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Lunes, 27 de agosto

Postal de vacaciones de Rivette.

Leo el Tome II de Genet, Notre-Dame des fleurs que me gusta mucho, más que en la primera lectura.

He hecho que el ayudante de los guardias creyera que mi ambición es entrar en la policía. Dice que seguramente tengo ya la formación necesaria.

Martes, 28 de agosto

Había decidido no escribir más a Liliane pero he cedido, le he escrito evitando quejarme de su silencio.

Jueves, 30 de agosto

Estoy ya cansado de llevar este diario, pero sigo. Carta de Bazin, inquieto de no tener noticias mías. Le he respondido de modo grosero que ya no se ocupa de mí. Lamento desde ya este mal humor completamente injusto.

He recuperado El niño criminal. He leído Pompas fúnebres de un tirón y la primera lectura me ha decepcionado. Sin embargo, me ha gustado mucho la obra de teatro de T. S. Eliot Muerte en la catedral. Tengo los ojos cansados. Ya no estoy detenido sino acuartelado: tendré visitas el domingo.

(…)

Domingo, 2 de septiembre

Desgraciadamente Liliane ha venido a verme a la vez que Rivette y Malandry que no han dejado de hablar de películas y de cruzar nombres, fechas y títulos. No se dan cuenta de que yo estoy lejos de todo eso y que el cine me interesa cada vez menos.

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Traducción: Manuel Asín

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Château Elysée

En 1906 los actores Elinor Kershaw y Thomas Harper Ince se conocen trabajando en un espectáculo de Broadway, For Love’s Sweet Sake (Por el dulce bien del amor). Un año más tarde se casan.

La carrera de Thomas, actor e hijo de actores, pero también socorrista, empresario teatral de poco éxito, bailarín y lo que haga falta para sobrevivir, es una sucesión de éxitos a medias y de fracasos completos. Tiene poco presente y menos futuro. Por suerte Elinor le consigue trabajo en la Biograph. La escritura de la vida. Una empresa de un tipo nuevo. Más tarde se las llamará «productoras cinematográficas». Allí Thomas consigue, por lo menos, ganarse la vida.

En 1910, gracias a un antiguo empleado de una de sus frustradas compañías teatrales, Thomas cambia de productora. Entra en la Indepedent Motion Picture. Un paso importante. Al poco tiempo dirige algunas escenas de una película abandonada por su director. De ahí a una película completa no hay más que un paso, que Thomas no tarda en dar. (La mayoría de las películas, no lo olvidemos, duraban entonces unos quince minutos.)

Como son tiempos de guerra en el mundo del cine, la guerra de las patentes, le envían durante un tiempo a rodar a Cuba, para trabajar lejos del temible ejército de Edison. Allí, y donde sea, las películas dirigidas por Thomas se suceden y con ellas llega la ambición. Thomas aspira a más. Quizás a rodar películas más largas y más espectaculares. Quizás a ganar más dinero.

En cualquier caso, en septiembre de 1911 Thomas vuelve a actuar. Le prestan un buen traje y un anillo con diamante y se presenta en las oficinas de Charles O. Baumann, de la New York Motion Picture. Intenta parecer un director de éxito.

El disfraz funciona: a los pocos días Thomas, su mujer, su actriz principal y su cameraman cogen el tren rumbo al Oeste, hacia California.

Llegado este momento, todo se acelera, o se hace desmedido. Thomas dirige primero pequeños westerns que monta en la cocina con la ayuda de su mujer. En 1912 ya ha ganado dinero suficiente como para comprar un rancho en las colinas de Santa Mónica. Allí funda su propio estudio. Se llamará Inceville. En él viven una tribu india y la troupe de un antiguo show del salvaje oeste. (Son tiempos en los que todavía recorre el mundo Buffalo Bill con su espectáculo del viejo Oeste. El cine empieza apenas a tomar su relevo en la construcción del mito.)

Cuanto más dinero, más películas. Thomas no puede dirigirlas todas, tiene que delegar. Entonces aparece la que quizás sea su verdadera vocación. Será productor. Se ocupará de varias películas al mismo tiempo. Surge una herramienta nueva: el guión. El guión como forma de controlar los gastos. Se acabó el inventarse las películas sobre la marcha.

Thomas Ince planificará sus películas sobre el papel y establecerá una jerarquía que será el antecedente de los grandes estudios del Hollywood clásico. Entre los actores y directores que pasan por Inceville se encuentra Francis Ford; entre los chicos para todo, un hermano pequeño de Francis, John.

Unos años más tarde Thomas vende Inceville, y se traslada a Culver City. Se asocia con Griffith y Mack Sennet en la Triangle, luego con Zukor en la Paramount, luego funda otro estudio independiente…

Haría falta un volumen entero para seguirle la pista. Abreviemos. Vayamos al drama. Vayamos al escándalo silenciado.

