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Archivos Mensuales: abril 2013

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(viene de aquí)

    – Su cine, dice Félix Fanés, nace de la vinculación entre vanguardia artística y vanguardia política. ¿Cuándo empieza su compromiso político?

– Hasta los años 60, al volver de Madrid, no me comprometí políticamente. Es aquí, en Cataluña, donde me comprometo abiertamente. Con la “Capuchinada” de 1966, que para mí es un año clave.

    – Pero antes, en Madrid, ya había entrado en relación con la gente del PCE y, concretamente, con la productora Uninci, con los que hace Viridiana, de Buñuel.

– Aterricé en Madrid con la película de Carlos Saura, y estuve políticamente involucrado, por ejemplo, con Jorge Semprún, Javier Pradera… política clandestina dura. Pero había una separación total entre lo que eran las vanguardias políticas antifranquistas y las vanguardias artísticas, que era de donde yo venía. La clandestinidad en las vanguardias políticas genera una disciplina rigurosa y unas prioridades políticas que dejan de lado el ámbito de la cultura y especialmente las vanguardias artísticas. Para mí no hubo esa distancia que las separa, al contrario. No es: ahora hago política, y ahora hago cine. Siempre he sido un militante independiente.

    – Pero la política le ha apartado a menudo del cine.

– Bueno, ahora sigo presidiendo la Fundación Alternativas, de ámbito internacional, independiente y progresista. Y lo vivo con el mismo interés que puedo hacer la película de Bach. Ambos ámbitos se retroalimentan. Así como para los realizadores clásicos sometidos al mercado por las grandes multinacionales, no haber podido rodar una película durante unos años es una pérdida de tiempo, para mí no. Primero porque cuesta más tiempo levantar una película sobre ideas y sin el recurso literario de los argumentos, y segundo, porque mi actividad durante la clandestinidad fue tanto o más apasionante que hacer una película. Por eso me resisto a escribir mis memorias, porque me resulta complicado explicar las cosas. Debería hacerlo a través del artificio y la ficción, entonces quizás si me lo pensaría.

    – Su cine tampoco se puede «explicar».

– De hecho, las grandes experiencias no se pueden acabar de explicar sin un relato elaborado. Desarrollo siempre una historia utilizando específicamente el lenguaje cinematográfico. Pero los distribuidores quieren que te quedes fuera, que seas un espectador pasivo, que te intereses por lo que le pasa a un tercero. En cambio, la función de los lenguajes artísticos es hacer que tú seas el protagonista. El cine tiene unas potencialidades propias. En el caso de Vampir, vampiricé la película de otro. Partir de una película de género popular y darle la vuelta. Debes tener claro lo que quieres. Unas semanas antes de acabar el rodaje, el director, Jesús Franco, me avisa que se van a rodar a Transilvania los escenarios exteriores de su Drácula. Le dije que no quería ir. «Te quedarás sin el final de la película.», me dijo. Al llegar a casa, encontré una solución para el final que mejora mucho la película: es la escena en que Christopher Lee, ya en el camerino, se desmaquilla y a continuación le pedí que leyera el origen de toda la obra: la última página del Drácula de Bram Stoker. No podía imaginar un final mejor. Es el único sonido directo que hay en la película. Si estás atento, se oye mi voz que le va diciendo al cámara: «poco a poco, vamos bien, no pares». Esto lo quería poner, pero me di cuenta de que su recitativo y la lectura de la novela no podían tener intrusos. En algunas películas aparece mi voz detrás de la cámara.

    – Usted se ha rodeado de gente muy libre respecto de las convenciones cinematográficas: primero Joan Brossa, después, y sobre todo, Carles Santos

Brossa era un buen espectador de cine. Recurrí a él porque era poeta y lo conocía muy bien. Le expliqué mi decisión de rechazo a los argumentos. Y con él hicimos la primera y la segunda película. Pero con Vampir nos desconectamos. Brossa, con algunos personajes populares como Fregoli, Drácula (Christopher Lee), El ladrón de Bagdad (Douglas Fairbanks), etc… tenía una relación muy personal, casi infantil. Cuando le enseñé la película y a tenor de sus interrupciones con comentarios «atravesados», paré la moviola para decirle: «Brossa, dejémoslo correr».

Brossa fue muy importante porque me permitió hacer No compteu amb els dits y Nocturno 29 con un colaborador con el que el intercambio de ideas fue muy bueno. En definitiva, para mi propuesta narrativa, necesitaba un poeta y de ninguna manera un novelista ni un guionista. Estos primeros pasos como realizador con la complicidad de Brossa fueron decisivos para mí. Yo siempre aconsejo a los que empiezan que no escojan guionistas y que procuren buscar colaboradores que tengan una práctica diferente a la del cine. Yo no soy músico, pero trabajo con Santos en las bandas sonoras. Piensa que Vampir está en el MoMA de Nueva York desde 1972; en los Estados Unidos está considerada una película de culto y está hecha sin guión.

Se tiene que contar con el espectador, que entre en la película y la haga suya con su mirada, con sus experiencias, y exigencias. Los informalistas rompen con unos esquemas que correspondían a una visión y unos códigos ya superados. Gracias a los espacios de silencio y de abstracción de los bodegones de Zurbarán, resultan el juego de equilibrios armónicos que son casi musicales y Piero della Francesca tiene la fuerza y la fascinación que te siguen siendo necesarias. Otra cosa es la acumulación de obras que ha sido instalada en grandes espacios, secuestradas por el poder para exhibir su musculatura.

    – Su cine, que es muy visual, no remite a una tradición cinematográfica determinada. Me está hablando más de pintores que de cineastas…

– En una película mía, es difícil que puedas ver el referente inmediato anterior. Mi actitud fue radical, y pertenece menos al mundo del cine porque parte de este híbrido entre el mundo artístico y la experiencia que yo pueda tener como cineasta. Siempre he buscado personas que no sean del ámbito del cine. La forma de funcionar es partir de las ideas. Yo sólo ruedo las que visualizo. Cada quince días me reúno con mis colaboradores y hay un intercambio de ideas. No son guiones, son ideas que luego integro en un relato y convierto en secuencias que tienen un orden inamovible. Y siempre tengo previsto cómo se entra y cómo se sale. Nunca una relación de causa y efecto, como en un argumento, ni para clausurar el relato. El orden de las secuencias sustituye el espacio del argumento. Así de sencillo. No es una especie de collage como alguna gente cree, utilizando la palabra experimental o elitista para echarte de la autopista. Nunca se me ha ocurrido mostrar un experimento porque yo no experimento.

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L’Avenç, nº 339, octubre de 2008.

Pere Portabella en Tienda Intermedio DVD

Brossa i Portabella Gener 1959

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– ¿Qué impresión tuvo de la Barcelona de la posguerra?

– De aquella primera etapa, nada en particular… Vivíamos en la calle Balmes con Travessera de Gràcia, delante de los Escolapios, el colegio al que fui y donde coincidí con Tàpies. Recuerdo los veranos, que pasé en Moià. Estábamos muy cerrados, muy protegidos. Lo que pasaba fuera no nos llegaba.

– Usted ha dicho que tuvo una «una mala educación».

Tuve una experiencia justo antes de la guerra con los Hermanos de la Doctrina Cristiana, una orden francesa que regía un colegio de Figueres. De los cuatro hermanos, mi madre decidió que tenía que internarme, porque yo iba demasiado a mi aire. Era el segundo hijo y batallaba como un condenado por ser el preferido de mis padres; intenté seducirlos y lo conseguí. A mi madre, que vivió hasta los 97 años, siempre le pregunté, hasta que tuvo alzheimer: «Exactamente, ¿por qué me internaste a mí y no a los otros?» Y repetía eso de que iba a la mía y que además alborotaba a mis hermanos. Mantenía un coqueteo constante con ella. Cuando hablo de la mala educación, me refiero a que el colegio Hermanos de la Doctrina Cristiana era muy duro. Eran represivos, con un catolicismo sólido, a la francesa. Coherente con lo que decía mi madre, yo mantenía una actitud abiertamente beligerante. Durante el fin de semana, sólo nos quedábamos los pocos internos sobre los que la dirección del colegio había aconsejado a nuestras familias que no nos dejaran salir. Mi madre, que debía tener mala conciencia, uno de esos siniestros sábados me vino a ver y me trajo dos merengues, ya que soy muy goloso. En el momento en que me los iba a dar, los tomó al vuelo un cura que estaba con nosotros. Al día siguiente, a la hora de desayunar, los merengues no aparecían. Me levanto, me planto delante del cura y le pido los merengues. ¡La «bronca» fue monumental! No se argumentaba nada, y se castigaba rotundamente, de la peor manera. El castigo que más temía: sábado por la tarde, a la hora del cine, colocado de espaldas a la pantalla y apoyado en la pared frente a todos los espectadores sin poder ver la película, sólo el sonido, que aún lo hacía más duro. De allí me sacó la guerra civil. Esta es la historia. Y no lo recuerdo trágicamente, simplemente me sentía tratado injustamente y no lo soportaba.

