de encuentros mundanos, banales, de esos que Spinoza describe como meramente ‘contingentes’. Al fin y al cabo, tenemos docenas de encuentros de ese tipo cada día, y estos no cambian necesariamente nuestras vidas o nuestros destinos, en ese modo dirigido, bendito o maldito, descrito por Resnais. Spinoza escribe: “El afecto relacionado con una cosa que no existe en el presente pero imaginamos como posible es más violento, en igualdad de circunstancias, que el relacionado con una cosa contingente” (9). Tanto la posibilidad como la violencia son positivas para Deleuze.

En realidad, Deleuze da mucha más importancia al occursus que Spinoza. Para Deleuze, el encuentro con Pierre y Paul es potencialmente tan dramático, tan trascendental, como el del conde y la condesa Torlato-Favrini en el filme de Mankiewicz. El encuentro deleuziano es, en gran medida, una especie de tabula rasa. Es un encuentro con la absoluta otredad, con la alteridad de alguien o algo. Antes de él no existe nada, nadie: todo se crea en ese instante. “Los encuentros intensivos”, tal como apunta Mogens Laerke, son “constitutivos de las dinámicas de Ser” (10); y para Robert Sinnerbrink, toda la empresa filosófica de Deleuze se emplaza bajo el signo de un “encuentro violento entre fuerzas heterogéneas” (11). Por lo tanto el encuentro azaroso deleuziano está totalmente abierto al futuro, a transformarse –y, en ese sentido, puede ser cuidadosamente comparado con el evento tal y como Alain Badiou teoriza ese término, también en referencia a Spinoza: “El amor es un evento en forma de encuentro” (12)-. Hablando de Breton más que de Deleuze, Maurice Blanchot resume esta clase de encuentro como una afirmación del poder de “interrupción, intervalo, detención, o apertura” (13).

Hay una cierta tendencia del cine moderno, una tendencia a menudo muy excitante, que se apoya, conscientemente o no, en el encuentro tal y como Deleuze (y Breton) lo sienten. En su libro Le Cinéma et la mise en scène (2006), Jacques Aumont habla de un estilo o forma contemporánea que asociamos con los hermanos Dardenne o con los filmes Dogma. En ella, a partir de la toma larga, la cámara en mano y la puesta en escena abierta, “los filmes pueden integrar fácilmente la idea del encuentro, del descubrimiento, del accidente, del azar” (14). Aumont rastrea el origen de este estilo en la Nouvelle Vague de principios de los 60, pero en realidad su padre es el visionario director etnográfico Jean Rouch -que cuando juntó documental y ficción tenía en mente, precisamente, este propósito surrealista: lo que Benayoun llamó el momento de “iluminación capital” dentro de “el espacio imantado” del encuentro de Paz-. En el cine americano reciente, uno de los ejemplos más sorprendentes (y divertidos) de esto es la película de James Toback When Will I Be Loved (2004), en la que Neve Campbell, en tomas fluidas y sin cortes, se topa constantemente con extraños en la calle e intenta ligar con ellos, mientras mantiene solemnes discusiones con su gurú, un ex-intelectual de la contracultura interpretado por el propio Toback.

Pero en el cine hay muchas sombras del encuentro, tantas como en la vida o la filosofía. De hecho, es posible elaborar una completa tipología de encuentros cinematográficos. Por ahora, he descrito solo el encuentro clásico, ideal, sublime. Pero también tenemos el encuentro que no llega a suceder (imaginado y eternamente lamentado), el encuentro indirecto (que, en el ritmo de la vida cotidiana, tarda un tiempo en arder), el encuentro fantasmal (mala suerte si te enamoras de un fantasma), el encuentro forzado (el reino del thriller con sus acosadores y cazadores sexuales) y, sobre todo, el mal encuentro. Los encuentros sublimes pueden convertirse con frecuencia en malos encuentros, ese es el caso de La condesa descalza, o de un filme contemporáneo como Twentynine Palms (Bruno Dumont, 2003). ¿Qué convierte a un buen encuentro en un mal encuentro? Un desajuste de personalidades o energías o estados intensos que, en primera instancia, se enmascara a sí mismo para insistir, después, catastróficamente. Blanchot reflexionó profundamente sobre esto en La conversación infinita (1969): en el corazón de cada encuentro sublime, sugirió él, hay un malentendido, un no-alineamiento, una no-coincidencia –“el malentendido es la esencia, [incluso] el principio del encuentro” (15)-. Y también una cualidad (a veces de efectos fatales) de autoconciencia: Blanchot habla del encuentro con el propio encuentro, el doble encuentro (16). Una forma de esto es el encuentro deseado o querido, un encuentro que, desde el primer momento, está cargado con demasiadas expectativas y proyección de la fantasía: esto es lo que sucede en la inolvidable canción de Nick Cave que he mencionado anteriormente, en la cual aquélla a la que él está esperando tiene, todavía, que materializarse; y también, más trágicamente, en Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock.