En noviembre de 1924, Thomas Ince se une a una excursión en el yate del magnate de la prensa William Randolph Hearst. A los pocos días, Thomas es enterrado. Sin autopsia.

¿Qué ha pasado?

Hay varias versiones.

Una indigestión.

Un ataque al corazón.

Una bala que Hearst destina a Chaplin, amante de su amante Marion Davis, y que por algún azar acaba en el cuerpo de Thomas.

Unos dicen que muere a las pocas horas; otros, a los pocos días; otros, a las pocas semanas…

La prensa apenas se atreve a comentar los rumores. La policía no investiga. Grande es el poder de Hearst.

¿Y Elinor? Sin apuros. ¿Herencia de Ince? ¿Hearst le abre una cuenta para comprar su silencio? Venga de donde venga el dinero, el caso es que en 1927 Elinor lanza la construcción del Chateau Elysée, un palacio a la manera del siglo XVII normando, pero en el siglo XX y bajo el sol de California. Será un hotel. El hotel del cine. De la cara soleada y triunfante del cine. Abre sus puertas en 1929. Su historia es la historia del lujo y el glamour, la de las fiestas y las estrellas. Todos, en algún momento, se alojan allí.

En 1943 Elinor Ince vende el hotel.

En 1951 se convierte en una residencia para actores jubilados.

En 1953 el escritor de ciencia-ficción L. Ron Hubbard funda la Iglesia de la Cienciología en New Jersey.

En 1954 algunos de sus seguidores crean una rama de la Iglesia de la Cienciología en California.

En 1971 muere Elinor.

En 1973 la Iglesia de la Cienciología compra el Chateau Elysée.

Lo convierte en uno de sus doce Centros Internacionales para Celebridades.

Sin duda, Hollywood había cambiado mucho desde que, sesenta años antes, Thomas y Elinor habían llegado allí gracias a un anillo prestado.

 

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Fragmento de «Glosario innecesario», de Pablo García Canga, incluido en Amistad, el último toque Lubitsch, de Samson Raphaelson.

Amistad Estampa

 

«Me gustó lo que escribiste, Sam, de verdad que me gustó. Lo aprecié mucho». Lo decía un hombre que una y otra vez, a lo largo de los años, cuando acababa de leer una escena con la que yo me había deslomado, comentaba: «Sí claro, está bien. Pero bien no es suficiente, ya lo sabes. Para nosotros tiene que ser genial». Y esto le había «gustado», lo había «apreciado». Era siniestro. Era irónico. Este hombre me odiaba.»

 

Samson Raphaelson había escrito con Ernst Lubitsch ocho películas, sin embargo nunca había tenido la sensación de conocerlo realmente. ¿Eran amigos o tan sólo colegas de trabajo? No habría podido decirlo.

Hasta un día de 1943. Lubitsch sufrió un ataque al corazón y todo Hollywood creyó que había muerto. Conmocionado, Raphaelson dictó a su secretaria un elogio fúnebre. Y entonces surgieron todas las palabras que nunca le había dicho en vida. Sí, lo apreciaba. Sí, eran amigos.

Pero Lubitsch no había muerto. El manuscrito quedó oculto en un cajón.

Pasaron los años, las películas, las ocasiones de decir lo que nunca se habían dicho. Todo volvió a la normalidad. Pero cierta tarde de 1947 (habían terminado un guión, nunca volverían a verse), Lubtisch se dirigió a Raphaelson de modo más íntimo de los habitual. «Por cierto, Sam, he oído que escribiste algo hace unos años cuando estuve enfermo…» Samson Raphaelson se quedó de una pieza. Empezaba la hora más extraña y embarazosa de su vida.

 

Samson Raphaelson: Escritor y guionista norteamericano nacido en Nueva York en 1896. En 1927 su obra de teatro El cantor de Jazz se convierte en la primera película sonora. En 1930 escribe su primer guión para Ernst Lubitsch, con quién volverá a trabajar en ocho ocasiones (entre otras Un ladrón en la alcoba,El bazar de las sorpresas El cielo puede esperar). También escribe Sospecha para Alfred Hitchcock. Profesor de escritura teatral y cinematográfica en las universidades de Illinois y de Columbia. Fallece en 1983 en Nueva York. 