Justo después de la guerra fui a los escolapios, que eran absolutamente unos indocumentados, prácticamente analfabetos, salvando alguna excepción. La represión contra los maestros de la república fue muy dura. No pararon hasta eliminarlos o forzarlos al exilio. El panorama era realmente desolador. Lo pasé como pude. La primaria y la secundaria fueron un desastre. Por eso hablaba de pésima educación.

– ¿Cuándo rompe con este mundo tan recluido?

– Mi relación con personas vinculadas a las vanguardias artísticas fue decisiva. Estimularon mi interés y curiosidad. Una mirada crítica, distanciada del mundo que me rodeaba. Como consecuencia de esa experiencia, me comprometí políticamente, por un imperativo cívico y ético, sin militar nunca en ningún partido. No he separado nunca mi actividad como cineasta de la política, porque surge al revés. Es a través de una reflexión sobre lo que significa la aparición del informalismo, la transgresión de los códigos, la negación de la sacralización de la obra de arte como objeto, el conceptualismo, de una manera muy intensa, que afianzó mi mirada crítica sobre el entorno.

– En este sentido, es decisivo su encuentro con el grupo que se había creado en torno a Dau al Set, liderado por Joan Brossa y cuyos miembros tenían la característica común de vivir en torno a la plaza Molina de Barcelona.

– Todos éramos vecinos. En la plaza Molina, Ponç; en la calle Alfonso XII, detrás de donde vivía yo, Brossa. Dos números más arriba, Tàpies, y seis o siete más abajo, Cuixart. Esto nos salvó. Brossa había estado en la guerra, era el mayor. Joan Ponç, intuitivo, potentísimo. Cuixart tuvo un papel diferente. Dejó la pintura durante unos años para dedicarse a hacer estampados en Lyon, y no se recuperó nunca más. De pronto encontré las condiciones para canalizar mis inquietudes. Para mí fue espectacular, como una implosión interna. Encontré apoyo por parte de todos ellos, sobre todo de Brossa y de Tàpies.

– En aquel momento, parece que usted quería ser escultor.

– De todos nosotros, el único que no hacía nada era yo, porque no sé dibujar, ni leer una partitura. Lo único que estuve a punto de hacer eran cuatro esculturas, urbanas. Entonces ya creía que lo importante era la idea, el proceso a partir de la idea, y que el resultado era precisamente el proceso, y que el objeto era secundario, lo que llamó muchísimo la atención de Cirici, mientras anotaba lo que yo le explicaba. Me olvidé, y al cabo de dos o tres años, aparecieron en un libro suyo, donde están muy bien explicadas. Yo estoy encantado porque no las he tenido que hacer: las lees y las ves.

Otra interpretación de la mala educación es que viví protegido en un ámbito social que no se correspondía con la realidad exterior. Vivíamos felices, éramos los más guapos y nos relacionábamos entre nosotros, primos hermanos y amigos de otras familias similares, todos tenían sus casas con jardín y piscina… Yo lo viví como una compensación a lo que había pasado. El azar me hizo coincidir en un territorio con unas personas que para mí fueron básicas.

– ¿Con ellos descubre el cine?

– No. Me estimuló el hecho de vivir mis inquietudes atizando por la curiosidad y el interés de una manera crítica por sumergirme en este mundo tan complejo como apasionante. Perder el temor por lo desconocido y descubrir la aventura como una forma de vida. Esto es lo que hicieron los informalistas y el arte conceptual. Sin sufrir, muy seguro de lo que hacía. La política desde la clandestinidad y el cine desde la marginalidad.

– Usted ha sido de todos modos un realizador intermitente, y hasta hace poco sólo había visto estrenadas en el cine tres películas suyas.

– Me alegro que ahora se reconozca el Vampir aquí, ¡la hice hace 38 años! No ha sido nada duro, porque paralelamente he hecho otras cosas. En 1972 hice Umbracle, en 1976 Informe General y en 1989 Pont de Varsòvia; mientras, formé parte de la Comisión Constitucional del Senado, y eso no lo cambio por ninguna película. Es muy curioso que en mi oficio de cineasta, haber ido a la Documenta de Kassel o estar en el MoMA, no cuenta. El cine ha generado una producción institucional, canónica, y ha creado sus mercados, y unos premios a los mejores, el Oscar, los Goya, el festival de Cannes, etc… Todo eso lo he vivido muy plácidamente desde fuera. Todo empieza porque tuve la suerte de ir a parar a una calle determinada.

(continúa aquí)

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L’Avenç, nº 339, octubre de 2008.

Pere Portabella en Tienda Intermedio DVD

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Pere Portabella nació en Figueres en 1927, en el seno de una familia acomodada de abogados y de propietarios. El estallido de la guerra civil hizo que su padre tuviera que marcharse, huyendo de la violencia revolucionaria, y se refugiara en Burgos y Salamanca, donde apoyó al gobierno de Franco. Después de la guerra, los Portabella se fueron a vivir a Barcelona, donde su padre creó, con la familia Carasso, la sociedad actual de yogures Danone, de la que fue presidente hasta su muerte, y que marcó su futuro económico. Conocer a Joan Brossa y Antoni Tàpies, vecinos suyos, fue decisivo para que Portabella entrara en contacto con el mundo de la vanguardia artística. Establecido en Madrid, y tras abandonar los estudios de química, impulsó, con su productora Films 59, algunos de los títulos más significativos del cine español del momento: Los golfos de Carlos Saura (1959), El cochecito de Marco Ferreri (1960) y Viridiana de Luis Buñuel (1960). El estreno de este filme le supuso un encontronazo con el régimen franquista. Tras una estancia breve en Italia, regresó a Barcelona, donde comenzó a dirigir sus propias películas, lo que le obligó a replantearse desde cero el lenguaje cinematográfico, al mismo tiempo que, a raíz de la Capuxinada, acentuaba su compromiso político con la izquierda, siempre como independiente y hombre de consenso, presente en todos los organismos unitarios contra la dictadura. Entre finales de los años 60 y primeros 70, y con la colaboración de Joan Brossa, rodó No compteu amb els dits y Nocturno 29. En los años finales de la dictadura hace un cine más directamente político, con El sopar e Informe general. La dedicación a la política activa, junto al PSUC, impiden que regrese al cine hasta 1989, con la incomprendida Pont de Varsòvia. Sigue entonces un nuevo silencio de dieciocho años, hasta Die Stille vor Bach (2007), que ha tenido una gran acogida por parte de la crítica y del público, y que consagra su colaboración de muchos años con el músico Carles Santos. Actualmente, a sus ochenta y un años, vive un momento dulce de reconocimiento, con el estreno en las salas de cine de Vampir-Cuadecuc (1970), una de sus películas más emblemáticas, y con el nombramiento como Doctor Honoris causa por la Universidad Autónoma de Barcelona. Su obra, que está presente en museos como el Macba, el Beaubourg o el MoMA, será editada de forma íntegra en formato dvd antes de Navidad.

La entrevista tiene lugar una tarde de agosto, en su masía de l’Empordà, en un entorno casi opulento.

    – Usted es hijo de una familia burguesa, situada en el bando de los vencedores de la guerra civil. ¿De qué manera le han condicionado estos orígenes familiares?

– Bueno, ya me ves aquí, no? (Lo dice haciendo una mirada circular impresionante entorno que nos acoge). Ya te puedes imaginar. A mí la guerra me cogió en la niñez, aún no había entrado en la adolescencia. Tengo imágenes, pero no una conciencia clara de lo que estaba pasando. Sabía que habían venido a buscar a mi padre porque lo viví. En la calle le esperaba una camioneta de la FAI con algunos de sus amigos ya detenidos. Mi padre había huido, justo antes del estallido, a San Sebastián. Era consejero de una empresa muy importante de aduanas. Al no encontrarlo, esa misma noche se llevaron a sus amigos, y los mataron cerca del cementerio. El impacto, el alboroto que provoca la irrupción violenta de unos extraños armados, los gritos… Yo estaba durmiendo, y oí mucho ruido. Iban abriendo puertas, buscando a mi padre, y mi madre se anticipó a abrir nuestra habitación, encendió la luz y gritó: «No os asustéis».