Siguiendo con este tema, la violencia y el exceso de afecto con las que se presenta el encuentro convocan una forma narrativa y cinematográfica particularmente problemática: el encuentro buscado, perseguido y, a menudo, explícitamente amañado. Octavio Paz habló del cruce entre la predestinación y la elección en el amor; pero, en realidad, este es un cruce difícil de imaginar. Incluso en la mitología popular, aquella parte de predestinación asociada a todo encuentro sublime (“Nos acabamos de encontrar pero parece como si nos conociésemos de toda la vida”) (17) nos confronta con un complejo problema ontológico: si, mágica o místicamente, el terreno para este encuentro ya ha sido preparado, si ha sido diseñado por adelantado, ¿cómo puede tratarse entonces de un encuentro azaroso, de una combustión espontánea, de la creación surgida del vacío de una tabula rasa? El cine de las atmósferas y los estados de ánimo se ha preocupado a menudo por esta paradójica constelación. En Cara de ángel, de Otto Preminger, todo comienza con la escena, maravillosamente filmada, de un encuentro: el conductor de ambulancias Robert Mitchum, vacilando y cambiando de dirección mientras baja la escalera de la mansión a la que le han llamado para atender un misterioso caso de asfixia por gas, ve a Jean Simmons, sola en una habitación, tocando el piano. Es un evento breve (apenas dos minutos) pero de gran densidad dramática: él es ‘llamado’, como por un canto de sirena, hechizado por el sonido y, luego, por la visión de ella al piano; la mujer se pone a llorar histéricamente; él la abofetea para hacerla volver en sí; ella se pone firme y le abofetea a él –una de las más grandes voleas cinematográficas, en forma de plano-contraplano, que transmite toda la violencia del corte-; entonces ella se ablanda y comienza el diálogo entre ambos.

La narrativa de este filme gira –como muchas otras narrativas- sobre el “si” condicional articulado por los personajes: “¿Qué hubiera pasado si esa llamada no se hubiese producido?”, pregunta que pone a Mitchum en el camino de ese encuentro tortuoso y finalmente mortal. Sin embargo, en un momento clave, esta especulación es respondida con otra observación: “Pero había dos hombres en las escaleras esa noche”. Uno fue arrastrado hacia ese encuentro, el otro no. Diane, la mujer del piano, es, por supuesto, una variación de la heroína del film noir: tal y como comprenderemos en el transcurso de los acontecimientos, ella es el cebo, la araña, el depredador, la cazadora mitológica. Es más, todo lo que le vemos hacer en el filme está perseguido y ensombrecido por lo que no le vemos hacer: y eso despierta, en cada momento, la cuestión de cuánto ensaya sus acciones y apariciones por adelantado, incluyendo la primera de ellas, frente al piano, que parece accidental o azarosa. (Preminger solo nos revela su presencia en la casa en ese momento, pero, en retrospectiva, vamos a preguntarnos dónde estaba, lo que vio y lo que hizo antes de que su canto de sirena nos anunciara su aparición). El encuentro, por lo tanto, está doblado por su prefabricación, por su manipulación, como en los thrillers laberínticos de Fritz Lang y Brian De Palma. Y aquí, el encuentro supuestamente romántico y sublime es ya inestable y perverso: ella le devuelve el bofetón, y él bromea diciendo que no es así como funciona según su manual. Los problemas, la inquietud, el desasosiego ya han sido codificados en el ADN de este evento inaugural y primordial. (Esto también es así en La condesa descalza).

En el salto que nos lleva del cine de los 50 al de hoy, somos testigos de un fascinante vaciamiento del evento del encuentro: en un filme como el biopic surrealista de Raúl Ruiz Klimt (2006), el encuentro del artista (John Malkovich como Gustav Klimt) con su Musa (Saffron Burrows como Lea de Castro) es algo que parece suceder múltiples veces, pero al mismo tiempo nunca parece llegar a suceder: la mujer es siempre una aparición, una sombra, una silueta; también es, literalmente, un ser múltiple, distribuido en distintos cuerpos; además, una siniestra figura entre bastidores presume de ‘recopilar’ y depositar cuidadosamente, en escenas preparadas con anterioridad, todas las versiones disponibles de ella. La primera vez que Klimt ve a esa mujer que llegará a significar tanto en su mente y en su arte ni siquiera es en persona, sino en una pantalla de cine ¡en una de las primeras proyecciones de Georges Méliès! Ya no se trata de la típica femme fatale con sus intenciones ocultas, esta figura femenina lo es todo al mismo tiempo: un fantasma metafísico, una fantasía personalizada y una artimaña conjurada por los otros. Curiosamente, Ruiz declaró que Spinoza es el filósofo más pertinente para la exploración (práctica y teórica) del cine.