 

94 páginas. Precio 9,95€

Ya disponible en librerías, Amazon…

 


Lubitsch autograph

Hoy, 30 de noviembre de 2012, se cumplen 65 años del fallecimiento en Hollywood de Ernst Lubitsch. Por aquel entonces se publicó un elogio fúnebre del guionista Samson Raphaelson, que había escrito con él ocho de sus películas. Un elogio que tenía una historia rocambolesca, que sólo se conocería en 1981, cuando Raphaelson escribiera Amistad, libro que en breve publicaremos. Una historia sobre la amistad entre dos hombres que durante años trabajaron juntos sin llegar a saber nunca si eran eran realmente amigos y cuya relación alcanzaría un punto culminante, extraño, embarazoso, y finalmente digno del «toque Lubitsch«, en torno a un pequeño texto, ese elogio fúnebre, escrito, oculto, descubierto, revisado por Lubitsch en vida y que a continuación reproducimos: 

Lubitsch amaba las ideas más que nada en este mundo, excepto su hija Nicola. No importaba qué tipo de ideas. Podía apasionarse lo mismo por el monólogo final de un personaje en el guión en curso, por los méritos relativos de Horowitz y de Heifetz, por la estética de la pintura moderna o por saber si era o no el momento oportuno para comprar una propiedad. Y su pasión era, por lo general, mucho más fuerte que la de cualquiera a su alrededor, con lo cual siempre acababa siendo la figura dominante en un grupo. Pero nunca conocí, ni siquiera en esta tierra de egoístas, a nadie que no se iluminara al disfrutar de su compañía. Este placer no lo causaban su brillantez ni su rectitud —distaba de ser infalible y su ingenio, siendo humano, tenía sus momentos flacos— sino la pureza y la alegría infantil de su larga historia de amor con las ideas.

Una idea le importaba más que, por ejemplo, en qué punto se encontraba el tenedor camino de su boca. Este director, que tenía un ojo infalible para el estilo, desde lo más superficial de las ropas y los modales hasta la más profunda y sutil entonación de un corazón aristocrático, tendía, en su vida diaria, a ponerse el pantalón y la chaqueta más a mano sin importarle si desentonaban, era capaz de gritar como un rey o como un campesino (pero en ningún caso como un caballero) e iba por la vida sin detenerse en matices ni exquisiteces, con esa torpeza que es el pasaporte de un hombre honesto. No tenía tiempo que perder con los buenos modales y, sin embargo, su gracia era incontestable y todos la reconocían, desde el chico de los recados hasta el magnate, el mecánico o el artista. De hecho, Garbo sonrió en su presencia, y también lo hicieron Sinclair Lewis y Thomas Mann. Nació con el don afortunado de desvelar su persona al momento y a cualquiera.

Como artista era sofisticado, como hombre era casi ingenuo. El artista era astuto, el hombre sencillo. El artista era económico, preciso, exacto; el hombre nunca encontraba sus gafas de leer, sus cigarros o sus manuscritos y la mitad de las veces ni siquiera recordaba su propio número de teléfono.

Por muy grande que lleguen a considerarlo los historiadores del cine, era aún más grande como persona.

Era genuinamente modesto. Nunca buscó la fama ni le importaron los premios. Era incapaz de practicar el arte de la publicidad personal. No se le podía herir criticando su trabajo. Y, de alguna manera, nunca ofendía a sus colaboradores con su franqueza inocente. Una vez que te había escogido, era porque creía en ti. Así que te podía decir: «¡Qué mal!», y al mismo tiempo sentías que eras apreciado y que esperaba mucho de tus virtudes secretas. Siendo un gran actor, era incapaz de fingir en sus relaciones con los demás. No tenía una actitud para los poderosos y otra para los humildes, un estilo para el salón y otro para el bar. Estaba tan libre de pretensiones y de segundas intenciones como se supone que lo están los niños y esto lo hacía infinitamente variado y encantador.

Lamento no haber sido capaz de decirle alguna de estas cosas mientras estaba vivo.

Liubitsch w. SR

Amistad, el último toque Lubitsch, de Samson Raphaelson, ya disponible en librerías. 

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Michelet. Michelet y más Michelet, hasta las lágrimas…

Marguerite Duras

 

Sprenger dice (antes de 1500): «Hay que decir la herejía de las brujas y no de los brujos: éstos son poca cosa». Y otro, en tiempos de Luis XIII: “Por un brujo, diez mil brujas».

‘La naturaleza las hace brujas…» Es el genio propio de la mujer y de su temperamento. La mujer nace hada. Por el retorno regular de la exaltación, es sibila .Por el amor, maga. Por su finura, su malicia (con frecuencia fantástica y bienhechora) es bruja y echa suertes, o por lo menos engaña, adormece las enfermedades.

Todo pueblo primitivo tiene el mismo comienzo: lo vemos por los Viajes. El hombre caza y combate. La mujer se ingenia, imagina: engendra sueños y dioses. Cierto día es vidente: tiene las alas infinitas del deseo y del ensueño. Para contar mejor el tiempo, observa el cielo. Pero la tierra no está por ello menos en su corazón. Con los ojos bajos sobre las flores enamoradas, ella misma joven y flor, la mujer traba con las flores un conocimiento personal. Es mujer y les pide que curen a los que ella ama.