El otro recuerdo es también con mi madre: subiendo corriendo las escaleras desde el piso de abajo. Yo jugaba con uno de mis hermanos en el recibidor, la perseguían dos milicianos armados. Antes de que pudiera cerrarla, de una patada estamparon la puerta contra la pared. Mi madre se puso las manos detrás para protegernos. Llevaba un papel arrugado en la mano, trataba de esconderlo. Mi hermano Ricardo, instintivamente, cogió el papel y lo comió. Tenía seis años. Salió corriendo perseguido por un miliciano. El piso era muy grande y mi hermano se lo conocía muy bien, así que no lo podían atrapar. Cuando acabó de tragárselo, se detuvo en el pasillo. Le dieron dos bofetadas solemnes. Aquel papel venía del piso de abajo, donde vivía Sara Jordán, que pertenecía a la organización clandestina del «Socorro Blanco». Pasaban personas, desertores, de la zona republicana a la zona nacional, y mi madre ayudaba proporcionándoles un lugar para dormir -muchos de ellos eran personas conocidas-, esperando que los llevaran al otro lado. A Sara Jordán la detuvieron, y también se llevaron a mi madre: con las arbitrariedades del momento, a Sara la fusilaron y decidieron que mi madre se presentase cada día. Hasta que un día decidió no presentarse más. Había un caos tan grande que se dio cuenta de que nadie le hacía caso. Así que se fue por la puerta grande sin que nadie le dijera nada. «Si me han de venir a buscar, ya vendrán», se dijo. El último recuerdo que tengo es que a raíz de su detención, registraron la biblioteca de mi padre. Una biblioteca, acumulada desde la época de mi bisabuelo -que era banquero- y de mi abuelo-jurista. Vitrinas en las cuatro paredes, llenas de libros ordenados cuidadosamente. Era una gran sala donde a nosotros no nos dejaban entrar. Desde el balcón de una de las salas que daba a la Rambla vi como tiraban los libros a la calle. Con ellos hicieron una enorme hoguera. Me impactó muchísimo y no recuerdo si llegué a llorar o si me quedé mudo sin poder apartar los ojos del fuego. Años más tarde, cuando empecé a salir del marco social al que pertenecía -que, como decía Gil de Biedma, era de «pérgola y tenis»- y empecé a tener conciencia política, el hecho de que «los míos» hubiesen quemado libros, cogió una dimensión muy perturbadora para mí.

– ¿Como pasaron la guerra?

La guerra la pasamos en Figueres; mi padre estuvo ausente los tres años. Nosotros estuvimos vigilados, y mi madre temiendo siempre que la mataran. Lo he sabido después, pero sí que notaba que mi madre estaba muy tensa. Cuando empezaron los bombardeos nos refugiamos en Peralada, en casa de unos amigos. Allí volvió mi padre cuando entraron «los nacionales». Llegó con Miquel Mateu, que fue alcalde de Barcelona y que era el propietario del castillo de Peralada. Recuerdo muy bien su llegada. Él se había comprometido con el gobierno de Franco y volvió decepcionado y horrorizado, según supe después, y se desligó de todo, no quiso saber nada, aunque le ofrecieron muchas cosas. Se dedicó a la empresa y a hacer de abogado.

Más adelante, él no sabía nada de mi vida clandestina, pero cuando le llegaba alguna información de las detenciones siempre me decía: «Yo no podré hacer nada por ti si llevas las cosas demasiado lejos, porque tú no puedes imaginarte de qué son capaces esta gente, y yo sí lo sé ». Una frase que me impresionó.

  – Y se fueron a vivir a Barcelona.

– Mi padre ya tenía muchos asuntos en Barcelona. Era abogado y estaba en varios consejos de administración, una persona con proyección en el mundo empresarial. Decidió que Figueres se había acabado, habían matado a muchos amigos suyos, y en Barcelona ya teníamos un piso… Fue una ruptura. A nosotros nos fue muy bien, porque pasábamos de un pueblo, que para mí representaba todo el mundo de la guerra, de las privaciones y los miedos, a una gran ciudad. El escenario había cambiado radicalmente y eso me ayudó, seguramente, a dejarlo todo atrás… La memoria decidió blindarme del pasado más reciente. Por eso, cuando hablo de ello, hablo como de algo sucedido fuera de mi experiencia, que se ha desarrollado fundamentalmente en una gran ciudad.

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Postabella premis ciutat de barcelona 2008

L’Avenç, nº 339, octubre de 2008.

Pere Portabella en Tienda Intermedio DVD

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Siempre he creído que la expresión cultura de masas constituye un eufemismo. Se trata de una cultura que elimina de su repertorio la mejor de nuestras facultades. Las masas somos todos en nuestras horas más bajas. Esa cultura se halla, en los países mejores y más civilizados, poco a poco cuestionada y contestada (o por lo menos contrastada). Tardarán quizás años o lustros para que nos enteremos en España de este interesantísimo proceso, que demuestra una vez más la gran vitalidad de ese Ave Fénix que llamamos capitalismo en la edad postindustrial: un modelo tan mefistofélico como capaz de renacer de sus cenizas.

En el mundo global, en países que apuestan por la calidad, cada vez posee mayor presencia y prestancia lo que podría llamarse una cultura de minorías globales. Debería escribirse alguna vez sobre la sorda -casi inaudible- rebelión de esas minorías. Nada tienen que ver éstas con las elites económicas y sociales que vivían con temor y temblor el irresistible auge del hombre masa en el periodo de entre guerras, cuando Ortega y Gasset escribió su célebre libro.

Se trata -ahora- de un sector social cada vez más amplio en los países innovadores, especialmente entre clases medias ilustradas que apuesta por una cultura cualificada y diversa, cifrada en temas de imposible generalización colectiva pero de gran predicamento entre seguidores apasionados.

Los políticos tienen que contar con esas minorías globales en los países más cultos e inteligentes. También han de saber de ellas los empresarios, los financieros, los fabricantes de arte, literatura y pensamiento. Se está gestando una incipiente civilización de la inteligencia y del conocimiento que cada día contribuye al lento entierro de esa forma paleolítica de cultura que todavía denominamos cultura de masas: la que convoca nuestras vísceras y nuestros órganos menos sutiles; la que se encandila con los asuntos más escabrosos y peleones.

¿Es que esta cultura apta para minorías globales está ausente en España? ¿Tan mal andamos? ¿Tan pobre es el balance cultural e intelectual de una de las 10 principales potencias económicas del planeta? ¿Será verdad que somos un país de nuevos ricos que sólo han sabido pactar y ponerse de acuerdo -desde hace 50 años- los modos expeditivos necesarios para salir del hambre? La cultura, el arte y la educación son las asignaturas en las que este país siempre suspende. Y aun así, en un terreno poco visible, pueden advertirse contra-tendencias.

¿Existe aquí, en España, un recinto de meditación y reflexión donde nuestras mejores facultades, la inteligencia y la sensibilidad, se sientan reconfortadas? ¿Un verdadero templo laico lleno de vibraciones espirituales?

Ese templo existe, incluso en este país a veces tan desdichado en asuntos de cultura. En Barcelona lo constituye el cine Verdi. Seguro que en Valencia, en Madrid, en Zaragoza, en Bilbao, en Las Palmas, en A Coruña se puede encontrar algún recinto similar.Se proyecta una película que es barcelonesa, española y europea, y que satisface con creces esas exigencias de Minoría Global a la que antes he hecho referencia.

En todas partes, aquí o en Beijing, en Nueva Orleans, en Barranquilla, en Lima, en Umea, en Novo Sibirsk, en Seúl, en Melbourne, en Jerusalén, en Constantinopla, en Yakarta, en Beirut o en Ciudad del Cabo habrá siempre una pequeña minoría -quizá incluso una minoría respetable- que ame, adore y hasta sienta adicción por la música de Juan Sebastián Bach. Una gran película española satisface la demanda de quien quiera sumergirse en la verdad actual de esa música. Me refiero a El silencio antes de Bach, de Pere Portabella.