Voy a terminar haciendo referencia a un reportaje. A finales del 2006, un periódico del Reino Unido dedicó toda una página a un texto de opinión sobre un caso de homicidio: una mujer volvía a casa sola por la noche cuando se topó con un extraño que la asesinó. El periodista preguntaba: ¿Era su destino encontrarse con ese hombre que acabaría con su vida esa misma noche, en el lado oscuro de la ciudad? ¿O fue uno de esos cruces azarosos que definen la estructura o el diseño de la realidad en cualquier metrópolis moderna? Me impresionó leer esta extraña pieza porque en ella el reportero estaba, en efecto, evocando o recordando dos tipos distintos de narrativa cinematográfica, ambas muy prevalentes en la cultura y el pensamiento contemporáneos: la historia del destino, de los lazos de predestinación (aquí en su forma negativa, criminal); y la historia de la contingencia, de la inmanencia, del flujo impredecible de la vida y de la sociedad. De hecho, en el cine estos dos modelos de historia dudan de su propia naturaleza y amenazan constantemente con metamorfosearse el uno en el otro: los cuentos de destino divino (como Vértigo o Doble cuerpo [Body Double, Brian De Palma, 1984]) se revelan, con frecuencia, como trampas traicioneras; mientras las historias de azar ciego (como los filmes de Kieslowski, o Crash [Paul Haggis, 2004], Lantana [Ray Lawrence, 2001] y Magnolia [Paul Thomas Anderson, 1999]) suelen torcerse hacia una redención esperanzadora e imposible, hacia una lógica u orden que trae una suerte bendita dentro del desorden enfermo de todo lo demás. Y los dos tipos de historia giran, cada uno a su modo, sobre una atmósfera: en un caso, el aura de la predestinación, del encuentro destinado que se abre a un mundo utópico, nuevo e imprevisto; y, en el otro caso, la teoría del caos, de las colisiones dramáticas que terminan en un nuevo arreglo o realineamiento de un mundo viejo y asentado. Alain Badiou aborda esta dualidad cuando señala: “El amor comienza como un puro encuentro, que no está destinado ni predestinado, excepto por el cruce azaroso de dos trayectorias” (18).

En cualquier evento no importa si apostamos por una historia o por la otra y tampoco el resultado de esa apuesta ya que todo esto no tendrá el más mínimo impacto en el modo en que la política del estado de ánimo se desarrolla en la cultura del presente y del futuro. ¿Quién sabe, de hecho, a quién conoceremos a esta hora?

– Adrian Martin

Traducción del inglés: Cristina Álvarez López (con la colaboración del autor)

Deleuze

Notas:

(1) Benedict de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico (Editora Nacional, Madrid, 1980), p. 109
(2) Kaja Silverman y Harun Farocki, Speaking About Godard (New York University Press, 1998), p. 208. (La traducción es nuestra).
(3) Octavio Paz, La llama doble: Amor y erotismo (Editorial seix Barral, Barcelona, 1993), p. 34.
(4) Walter Benjamin, Selected Writings Volume 1: 1913-1926 (Cambridge: Harvard University Press, 1999), p. 16. (La traducción es nuestra).
(5) Entrevista con Camillo de Marco en Cineuropa, 2 de septiembre de 2006. (La traducción es nuestra).
(6) Robert Benayoun, “Muriel, ou les rendez-vous manqués”, en Stéphane Goudet (ed.), Positif, revue de cinéma: Alain Resnais (Paris: Folio, 2002), págs. 131-136. (La traducción es nuestra).
(7) Gilles Deleuze, “Deleuze/Spinoza: Cours Vincennes – 24/01/78”. (La traducción es nuestra). Todas las citas posteriores de Deleuze pertenecen a este texto.
(8) Nicole Brenez, “The Body’s Night: An Interview with Philippe Grandrieux”, Rouge, nº. 1 (2003). (La traducción es nuestra).
(9) Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, p. 132.
(10) Mogens Laerke, “The Voice and the Name: Spinoza in the Badioudian Critique of Deleuze”, Pli, nº. 8 (1999), p. 90. (La traducción es nuestra).
(11) Robert Sinnerbrink, “Nomadology or Ideology? Zizek’s Critique of Deleuze”, Parrhesia, nº. 1 (2006), p. 62. (La traducción es nuestra).
(12) Citado en Kieran Healy, “Zizek and Badiou, Where are You”, (10 de marzo, 2006). (La traducción es nuestra).
(13) Maurice Blanchot (trad. Susan Hanson), The Infinite Conversation (University of Minnesota Press, 1992), p. 413. (La traducción es nuestra).
(14) Jacques Aumont, Le Cinéma et la mise en scène (Paris: Armand Collin, 2006), p. 170. (La traducción es nuestra).
(15) Blanchot, The Infinite Conversation, p. 147.
(16) Para una brillante elaboración de esta temática ver: Philippe Arnaud, “ … Son aile indubitable en moi” (Crisnée: Yellow Now?, 1996); reeditado en Aumont (ed.), La Rencontre (Paris: La Cinémathèque française/Presses universitaire de Rennes, 2007), págs. 301-336.
(17) Ver los textos recogidos en Autrement, nº. 135 (1993), número especial sobre ‘El encuentro’.
(18) Alain Badiou, On Beckett (Clinamen Press, 2003), p. 27. (La traducción es nuestra).

Baruch de Spinoza

· Artículo original de Adrian Martin en la Revista de Cine Transit, también disponible en inglés en la misma dirección.