¡Sencillo y conmovedor principio de las religiones y de las ciencias! Más adelante todo se dividirá, se verá empezar al hombre especial, juglar, astrólogo o profeta, nigromante, sacerdote, médico. Pero, al principio, la mujer es todo.

Una religión viva y fuerte como el paganismo griego, empieza en la sibila y termina en la bruja. La primera, hermosa virgen, a plena luz lo acunó, le dio el encanto y la aureola. Más tarde, decaído, enfermo, en medio de las tinieblas de la Edad Media, delas landas y de los bosques, fue escondido por la bruja; su piedad intrépida lo alimentó, lo hizo vivir todavía. Así, para las religiones, la mujer es madre, tierna cuidadora y nodriza fiel. Los dioses son como los hombres: nacen y mueren en su seno.

 

¡Cuánto le cuesta esta fidelidad! ¡Reinas magas de Persia maravillosa Circe! Sublime Sibila, ¡ay! ¿Que ha sido de vosotras? Y ¡qué bárbara transformación!  Aquella que, en el trono de Oriente, enseño las virtudes de las plantas y el viaje de las estrellas, aquella que, junto al trípode de Delfos brillaba con el dios de la luz y daba los oráculos a un mundo de rodillas…. Es la misma que mil años después, es cazada como un animal salvaje, perseguida en las encrucijadas, execrada, despedazada, lapidada, sentada sobre carbones ardientes.

El clero no encuentra bastantes hogueras, el pueblo bastantes injurias, el niño bastantes piedras para lanzar contra la infortunada. El poeta (también niño) le lanza otra piedra, la más cruel para una mujer. Supone, gratuitamente, que ella es siempre vieja y fea. Ante la palabra ‘bruja’ surgen las horribles viejas de Macbeth. Pero sus crueles procesos nos enseñan lo contrario. Muchas perecieron, precisamente, por ser jóvenes y bellas.

La sibila predecía el destino. Y la bruja lo realizaba. Esta es la grande, la verdadera diferencia. Ella evoca, conjura, opera sobre el destino. No es la Casandra antigua, que veía tan bien el porvenir, lo lamentaba, lo esperaba. La bruja crea este porvenir. Más que Circe, más que Medea, ella lleva en la mano la varita del milagro natural para ayudar a la hermana naturaleza. En ella se ven ya los rasgos del moderno Prometeo. En ella comienza la industria, ante todo la industria soberana que cura, rehace al hombre. A la inversa de la sibila, que parecía mirar hacia la aurora, ella mira hacia el poniente; pero justamente este crepúsculo sombrío da, mucho antes que la aurora (como sucede en los picos de los Alpes), un alba anticipada del día.

El sacerdote presiente bien que el peligro, la enemiga, la rivalidad temible está en aquella a quien finge despreciar, en la sacerdotisa de la naturaleza. De los antiguos dioses, ella ha concebido dioses. Frente al Satanás del pasado, se ve que ella da a luz un Satanás del porvenir.

Durante mil años el único médico del pueblo fue la bruja. Los emperadores, los reyes, los papas, los más ricos barones tenían algunos doctores de Salerno, moros o judíos, pero las masas de todo Estado, podemos decir todo el mundo, no consultaban más que a la Saga, o comadrona. Si no curaba, la injuriaban y la llamaban bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor, se la nombraba Dama buena, o Bella dama (bella donna), el mismo nombre que se daba a las hadas.

Y sucedió con ella lo mismo que ocurrió con su planta favorita, la belladona, y otros venenos saludables que ella empleaba y que fueron el antídoto de los grandes flagelos de la Edad Media. El niño, el transeúnte ignorante maldecían aquellas sombrías flores antes de conocerlas. Los aterraban con sus dudosos colores. El hombre retrocede, se aleja. Y son, sin embargo, las consoladoras (soláneas) que, discretamenteadministradas, han adormecido y con frecuencia curado tantos males.

Se las encuentra en los lugares más siniestros, aislados, de mala fama, entre los tugurios, entre los escombros. En esto se parecen una vez más a la mujer que las utiliza. ¿Dónde podía vivir si no en las landas salvajes la desdichada tan perseguida; la maldita, la proscrita, la envenenadora que curaba, que salvaba? ¿Dónde podía vivir la novia del diablo y del mal encarnado, que tanto bien hizo, según el decir del gran médico del Renacimiento? Cuando en Basilea, 1527, Paracelso quemó toda la medicina, declaró no saber nada fuera de lo que había aprendido de las brujas.