A través de una curiosidad inagotable sobre el modo en que esa música existe y se fabrica, en recorridos con la cámara por los mandos, los tubos y los teclados de un gran órgano, o mediante la filmación del traslado en camiones de transporte de pianos de cola y otros instrumentos musicales, siempre en la evocación de esos escenarios tan materiales, tan fabriles, tan propios de nuestro modo de construir, vender y transportar, se va cercando el entorno en el que la música de Juan Sebastián Bach surge y se expansiona en el mundo de hoy. Se escuchan conversaciones de camioneros sobre este músico, un concierto de armónica en el recorrido por la autopista de esos transportistas de grandes instrumentos; se advierte la increíble presencia de una pianola ambulante; y una conversación teológica en torno a un libro de poemas de título emparentado con el de la película.

Ese magnífico puzzle cinematográfico muestra y demuestra que en un mundo de graffitis, de turismo cultural, de metros y salidas de metros (con violoncelos incorporados, y con piezas para violoncelo solo de Juan Sebastián Bach) hay siempre un lugar para este inmenso compositor. También en el mundo de hoy se crean las condiciones materiales para la escucha de este músico sublime.

Esa película proporciona -como valor añadido- un argumento posible para una teología imaginativa y crítica. En relación a las cinco vías tomistas de la existencia de Dios establece una posible Sexta Prueba.

De la conversación -crucial en la película- en torno a un libro de poemas titulado El mundo antes de J. S. Bach (de donde Pere Portabella ha derivado el título de la película) se desprende una reflexión de auténtico vuelo especulativo teológico. Ese núcleo de la película me ha suscitado tentativas -pruebas y contrapruebas- en torno a temas religiosos de primera magnitud.

Quizás no sean hoy transitables las cinco vías tomistas, que sin embargo eran plenamente congruentes con el universo de Tomás de Aquino. Las autopistas teológicas vigentes deberían inferirse de las pruebas cosmológicas actuales. Se pueden razonablemente desprender de un darwinismo espiritual perfectamente compatible con la teoría de la evolución. O de la idea extraordinaria del Universo Abierto (de Karl R. Popper). Yo situaría el Big Bang como primera vía (no en vano fue un jesuita uno de sus principales teorizadores).

Las razones seminales evolucionistas serían, entonces, la segunda. La teoría del corrimiento al rojo, o efecto Doppler, y el armónico ensancharse del espacio-tiempo cuyos átomos son galaxias, podría dar lugar a la tercera vía. La cuarta sería sonora, musical, pero de música callada, sólo perceptible en la ondulación del espectro sonoro: la radiación de fondo de la explosión inicial (inferencia de la citada desviación hacia el rojo). La quinta prueba no sería cosmológica sino moral: la existencia de nuestra inteligencia ética, y su perpetuo combate contra el mal del mundo.

La sexta prueba, quizás la más convincente, seria la que El silencio antes de Bach presiente. La existencia de Juan Sebastián Bach parece postular una causa ausente. Se trata de una prueba metaestética. O de un argumento ontológico invertido: porque existe Juan Sebastián Bach se impone el postulado que permite pensar en su causa metonímica eficiente (un Dios artista). Lo que demuestra la existencia de Dios -y que ese Dios no es un Dios de cuarta categoría- es justamente la pura y simple existencia del Maestro Cantor de Leipzig. Dios no es sólo gran artesano, como creyó Platón. ¡Es artesano y gran artista! El viejo Kant llegó a pensar esto en las páginas finales de su Crítica del juicio.

La calma, la paz espiritual de esta película –El silencio antes de Bach– garantiza un encuentro con nosotros mismos: con el daimon propio. Una película de esta naturaleza puede iluminar la mente. Puede también serenar el ánimo. Consigue que se disipe en la lejanía el eco de un griterío de voces encarnizadas que apremian y golpean.

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El Mundo, 2-IV-08

Pere Portabella en Tienda Intermedio DVD

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 1. Laconismo, dureza

El dinero. El propio título contiene ya algo de hermosamente rotundo e irremediable, una cierta cualidad, se diría que hiriente, que al señalar de esa forma tajante al real protagonista de la ficción imprime de inmediato en la palabra la señal indeleble de la verdad. Especie de violencia esencial que, en ausencia de toda matización adjetiva, de toda transitividad verbal, revela en la desnudez del enunciado una suerte de brutalidad inscrita en la operación significante de nombrar, esa plenitud instantánea del sentido en que la palabra constituye a la cosa para siempre.

La imagen inicial – el plano de los créditos- no ofrece, en verdad, menor dureza: una puerta metálica cerrada de breves dimensiones, la ventana de un cajero automático, el hueco a través del cual la moneda se hará carne significante, materia de espectáculo. Fuera de campo, el tráfico nocturno testimonia un lugar no accesible, deshabitado aún de personajes: lejanos sonidos del motor de un automóvil o una motocicleta que, invisibles, transcurren. Tan sólo máquinas, mecanismos sin cuerpo, denotados por la herida con que perforan el silencio o por su presencia plana, impenetrable.

Violencia, pues, del enunciado, acritud sin coartadas de la enunciación, sequedad absoluta de un discurso que prescinde enteramente de los normalizados mecanismos de engrase de lo fílmico. Movimientos de cámara limpios, ocasionales, generados exclusivamente por el desplazamiento inevitable de los actores, de precisión y funcionalidad tales que se leerán cual si de planos fijos se tratase. Ausencia total de música, de fundidos encadenados, de panorámicas ilustrativas, del plano/contraplano, del plano general de situación para iniciar la escena. Código de atroz despojamiento , en donde el sentido surge tan sólo del montaje, sin la menor engañosa transparencia.

2. La carne, la eternidad

Puesta en escena de peculiar tensión, de intensidad especialísima del sonido y la imagen, merced a la que lo mostrado exhibe algo esencialmente opaco, irreductible, algo que no puede intercambiarse con objeto similar de ningún otro discurso. Ni los héroes bressonianos ni las cosas que los rodean podrían formar parte de otro film, y es éste quizá el más asombroso aspecto de su acabado. La soga laboriosamente construida por el Teniente Fontaine en Un condamné a mort s´est echappé, el tazón o el vestido de Mouchette, la caja de bombones en Le diable, probablement, el sonido del órgano en este mismo film, el entrechocar de las armaduras en Lancelot, el motor del barco-restaurante Sena arriba en 4 nuits d´un rêveur… son objetos fílmicos que, una vez presenciados, no pueden ya olvidarse. Hay en ellos una cualidad poderosamente sensual, física, un espesor enteramente único que de inmediato reclama los sentidos ausentes, el tacto, el olfato… El aspecto más tangible y cercano de los films de Bresson está constituido por estas presencias humildes de densidad inigualable, cuyas texturas establecen una especie de tercera dimensión, de profundidad adicional a la linealidad propia de lo fílmico. Los objetos o los personajes de Bresson son algunos de los prototipos más intensamente materiales que el cinematógrafo haya jamás albergado. En su voz, su movimiento, o su simple presencia visual y sonora, exhiben una carnalidad, una plenitud estrictamente física, de sonido, color y forma, que pareciera revelar una índole de eternidad secreta que se dilatara infinitamente en cada segundo de permanencia ante nuestra mirada. Esa mecedora o ese chal con los que comienza Une femme douce, esos objetos habitados aún por la huella de un movimiento postrero, el movimiento de un cuerpo ya deshecho contra el suelo cuando la cámara lo enfoque, condensan, en el zigzagueo de su imagen, el espesor eternamente efímero de la condición humana. En la turbadora carnación de ese billete falso, en su crepitar en las manos de sus sucesivos poseedores recorriendo el discurso de su último film, se halla inscrita la frágil cualidad contingente del sujeto, su destino incapaz de otra cosa distinta de dejar ciertas huellas sobre ciertos objetos que le sobreviven, diríase que poseídos de una suerte de terrible poder.

Para Robert Bresson la eternidad es, tan sólo, la cualidad oblicua de un movimiento temporal irrecuperable. Porque esos objetos, cuyo casi intolerable peso fílmico contemplamos, no son otra cosa sino imágenes magnéticas y fotográficas: signos de una presencia ausente. Y de esa cualidad significante dimana su instantánea infinitud.

3. El signo, la gracia

El dinero, film, hasta la fecha, el más desesperado de su autor, elabora una variante de su habitual relato a partir de Au Hazard, Balthazar. Carente de cualquier herramienta del poder, de la cultura, de la religión, imposibilitado del suicidio, el sujeto de la ficción sólo puede alcanzar aquí su plenitud bajo la rúbrica del delito más abyecto: el asesinato gratuito y múltiple en las personas de quienes lo han ayudado. Para que el horror sea perfecto, debe incluir también la ingratitud. A partir de su laboriosa instauración en el campo de una palabra sancionadora, puede ya el protagonista hacer suyo el lapidario enunciado de su víctima: yo no espero nada.