Esto merecería una recompensa. Y las brujas la tuvieron. Se les pagó con torturas, con hogueras. Se descubrieron suplicios especiales, se inventaron dolores para ellas. Se las juzgaba en masa, se las condenaba por una palabra. Nunca hubo tanta prodigalidad de vidas humanas. Sin hablar de España, tierra clásica de hogueras, en que el moro y el judío no dejan jamás de acompañar a la bruja, se quemaron siete mil en Traveris, no sé cuántas en Tolosa: en tres meses, quinientas en Ginebra (1513), ochocientas en Wurtzburg, casi en una horneada; mil quinientas en Bamberg (dos pequeños obispados). El mismo Fernando 11, el mojigato, el cruel emperador de la Guerra de los Treinta Años, se vio obligado a vigilar a sus buenos obispos: había peligro de que quemaran a todos sus súbditos. En la lista de Wurtzburg he encontrado un brujo de once años, que iba a la escuela; una bruja de quince. En Bayona dos de diecisiete, condenadamente bonitas.

Prestemos atención a que en ciertas épocas, por el sólo nombre de bruja, el odio mata a quien quiere. Las envidias de las mujeres, la concupiscencia de los hombres se apoderan de esta arma tan cómoda. ¿Esta es rica?… Bruja. ¿Aquella es bonita? Bruja. Vemos así a la Murgui, pequeña mendiga que, marca con esta piedra en la frente, para la muerte, a una gran dama muy hermosa, la castellana de Lancinena.

Las acusadas, si pueden, prevén la tortura y se matan. Remmv el excelente juez de Lorena, que quemó ochocientas, triunfa en medio de este terror. «Mi justicia es tan buena – dijo -, que dieciséis brujas arrestadas el otro día no pudieron esperar y se estrangularon.»

(…)

 

 

 

Jules Michelet, La bruja, Akal.

Marguerite Duras en Tienda Intermedio DVD. 

 

Vuelvo de Lisboa, donde he mostrado mis películas en la cinemateca ante una veintena de espectadores muy atentos… gracias a Luis Miguel Oliveira y a sus dos colaboradoras… en ese mismo momento moría JD Salinger… estoy triste… no encuentro las palabras… Lo que más he leído y releído en mi vida son las aventuras de la familia Glass… Franny y Zooey, Nueve cuentos, Levantad, carpinteros, la viga del tejado, Seymour, una introducción… como leía y releía a Raymond Chandler hace tiempo… y como nunca he dejado de releer Lolita en inglés… los niños Glass hacen radio-realidad, los padres Glass eran héroes de vodevil, como los Black minstrels, como Emmett Miller, como Charlie Chaplin en Londres, también, el mismo Chaplin que le robará al joven Salinger la mujer de su vida, la bella Oona O’Neil (JD Salinger insultará más tarde, a golpe de cartas rabiosas, al “viejo hombre repugnante” que le había robado la novia, la demasiado joven Oona…) … es el fin de un mundo, un mundo de imágenes y de palabras, de palabras habladas, rimadas y de nuevo habladas.

 

Hablar el mundo, Salinger, lo hacía mejor que nadie, en la lengua más ordinariamente poética, más recogida, más parlanchina, que pueda ser. Hacía en inglés, en americano más bien, lo que el ruso Nabokov hacía en el mismo momento con su bricolaje de fragmentos de angloamericano universitario, lo que Céline hacía también por su cuenta, con un lado más negro pero en el fondo igual de luminoso… con ese ordinario poético de la lengua americana Salinger hizo enigmas, fragmentos rimados, koans… se conoce el ruido de dos manos que aplauden, pero no importa saber lo que es el sonido de una mano, una sola… lo más importante es imaginar a la niña pequeña que mueve los labios en la oscuridad sin que un solo sonido salga de su boca, repitiendo hasta el infinito una sola y misma frase, un mantra infantil para extraterrestre urbano… el lector acabará por creer que esa plegaria, hecha de palabras silenciosas, les permite, a ella, a él, flotar por encima del suelo y oír volar a los peces, los peces plátano, los peces gato… e incluso los peces rata.