Un itinerario de esta índole precisa de ciertos jalones codificados, resuelto aquí en muy especiales rasgos: el demonio, la tentación, la culpa, la gracia, la redención. Todos ellos se encuentran en el film, sin ser, a la vez, otra cosa sino sus específicos dispositivos argumentales: el billete falso, el muchacho que lo pone en circulación, la peripecia… Es bien fácil ver el diablo bajo los rasgos del joven poseedor de la moneda mentida, dueño asimismo de un álbum de reproducciones de hermosísimos desnudos, es simple leer la tentación bajo su sobrio enunciado: el cuerpo, ¡qué bello! Lo asombroso del film radica en su absoluta falta de didactismo o de claves: el demonio es ése, podría bien ser el otro. Gentes cotidianas, vulgares, ángeles o bestias en razón única de su inserción en la estructura de clases. El punto de vista del film destruye la escisión moral del significante: piezas casi intercambiables de un texto, los personajes no se describen por su bondad o maldad sino por la relación con una propiedad, un espacio de representación que, al ser la única cosa que puede identificarlos, celosamente guardan. Sin conciencia de ello, cualquiera de los tales es, así mismo, figura de relato: cualidad otorgada tan sólo por su inscripción en él. L´Argent se constituye así como discurso sobre la estructura de la Alegoría.

El Arquetipo es, entonces, mera circulación de papeles vacíos sobre una sucesión de rostros de perpetua grisura. Nada hay sobrenatural o trascendente, tan sólo juego de identidades, perenne mutación de apariencias inscritas sobre las facciones del estupor. Como una buena parte de sus films anteriores, es El Dinero historia itinerante, pero en modo alguno azarosa. Cada nuevo capítulo de su protagonista diseña una cercanía y un despojamiento, abandona una imposibilidad tras de sí. Como una buena parte de sus films, El Dinero describe el movimiento del protagonista hacia una cierta forma de santidad: creación de un vacío interno del sujeto, dispuesto para ser habitado por la gracia. Especie de jansenismo laico, en el universo de Bresson el itinerario del personaje conduce, desde un abismo correspondiente a la irrelevancia de su peso social – el protagonista lo perderá todo: la libertad, la dignidad, el trabajo, la hija, la esposa…- hasta una santificación que, en una filosofía carente de toda dimensión metafísica, solamente puede corresponderse con la absoluta plenitud carnal del signo. En ausencia de Dios, el hombre será más derrotado en la victoria que en la derrota, nos indica Pascal. Y esa derrota está hecha de la materia de la palabra, pareciera añadir Bresson. De este modo, el nombre se instaura sólo como transgresión absoluta de la ley: su firma, su definición será, en último extremo, la diseñada por el protagonista al entregarse a los gendarmes: Señor, yo soy el que asesinó al hostelero y a su mujer, y el que acaba de asesinar a una familia entera. Yo soy: esa carencia final de todo deseo u objetivo, correspondiente con una cierta plenitud de ser inscrita en la palabra, es una forma de santificación. Una palabra que, como en el título, no alberga otra función que la de designar. Designación carente ya de toda moral, desnuda de toda ideología, en que el sujeto se señala a sí mismo tan sólo como receptáculo de un vacío: el del acto, en toda la plenitud de su más ciega opacidad, suerte de eternidad deshabitada de futuro.

hotel moderne

Contracampo, nº 37, otoño 1984, pp. 51-55.

eisenstein

Con urgencia me pide Carlos Heredero unas palabras sobre Godard. Se me ocurre que la idea que define lo más sustancial del arte del cineasta, al menos desde que empezó a hacer películas más de pensamiento que de narración, al menos desde 1+1, cuyo título ya es suficientemente significativo, es la idea de COMPARACIÓN; o sea el prescindir o dejar en segundo término lo que se ha llamado LÍNEA narrativa y jugar con el DOS, con la creación de relaciones en principio duales entre los componentes que maneja la película.

Ya en Pasión encontró Godard una formulación afortunada de esta idea en la frase de Pierre Reverdy que ha reaparecido citada en otras películas suyas: Una imagen no es fuerte porque sea brutal o fantástica, sino porque la solidaridad de las ideas sea lejana y justa. En Histoire(s) du cinéma 4B, ya no se tratará de solidaridad, sino menos poéticamente, de asociación entre las ideas.

Merecería la pena detenerse un momento en la palabra IMAGEN, porque aquí no designa, como es habitual entre la gente de cine, y por contagio ya también en toda la sociedad, una representación fotográfica o meramente figurativa de un objeto, es decir, algo físico. Aquí la imagen es la imagen poética, es decir, una RELACIÓN, la asociación entre dos cosas, algo puramente mental, el equivalente cinematográfico a lo que es la metáfora –que es a lo que se refiere Reverdy– en literatura.

Se podría decir que el cine, en este sentido de imagen como relación inmaterial, de imagen como metáfora, es, o ha sido, paradójicamente, UN ARTE SIN IMÁGENES, un arte sin metáforas.

Las tuvo al principio, en el mudo, cuando todo estaba por descubrir y los cineastas, seguramente influidos por la metáfora literaria, intentaron llevarla tal cual a su arte, como en el toro en el matadero asociado a la matanza de manifestantes al final de La huelga.

Pero esta técnica se abandonó probablemente porque rompía la fascinación del “naturalismo” narrativo propio del cine, con el inmenso poder de convicción de sus imágenes (objeto) reales. Las metáforas chocaban, rompían el delicioso voyeurismo propio del cine, sacaban de situación, eran contrarias a la naturaleza (¡ay!) de este arte.

El propio Eisenstéin rechazó su metáfora del matadero, pero quizá fue el único gran cineasta que no renunció a lo que él consideraba posibilidades no meramente narrativas del cine y alumbró la idea de un montaje intelectual del que es expresión la escena de “Por Dios y por la Patria” en Octubre, hecha de asociaciones de imágenes-objeto que pretenden llevar a una idea abstracta y satírica de ambas nociones. Luego, su pensamiento evolucionó hacia una idea general de las artes como regresión, en la era de la ciencia, al pensamiento mágico, figurativo, mítico, que utiliza las cosas en vez de las ideas.

Más de 30 años después, cuando todo esto parecía olvidado, Godard, y sólo él, reencontró el DOS, el “Y” y el “O”, como se ve en Ici et ailleurs (otro título que lo dice todo). Él mismo comentaría, en Histoire(s) 3b: que el cine se haya hecho primero para pensar se olvidará enseguida.

Esta idea de la imagen-metáfora, la imagen-relación, Godard la ha expresado de otra manera directamente en su clase en Notre musique. Presenta un plano-contraplano de Luna nueva, en donde el hombre y la mujer están filmados de manera simétrica, y concluye que Hawks no distingue entre un hombre y una mujer. El plano-contraplano debería emparejar realidades diferentes; es decir, crear una asociación, no limitarse a reproducir una relación material que existe previa al rodaje. Ahora ya no es un poeta, Reverdy, quien ayuda a expresar la idea, sino uno de los términos básicos que usamos en el cine. Godard “naturaliza” la idea en el ámbito cinematográfico.

Como relaciones entre dos imágenes-objeto o como planos-contraplanos, podemos ver ahora muchas de las operaciones realizadas por Godard ya desde fecha temprana. Quizás el primer ejemplo que tiene un carácter totalizador, que define absolutamente la película, sea el de 2 ó 3 cosas que sé de ella, donde a la acción se añade la voz en off susurrada de un Godard reflexivo y filósofo. Es un caso muy interesante porque aquí la segunda imagen (el contraplano) no sería visual sino sonora, pero cumpliría exactamente su función. En su episodio de La rabia, una pareja “vive”, mientras una segunda pareja reflexiona sobre los primeros. 1+1 se compone de dos series: el ensayo de los Rolling Stones y las secuencias políticas. En Número dos (otra vez el título), Godard va más lejos, las dos imágenes se presentan simultáneamente en sendos monitores que, a su vez, se filman juntas en 35mm. Un caso que se aproxima mucho a la imagen literaria es el de Pasión, donde las reivindicaciones de las obreras o los amores van acompañados de las imágenes-metáfora más clamorosas de todo el cine de Godard: los tableaux vivants que reproducen obras de grandes maestros de la pintura y que, con ello, “comentan” esas reivindicaciones y esos amores. Otro ejemplo extraordinario es el de Prénom Carmen. Ahí el contraplano es musical: los cuartetos de Beethoven que, igualmente, comentan las aventuras del mítico personaje de Bizet (esta vez sin Bizet). Otra formulación distinta de este principio se da en Nouvelle vague. Aquí la misma historia se cuenta dos veces, cambiando el carácter del personaje masculino y el final. Plano y contraplano. Se podrían multiplicar los ejemplos.