 

Uno guarda a Salinger para sí mismo, no se habla nunca de él, ni a los editores, ni a los amigos… en realidad cada lector de Salinger cree que no hay nadie más lo lea, piensa ser el único… sus lectores se cuentan uno a uno, con los dedos de una mano, sin que se sepa, sin que ellos sepan nada, así hasta llegar a  millones de lectores únicos, sumándose sin nunca tocarse… No hablé de Salinger más que una vez, en un rincón perdido de Bretaña, hace treinta años, con dos amigos que tenía entonces, Pierre Trividic y Pascale Ferran y me maravillé en voz alta, por primera y última vez en mi vida, de ese pequeño milagro: dos otras personas, dos seres humanos, compartían mi amor, un amor oblicuo y frontal a la vez, por los niños obstinados y los jóvenes adultos de JD Salinger… sólo nos faltó recitar fragmentos de frases en voz alta, a pleno sol, en el viento… años más tarde, al ver su primera película, Petits arrangements avec les morts, supe que Pascale Ferran –y Pierre Trividic que acababa de escribir el guión y los diálogos- estarían entre los únicos que habrían abordado frontalmente, con toda la seriedad de la infancia, el universo terco de los relatos de Salinger

 

Unas últimas palabras, quizás las últimas. La religión budista no tiene más que una importancia maníaca, repetitiva, decorativa, en los textos de Salinger. Es apenas un ritual como cualquier otro. Los hay más tontos. Y sin embargo pasé de esos ejercicios zen más pintorescos que inmateriales a los que se libran los personajes, Franny sobre todo, si mal no recuerdo, a la lectura de verdaderos cuentos zen (en inglés también, no había nada en francés) con el mismo amateurismo entusiasta que mostraban sus personajes. Los rituales me interesaban decididamente más que las religiones mismas, pasé del budismo zen a los cuentos jasídicos (Martin Buber, Rabbi Nachman…e incluso Elie Wiesel), luego a los delirios filosóficos abstractos de los sufís (Ibn’Arabi sobre todo) y finalmente, in extremis, a las maravillas de erudición cristiana de un jurista judío demasiado desconocido, Jacob Taubes, cuyo único libro (era un profesor, un orador), Théologie politique de Paul, se convirtió en mi libro de cabecera, a pesar de una especie de hermetismo lacaniano que me seduce más que me repele. De los rituales religiosos pasé en cierto momento a los escritos de Leroi-Gourhan sobre la prehistoria (sobre todo su pequeño libro rojo sobre la religión de los hombres prehistóricos) pero ahí ya no estoy seguro de que haya una relación con Salinger. Aunque…

 
Post scriptum. Esa familia Glass, esa palabra, ¿qué dibuja? Decir primero que la celebridad de Salinger se construyó sobre un malentendido pre-Glass, sobre Catcher in the rye, sobre las palabrotas poéticas pero convencionales de Holden Caufield. Nunca me ha gustado de verdad ese libro… demasiado americano, demasiado convencional, demasiado suavemente inesperado, rebelde, hablado/hablado/hablado… con los Glass es diferente: ¿de donde vienen? ¿A dónde van? Sus palabras son ligeras, casi inmateriales, con una pura musicalidad de lengua hablada, fuera del realismo, fuera del teatro, fuera del cine, fuera de todo- la misma inmaterialidad musical que la del extranjero Nabokov en Lolita, aquel que escucha con un oído distraído, extranjero, a los estudiantes, las chiquillas, las ninfetas…y las mariposas.

 

Si JD Salinger cantase, cantaría sin esfuerso (menos es mejor) como Bobby Troup, el rey del minimalismo… o mejor aún, como Sinatra,… dos versiones de Misty (Bobby Troup, después de My Funny Valentine, y Sinatra, toma inédita sacada de Sinatra and Strings)

 

 

 

 

 

Original en Club Skorecki.

Isla Correyero

Todos nosotros que debutamos
en la vida con una tara irremediable,
que deseábamos tanto y habíamos
obtenido tan poco, que con tan
buenas intenciones, tan mal
acabamos…Todos nosotros.

Jim Thompson

Todos nosotros.
Los que nacimos rechazando la política y las leyes.
Los orgullosos.
Los que sabíamos que extraían de nuestra percepción la libertad.

Todos nosotros.
Que crecimos en pueblos y en ciudades aún azules.
Que fuimos incalculables niños instintivos y lunáticos.

Todos nosotros.
Viajeros.
Los que atravesamos la oscuridad del sexo y la habitamos.
Los buscadores de belleza.
Los que probamos las exóticas sustancias y vivimos en el cine y en la noche.

Todos nosotros.
Generación, tribu, conjunto de perdedores que imaginamos que la ruina era el más alto honor.

Todos nosotros.
Los desterrados ahora de aquel grupo.
Los olvidados, los oscuros, los ausentes.
Los abandonados y los destruidos.

Todos nosotros.
Los que ya no soñamos. Los que somos compradores de todo.
Los arrasados por el dinero y por las guerras.

Los que ahora somos impenetrables asesinos blancos.

Los que contemplamos la luna desde el cielo.

Isla Correyero, 1993. Crímenes.