Godard expresa este mecanismo diciendo que junta dos imágenes y con ello crea una tercera, y no sé si se da cuenta de que en esa tercera la palabra “imagen” no significa lo mismo que en las dos anteriores. Ha pasado de las imágenes-objeto a la imagen-relación. Pero desde que utiliza el vídeo, Godard ha conseguido lo que no soñó Eisenstéin, materializar, dar cuerpo a esa relación que es la imagen-metáfora, hacerla objeto por el uso de SOBREIMPRESIONES.  En Histoire(s) du cinéma, junto a maravillosos “planos-contraplanos” (como, al principio, la imagen de Nicholas Ray dando boqueadas unida al estertor agónico que produce una bobina de sonido simplemente pasándola despacio por el lector, o los ojeadores de La regla del juego ”persiguiendo” POR EL MISMO BOSQUE a Los amantes crucificados), tenemos abundantes sobreimpresiones donde “la tercera imagen”, sin dejar de ser idea, ya es también una imagen material, un objeto visual, e incluso de una extraña belleza muchas veces, como se puede apreciar en la edición en libro de las Histoire(s), donde figuran multitud de ellas.

notremusique

Cahiers du cinéma España, nº 40, diciembre 2010, pp. 20-21.

Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD

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(viene de aquí)

CC: Lo que dice sobre su experiencia del film remite a conceptos más generales sobre el cine y la televisión, como la cuestión del espectro.

JD: En el film, el tema de la espectralidad se expone como tal. Así como el duelo, la diferencia de los sexos, el destino, la herencia. La espectralidad retorna regularmente, incluso como imagen, ya que se ve el espectro de mi madre, un gato fantasma, un gato siamés que se parece al gato muerto como un mellizo. El tema es tratado a la vez de manera discursiva e icónica. Y por otra parte, en Echographies de la télévision, yo había abordado esta cuestión de la dimensión espectral de la imagen televisiva o cinematográfica. Es un aspecto político, que aparece igualmente en Spectres de Marx. Todo esto forma una red inextricable de motivos, filmados como se filma el cine mismo, siendo el cine a la vez un ejemplo de lo que se trata aquí. Dicho de otro modo, es como si las imágenes espectrales vinieran a decirle: somos imágenes espectrales (pero sin especular sobre el academicismo de la autoridad, de la sui-referencialidad especular). ¿Cómo filmar un espectro que dice: “soy un espectro”? Con el agregado, naturalmente, del costado un poco inquietante, incluso siniestro, de la vida de ultratumba [survie]. Pues sabemos que una imagen puede sobrevivir, como un texto. Se podrán ver estas imágenes no solamente después de la muerte de mi hermanito, de mi gato, de mi madre, etc., sino también después de mi propia muerte. Y funcionaría de la misma manera. Se debe a un efecto de virtualización intrínseca que marca toda reproductibilidad técnica, como diría Benjamin. Es un film sobre la reproductibilidad técnica: se ve a la vez la naturaleza más salvaje, el flujo y reflujo de las olas en California, en España o en Argelia, y las máquinas de reproducción, de registro y de archivo.

CC: El fantasma fue pensado en un cierto momento de la teoría del cine, pero, hoy, tal idea va más bien contra la concepción dominante de la imagen, la de que habría una consistencia de lo visible en la que hay que creer.

JD: En una ideología espontánea de la imagen, se olvidan a menudo dos cosas: la técnica y la creencia. La técnica, es decir que allí donde la imagen (el documental o el film) se supone que nos pone ante la cosa misma, sin trucos ni artificios, hay un deseo de olvidar que la técnica puede transformar absolutamente, recomponer, artificializar la cosa. Y luego, está este fenómeno tan extraño que es el de la creencia. Incluso en un film de ficción, hay un fenómeno de creencia, de hacer «como si», que guarda una especificidad muy difícil de analizar: se «cree» más en un film. Se cree menos, o de otro modo, en una novela. En cuanto a la música, es una cosa diferente, no implica creencia. Desde el momento en que hay representación novelesca, o ficción cinematográfica, hay un fenómeno de creencia que es sostenido por la representación. La espectralidad, en cambio, es un elemento en el que la creencia no es asegurada ni desmentida. Por esta razón creo que hay que unir el problema de la técnica con el de la fe, en el sentido religioso y fiduciario, es decir, el crédito concedido a la imagen. Y al fantasma. En griego, y no sólo en griego, fantasma designa a la imagen y al aparecido. El fantasma, es un espectro.

CC: ¿Qué piensa de las imágenes filmadas de la liberación de los campos en relación con los textos escritos?

JD: Shoah es un texto lingüístico tanto como un corpus de imágenes. Son «palabras rodadas» [mots tournés] de una cierta manera. Una palabra filmada no es una palabra capturada tal cual sobre una película, es una palabra interpretada, por ejemplo interrumpida, relanzada, repetida, puesta en situación. Volver accesible una obra (el archivo también es una obra), es someter una interpretación a una interpretación.

CC: ¿Fue más fuerte el poder de la imagen que el texto de AntelmeL’Espèce humaine– que en su época no tuvo un impacto tan fuerte?

JD: Ni tampoco ahora. Es un testimonio mayor, pero no tuvo el poder de difusión de una obra cinematográfica. No quisiera tener que elegir entre ambos. Y no creo que uno pueda reemplazar al otro. Por otra parte, en L’Espèce humaine hay muchas imágenes: es a su modo un libro-film. Shoah, por su parte, es un film-texto, un cuerpo de palabras, un habla incorporada. El tiempo de descubrimiento de los testimonios, el camino del inconsciente que lleva a los archivos, es algo que merece reflexión. Hay un tiempo (técnico y físico) para la leva política de las represiones. He vuelto a leer recientemente (para una charla en otro lugar) las Réflexions sur la question juive de Sartre, escrito después de la guerra, y algunas de cuyas páginas fueron escritas en 1944. La manera en que habla de los campos, muy breve, es bastante extraña. ¿Los conocía o no? Después de la guerra no había dudas de lo que había pasado en Auschwitz. El nombre de Auschwitz (sin hablar del nombre de Shoah) eran inaudibles, desconocidos, o habían quedado en silencio. Psicoanálisis necesario del campo político: del duelo imposible, de la represión. Benjamin es aquí todavía una referencia necesaria: relacionó la cuestión técnica del cine con la cuestión del psicoanálisis. Agrandar un detalle es lo propio de la cámara y del análisis psicoanalítico. Agrandando el detalle se hace otra cosa que agrandarlo, se cambia la percepción de la cosa misma. Se accede a otro espacio, a un tiempo heterogéneo. Esta verdad vale para el tiempo de los archivos y del testimonio.

CC: ¿Piensa Ud. que la imagen es una inscripción de la memoria, o una confiscación de la memoria?

JD: Ambas. De modo inmediato, es una inscripción, una conservación, ya sea de la imagen misma, en el instante en que es tomada, o del acto de memoria de que la imagen habla. En el film, D’ailleurs Derrida, evoco el pasado. Hay allí a la vez el momento en el que hablo, y el momento del que hablo, lo que hace ya dos memorias, implicadas la una en la otra. Pero como esta inscripción se halla expuesta al corte, a la selección, a la elección interpretativa, es, al mismo tiempo que una ocasión favorable, una confiscación, una apropiación violenta, tanto por el Autor, como por mí mismo. Cuando hablo de mi pasado, voluntariamente o no, selecciono, inscribo y excluyo. Conservo y confisco. No creo que haya archivos que conserven solamente, es lo que intento marcar en un pequeño libro, Mal d’archives. El archivo es una violenta iniciativa de autoridad, de poder, es una toma de poder para el porvenir, pre-ocupa el porvenir; confisca el pasado, el presente y el porvenir. Sabemos muy bien que no hay archivos inocentes.

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Entrevista por Antoine de Baecque y Thierry Jousse. Traducido por Fernando La Valle. Publicado en Cahiers du cinéma, n° 556, abril 2001.

Tourner les mots

(viene de aquí)

CC: Hay otra especifidad del cine: concierne al montaje. ¿Qué piensa de esta técnica que permite montar, remontar, desmontar? El cine, en su materia misma, ha llevado sin duda muy lejos el uso de la reflexión sobre la narratividad. ¿Es posible establecer una relación entre el concepto de «deconstrucción» que Ud. ha forjado, y la idea de montaje en el cine?