Isla Correyero

– «Crímenes», libro desaparecido durante casi 20 años está ahora a la venta en versión ebook en la Amazon Kindle Store por un precio de 2’26 € 

The Magnetic Fields en Editorial CONTRA

¿Qué tienen en común las canciones de The Magnetic Fields, los tejemanejes políticos en el fútbol, los lavabos más singulares de Barcelona, las entrevistas de Neil Strauss, la vida del ciclista David Millar, la mirada del periodista deportivo Axel Torres o las letras de Nick Drake? En apariencia poco o nada, se diría que pertenecen a universos opuestos, pero en realidad todos ellos son vasos comunicantes lógicos y naturales en la mente de Didac Aparicio, Eduard Sancho y Jordi Raventós, fundadores y responsables de la nueva editorial barcelonesa CONTRA, una excitante y muy prometedora anomalía en el panorama español que propone el maridaje entre cultura popular, música y deporte, tres ámbitos que gozan de buena salud editorial por separado, cada uno encasillado y bien delimitado en su propia parcela, pero que hasta la fecha nunca habían convivido bajo el mismo techo. “Mi idea inicial era editar libros de cine, pero al venir de ese territorio –la distribuidora Intermedio Films– se me ocurrió que sería más interesante publicar libros de canciones de los grupos que me gustaban. Al proyecto se unieron Jordi y Eduard, que un buen día me dijo: ‘tendríamos que sacar libros de deporte’. Me pareció muy buena idea, algo fresco y desprejuiciado”, explica Aparicio. Para Sancho, esta necesidad respondía al hecho de “en España hasta hace poco no se ha editado bien en el género deportivo. Es cierto que en los últimos años se ha publicado mucho, pero en su mayoría son títulos de consumo rápido y muy coyunturales. Nuestra intención es la de llevar al mercado libros deportivos que tengan calidad literaria, un diseño bonito y una buena traducción y que sean atractivos para el público, le guste o no el deporte”.

Cuando la razón te invita a quedarte en casa a la espera de tiempos mejores antes de embarcarte en aventuras empresariales arriesgadas, CONTRA hace honor a su nombre y desafía cualquier argumento lógico y racional con una apuesta valiente que debe hacer frente a dos grandes escollos. Por un lado, la crisis económica, que a su vez también deriva en la crisis progresiva e imparable que vive el sector cultural. “Si lo piensas mucho no lo haces –confiesa Aparicio. Si te paras a pensar en la crisis y los cambios que se están produciendo en el consumo de ítems culturales da un poco de miedo, pero seguimos pensando que el libro es un formato con mucho recorrido y vigencia”. Por el otro, la necesidad de ir a buscar a un público que hasta el momento vivía fragmentado a ojos del mapa editorial imperante y al que nadie parecía tener en cuenta, como si fuera un pecado experimentar la misma emoción con una canción de Scott Walker, un gol de Maradona, un hachazo de Pantani o un concierto de Bon Iver. “Nosotros vamos a encontrar ese publico, queremos crear ese nicho de mercado que no existe, no nos importa ir a buscarlo, al contrario. Queremos generar esa demanda, que si no existe no es por falta de interés y de posibles lectores, sino porque no existía el producto”, apunta Sancho. Para completar su apuesta, el diseño y la presentación de sus referencias se ha convertido en una obsesión. “Es un tema fundamental para nosotros. Queremos que cada libro tenga su propia identidad, nos interesa especialmente darle un trato personalizado al libro y que cada título sea ejemplar en ese sentido. El objeto tiene que ser un reclamo para comprártelo en papel”.

La editorial debuta en las librerías el próximo 13 de febrero con la publicación de los dos primeros volúmenes de la colección Songbook, una línea que pretende dispensar un trato riguroso y entregado a la obra de algunos de los mejores compositores de la historia, cuando menos aquellos que tienen una importancia manifiesta en los gustos y criterio musical de los responsables del proyecto. Abren la veda dos pesos pesados: Nick Drake y Stephin Merritt, líder de The Magnetic Fields. “De momento Songbook es la única colección de la editorial plenamente definida en el diseño y el concepto, se compone de libros cuadrados, en un formato parecido al de un single, incluso están perforados en el centro, en los que pretendemos elaborar un análisis literario de las que consideramos las mejores canciones de cada artista”, explica Aparicio.

Pink moon, biografía de Nick Drake escrita por el danés Gorm Henrik Rasmussen, complementa la traducción de todo el cancionero del cantautor británico con un evocación apasionada de su vida y obra. Según Aparicio, “es la mejor biografía que se ha publicado de Drake, pero además para nosotros es perfecta porque entra muy a fondo en su universo literario, que es la idea básica de Songbook”. La edición viene prologada por un texto de Nacho Vegas.