JD: No hay aquí verdadera sincronización, pero este acercamiento me importa. Entre la escritura de tipo deconstructivo que me interesa y el cine, hay una relación esencial. Se trata de la explotación en la escritura, ya sea la escritura de Platón, Dante o Blanchot, de todas las posibilidades de montaje, es decir de juegos sobre los ritmos, de injertos de citas, de inserciones, de cambios de tono, de cambios de lengua, de cruces entre las «disciplinas» y las reglas del arte, de las artes. El cine, en este dominio, no tiene equivalente, salvo, quizás, en la música. Pero la escritura es como inspirada y aspirada por esta «idea» del montaje. Además, la escritura, o digamos la discursividad, y el cine son arrastrados en la misma evolución técnica, y en consecuencia estética, la de las posibilidades cada vez más finas, rápidas, aceleradas, que ofrece la transformación técnica (computadoras, internet, imágenes de síntesis). Existe a partir de ahora, en cierto modo, una oferta o una demanda de deconstrucción inigualada, tanto en la escritura como en el cine. Todo reside en saber qué hacer con ella. Cortar y pegar, la recomposición de los textos, la inserción de citas facilitada, todo lo que permite la computadora, acerca cada vez más la escritura al montaje cinematográfico, e inversamente. De modo que el cine está a punto de convertirse, paradojalmente –a medida que aumenta su nivel de tecnicidad–, en una disciplina más «literaria», y a la inversa: es evidente que la escritura, desde hace algún tiempo, participa un poco de cierta visión cinematográfica del mundo. Se trate de deconstrucción o no, un escritor siempre ha sido un montajista. Y hoy, lo es incluso más.

CC: Ud. mismo, ¿se siente un cineasta mientras escribe?

JD: No creo ir demasiado lejos si digo que, conscientemente, cuando escribo un texto, «proyecto» una suerte de film. Tengo el proyecto, y lo proyecto. Lo que me interesa en la escritura es menos, digamos, el «contenido», que la «forma»: la composición, el ritmo, el esbozo de una narratividad particular. Un desfile de poderes espectrales que produce ciertos efectos bastante comparables al desarrollo de un film. Esto va acompañado de una palabra, sobre la que trabajo como en otra banda, por paradojal que parezca. Es cine, sin duda. Cuando gozo, y si gozo, escribiendo, es de eso de lo que gozo. Mi goce no está, ante todo, en decir «la» verdad, o el «sentido» de la «verdad», tiene que ver más bien con la puesta en escena, ya sea por la escritura en los libros, o por la palabra en la enseñanza. Y siento gran envidia por esos cineastas que, ahora, realizan el montaje sobre máquinas ultrasensibles que permiten componer un film de una manera extremadamente precisa. Eso es lo que yo busco constantemente en la escritura o la palabra, aun cuando en mi caso se trata de un trabajo más artesanal, y tengo la debilidad de creer que el «efecto» de sentido, o el «efecto» de verdad, siguen siendo el mejor cine.

CC: Quisiera volver al film D’ailleurs Derrida, de Safaa Fathy, en que Ud. es a la vez tema y actor. Me parece que esta experiencia lo ha llevado a pensar en torno al dispositivo cinematográfico, y en torno al cine en general.

JD: Muchas veces tengo la tentación de llamar a esta experiencia «film de aprendizaje», más o menos como se dice «novela de aprendizaje», o «novela de formación». Más allá de lo que indirectamente pude aprender, comprender, o abordar del cine, nada vale lo que esta experiencia inflexible que deja poco espacio para sustraer el cuerpo. Pude comprender muchas cosas sobre el cine en general, sobre la tecnología, sobre el mercado (hubo problemas de producción entre Arte y la compañía Gloria). En este sentido, fue un «film de aprendizaje». Por otra parte, Ud. hacía alusión al hecho de que en Tourner les mots [ndlr: el libro que Jacques Derrida produjo a partir de esta experiencia del cine, Ed. Galilée] me designo a mí mismo como el Actor. Mientras escribía ese texto, jugué a poner mayúsculas a las palabras Actor y Autor: era un juego, pero un juego serio, yo debía representar [jouer: también “jugar”] lo que se suponía que era mi propio personaje, el que, en sí mismo, no es más que un personaje (cada uno de nosotros tiene muchos personajes sociales). De modo que se trataba para mí de representar como Actor muchos de los personajes tal como habían sido elegidos por el Autor, que había tomado montones de decisiones que había que tener en cuenta. Por ejemplo, el Autor, Safaa Fathy, decidió sustraerme al espacio francés, ella eligió deliberadamente mostrarme en otro lugar [ailleurs], reconstituyendo genealogías más o menos fantásticas, en Argelia, en España, en los EEUU. Tuve que aprender a superar mis propias inhibiciones respecto de la exhibición ante la cámara, y plegarme a las decisiones del Autor. Finalmente, tras el rodaje y el montaje (en el que no participé para nada), cada uno escribió por su parte los textos que fueron luego recogidos en Tourner les mots. Esto me permitió decir cierto número de cosas que no reemplazan al film, pero que juegan con él.

CC: El texto redistribuye el film en otra dimensión, y en otro orden; hay un lazo en la medida en que ambos se miran y se completan.

JD: El film y el libro están ligados entre sí, y son a la vez radicalmente independientes. Intento mostrar cómo, en cierto número de sus encadenamientos de imágenes, el film depende del idioma francés, del idioma intraducible, como por ejemplo, la palabra «d’ailleurs» [“por otra parte”/ “de otro lugar”]. Planteé en este texto la cuestión de la lengua francesa, en tanto que ésta determina, desde el interior, el curso de las imágenes, y en la medida en que ella debe cruzar la frontera, ya que se trata de un film coproducido por Arte y destinado inmediatamente para su exhibición en países europeos de lengua no francesa. ¿Qué hacer con la traducción? En principio, las palabras son traducibles (aunque cada paso de la experiencia sea aquí temible), pero lo que une a las imágenes y a las palabras no lo es, y suscita entonces problemas nuevos. Hay que aceptar que un film, en su especificidad cinematográfica, esté ligado a idiomas intraducibles, y que la traducción tenga por lo tanto lugar sin perder el idioma cinematográfico que une la palabra a la imagen.

CC: ¿No hay otro problema, que pudo Ud. percibir en el interior de la disyunción entre el ver y el hablar?

JD: Sí, es uno de los riesgos más interesantes del film. Es lo que subraya el título del libro. «Tourner les mots» significa evitar las palabras, rodear las palabras, hacer que lo cinematográfico resista a la autoridad del discurso; y al mismo tiempo, se trataba de tornear, refinar las palabras, es decir, encontrar frases que no fuesen frases de entrevistas, de cursos, de conferencias, frases ya propicias para un registro cinematográfico; y por fin, hay que entender rodar, entender el rodaje, en el sentido de filmar las palabras. ¿Y cómo filmar las palabras, que se conviertan en imágenes, que sean inseparables del cuerpo, no sólo de la persona que las dice, sino del cuerpo, del conjunto icónico, y que sin embargo sigan siendo palabras, con su sonoridad, el tono, el tiempo que les es propio? Estas palabras a veces pueden ser arrancadas en una improvisación, o bien leídas, ya que hay algunos pasajes que son leídos por el actor, o legibles, sobre un cartel callejero. Los lugares jamás son identificados, se funden unos con otros, se reparten los rasgos que tienen en común el sur de California, España, Argelia, lugares litorales meridionales; y el único momento en que se los puede identificar por un nombre propio, es algo que se lee en silencio, sobre un cartel de la calle. Es una experiencia que se pretende como propiamente cinematográfica, y que no sacrifica sin embargo el discurso sometido a la ley fílmica. En el film surge a menudo la cuestión de la dirección, el destino, la indeterminación del destinatario. ¿Quién envía, dirige, qué a quién? Lo que cuenta en la imagen no es simplemente aquello que es inmediatamente visible, sino también las palabras que habitan las imágenes, la invisibilidad que determina la lógica de las imágenes, es decir, la interrupción, la elipsis, toda esta zona de invisibilidad que hace violencia y activa la visibilidad. Y en un film, la técnica de la interrupción no es algo fácil –hablo a menudo de anacoluto al referirme a esto, y también Safaa Fathy. Esta interrupción de la imagen no rompe el efecto de la imagen, lleva más lejos la fuerza a la que la visibilidad da impulso. La secuencia interrumpida se vuelve a encontrar en otro momento del film, o no, y compete al destinatario, que llamamos espectador, orientarse o no, dejar correr, seguir el hilo o no. En consecuencia, la imagen en tanto que imagen, es trabajada materialmente por la invisibilidad. No forzosamente la invisibilidad sonora de las palabras, sino otra distinta, y creo que el anacoluto, la elipsis, la interrupción, forman quizás aquello que el film guarda en sí. Lo que se ve en el film tiene sin duda menos importancia que lo no-dicho, lo invisible que es lanzado como un tiro de dados, relevado o no (esto es asunto del destinatario) por otros textos, otros films.

Es un film sobre el duelo (la muerte de los gatos, la muerte de mi madre), y es un film que hace duelo por sí mismo. En toda obra hay un sacrificio así, y sin embargo, en la escritura de un texto o de un libro, aunque haya también que tirar, sacrificar, excluir, las restricciones son menores, son menos exteriores; cuando se escribe un libro, uno no está sometido, como es aquí el caso, a una ley comercial o mediática, tan dura, tan rígida. Por esa razón, el libro fue como una especie de respiración, de alivio.

(finaliza aquí)FATHY_1999_Ailleurs_Derrida_diacritics

Entrevista por Antoine de Baecque y Thierry Jousse. Traducido por Fernando La Valle. Publicado en Cahiers du cinéma, n° 556, abril 2001.

Obit Rodney King

(viene de aquí)

CC: En un libro reciente sobre Maurice Blanchot, vuelve Ud. sobre una cuestión que le es cara, y que ya ha abordado, a propósito de la imagen, en Echographies de la televisión: el estatuto del testimonio. Se trata igualmente de una cuestión central para el cine: aquello para lo que puede servir el cine, aquello para lo que puede crear. El cine testimonia, intenta ser una prueba…

JD: En el derecho occidental, el documento filmado no tiene valor de prueba. Existe, en nuestra idea occidental de la creencia, una desconfianza irreductible hacia la imagen en general, y hacia la imagen filmada en particular. Esto puede interpretarse como una forma de arcaísmo, esta idea de que sólo la percepción, el verbo o la escritura en su presencia real tienen derecho a la creencia, son creíbles. Jamás se ha adaptado este derecho a la posibilidad del testimonio filmado. Inversamente, también se puede decir que esta desconfianza jurídica hacia la imagen filmada toma en cuenta la modernidad de la imagen cinematográfica, la reproductibilidad infinita, y el montaje de las representaciones: la síntesis siempre posible que une la creencia a la ilusión. Una imagen, sobre todo en el cine, es siempre pasible de interpretación: el espectro es un enigma, y los fantasmas que desfilan por las imágenes, constituyen misterios. Se puede, se debe creer en ellos, pero esto no tiene valor probatorio. Tomemos el caso Rodney King en Los Angeles, donde todo el sistema de la acusación reposaba sobre una película de video registrada fortuitamente por un testigo de la paliza que recibe el negro por parte de la policía. Todo lo que el testigo podía proveer eran imágenes, había visto todo por el ojo de su cámara, y esta película se encontró en el centro de discusiones e interpretaciones múltiples, de nunca acabar. Si el testigo hubiera visto y hubiera reportado los hechos, su palabra, de cierta manera, habría sido una prueba más firme. La imagen de los hechos, aun si correspondía a un estado de la sociedad, y suscitó una suerte de revuelta –sobre todo en la comunidad negra–, era paradójicamente menos digna de fe por parte de la justicia y de la autoridad blanca. Lo que queda planteado por este desafío es, más fundamentalmente, la cuestión de la huella: la huella genética es más creíble, mejor acreditada, que la huella cinematográfica.

CC: A propósito del film como huella, ¿qué piensa de Shoah, de Claude Lanzmann?

JD: Es un film-testimonio. Pero confiere a los testimonios un papel en realidad mayor, ya que rechaza sistemáticamente las imágenes de archivo para encontrar en el presente los testigos, su palabra, sus cuerpos, sus gestos. Se trata entonces, también, de un gran film de la memoria, que restituye la memoria contra la representación y contra, bien entendido, la reconstitución. El presente impide la representación, y creo que, en ese sentido, Lanzmann ilustra inmejorablemente aquello que puede ser la huella en el cine. Shoah no cesa de aprehender huellas, rastros, toda la fuerza del film y su emoción radican en estos rastros fantasmales sin representación. La huella es el “esto tuvo lugar aquí” del film, la supervivencia. Pues todos los testigos son sobrevivientes: han vivido eso, y lo dicen. El cine es el simulacro absoluto de la supervivencia absoluta. Nos relata aquello desde donde no se vuelve, nos relata la muerte. Por su propio milagro espectral nos muestra aquello que no debería dejar rastros. Es entonces dos veces rastro: rastro del testimonio mismo, rastro del olvido, rastro de la muerte absoluta, rastro del sin-rastro, rastro del exterminio. Es el salvamento, por el film, de lo que queda sin salud, la salud para los sin-salud, la experiencia de la supervivencia pura que testimonia. Pienso que ante eso, el espectador queda atrapado. Esta forma que se ha encontrado a la supervivencia es irrecusable. Es sin duda una ilustre ilustración del cinematógrafo parlante.

CC: ¿Qué es lo que en Shoah le parece específicamente cinematográfico?

JD: Esta presentación sin representación de la palabra testimonial es emocionante porque ella es «film». Shoah habría sido mucho menos fuerte y creíble si se hubiera tratado de un documento puramente audible. La representación de la huella no es una simple presentación, ni una representación, ni una imagen: toma cuerpo, hace concordar ese gesto con la palabra, relata y se inscribe en un paisaje. Los fantasmas han sobrevivido, son re-presentificados, aparecen en toda su palabra fenomenal, fantástica, es decir, espectral (sobrevivientes-aparecidos). La fuerza de Shoah, antes que histórica, política, archivística, es entonces esencialmente cinematográfica. Pues la imagen cinematográfica permite a la cosa misma (un testigo que habló, un día, en un lugar) no ser ya reproducida, sino producida de nuevo «ella-misma ahí». Esta inmediatez del «ello-mismo ahí», pero sin presencia representable, producido en cada visión, es la esencia del cine, así como del film de Lanzmann.

CC: Esta manera de presentar lo irrepresentable, en Shoah, ha vuelto igualmente sospechosas toda reconstitución y toda representación del exterminio. ¿Cómo se explica?

JD: Lo que aparece al desaparecer en Shoah, esta ausencia de imágenes directas o reconstituidas de lo que «eso» ha sido, aquello de lo que se habla, nos remite a los acontecimientos de la Shoah, es decir, a lo irrepresentable mismo. Mientras que todos los films, cualesquiera sean sus cualidades o sus defectos, por otra parte –no se trata de eso–, que han representado el exterminio, no pueden remitirnos más que a algo reproductible, reconstituible, es decir, a lo que no es la Shoah. Esta reproductibilidad es un terrible debilitamiento de la intensidad de la memoria. La Shoah debe seguir a la vez en el «eso tuvo lugar», y en lo imposible de que «eso» haya tenido lugar y sea representable.

CC: La fuerza de Shoah radica en gran medida en el registro de las voces. Esto es algo a lo que Ud. es muy sensible. Ud. registró, por ejemplo, lecturas de texto, Feu la cendre y Circonfessions, donde su intervención se halla entera en su voz…

JD: Shoah es mucho más que un registro de palabras… Pero, para responder a su pregunta, sí, el registro de las palabras es uno de los fenómenos mayores del siglo XX. Da a la presencia viva una posibilidad de «ser ahí» de nuevo sin ningún equivalente, sin ningún precedente. La grandeza del cine, sin duda, estuvo en integrar el registro de la voz en un momento de su historia. No fue una añadidura, un elemento suplementario, sino más bien un retorno a los orígenes del cine, que permitió consumarlo aún mejor. La voz en el cine, no agrega algo; ella es el cine, pues es de la misma naturaleza que el registro del movimiento del mundo. No creo para nada en la idea de que habría que separar las imágenes –cine puro– de la palabra; tienen la misma esencia, la de una «cuasi-presentación», la de un «ello-mismo ahí» del mundo, cuyo pasado será para siempre radicalmente ausente, irrepresentable en su presencia viva.

(sigue aquí)shoah

Entrevista por Antoine de Baecque y Thierry Jousse. Traducido por Fernando La Valle. Publicado en Cahiers du cinéma, n° 556, abril 2001.