Por su parte, The book of love reúne cien canciones de Stephin Merritt, con una extensa introducción del escritor Kiko Amat, a modo de antología amplia y completa sobre su producción en lo que es “una reivindicación obligada y necesaria de un compositor con el que indudablemente estamos en deuda”. En marzo saldrá a la venta Todo el mundo te quiere cuando estás muerto, libro de entrevistas del periodista Neil Strauss, un título que para Aparicioredescubre el género de la entrevista, porque apenas da información musical de los artistas pero consigue retratarlos a todos de forma ejemplar en el cuerpo a cuerpo”.

Y como no solo de música y canciones se nutre CONTRA, en marzo también llegará a las librerías Fútbol contra el enemigo, de Simon Kuper, indispensable recorrido por la relación entre el poder –o el abuso del mismo–, la política, la sociología y el deporte rey: en palabras de Sancho, “representa uno de los mejores ejemplos de lo que es un libro que trasciende lo meramente deportivo, se trata de un excepcional análisis de la cultura y la política que rodea al futbol en todo el mundo”. Para más adelante está prevista la publicación de la autobiografía del portero Robert Enke, de una delirante y cómica guía de los lavabos más particulares de Barcelona, de un prometedor libro del experto en fútbol internacional Axel Torres o de la traducción de Racing through the dark: Rise and fall of David Millar, recomendación efusiva de Eduard: “está escrito por el ciclista David Millar, y es otro libro excepcional sobre la épica del deporte en el que explica en primera persona cómo cae en las redes del dopaje y cómo se recupera… y lo mejor es que se lee como una novela de aventuras”.

Todavía inmersos en los vaivenes de sus primeros pasos de vida, los responsables de CONTRA insisten en la idea de convertir su proyecto en una plataforma para dar voz a la nueva generación de escritores de la piel de toro, pero siempre dentro de los criterios eclécticos de su particular línea editorial. “Lo estamos intentando, una de nuestras obsesiones es la de poder publicar a nuevos talentos españoles, buscar entre la nueva generación de autores, los que están en un momento primigenio y darles la oportunidad. Nos interesa mucho la obra de creación propia”. No será un camino fácil, pero sí apasionante: “En España se edita muy bien… teniendo en cuenta los lectores que hay y el mercado que genera creemos que se publica muy bien, mejor que en otros países europeos como Italia. Sabemos que la competencia es dura, y es por eso mismo que nos preocupa y obsesiona tanto hacerlo todo bien y cuidar hasta el mínimo detalle”.

Nick Drake en Editorial CONTRA

· Artículo original en el diario El País con fotos de los lanzamientos de CONTRA.

La commune - Peter Watkins

El valor del diálogo

Ante libros como éste uno no sabe qué pensar de frases como “Todo lo que no es copia es tradición”. No sé si podría sondear la genial estructura de este Imágenes de la Revolución (Shangrila, 2011) en alguna obra anterior, pero lo cierto es que aquí Israel Paredes y José Francisco Montero han logrado crear un auténtica obra viva a partir de algo tan necesario —y cada vez menos abundante— como es el diálogo.

Cada uno de ellos encargado de reflexionar en sus respectivos textos sobre una obra en concreto que ha supuesto una película emblemática sobre el proceso revolucionario —Israel a través de La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, Eric Rohmer, 2001) y Pepe con La commune (Paris, 1871) (Id., Peter Watkins, 2000) en su punto de mira—, ambos se interpelan, corrigen y matizan, logrando un ente orgánico. Cada uno de ellos invade la parte del otro, punteando los pensamientos ajenos con el suyo propio, evitando así la infalibilidad que supone el texto cerrado y canónico. Su diálogo supone lo más cercano que un lector podría estar de la tertulia de café, siendo espectador privilegiado del duelo dialéctico de dos tipos geniales que saben lo que se dicen y cómo decirlo.

Pero leyendo este libro también acude a la memoria aquella frase célebre de Jean-Luc Godard, que reclamaba que “un travelling es una cuestión moral”. Efectivamente, el cine es tanto fondo como forma. A algunos a veces se nos olvida, y perseguimos la idea de analizar únicamente el valor del argumento, sondeando no sólo la ideología del texto, sino sobre todo la ideología oculta y última del hecho comunicativo, en un alarde de «filosofía de la sospecha» con la que denunciar el espanto del engaño. Aquí, Israel y Pepe ponen en valor la potencia de esa misma filosofía oculta, esta vez transmitida a través de sus formas, de los recursos cinematográficos seleccionados coherentemente por cada uno de los realizadores aludidos. La suya es una labor de desglose, una clase magistral de teoría fílmica donde el cómo es tan importante o más que el qué, donde la técnica condiciona el mensaje, evitando las trampas propias de aquella filmografías ladinas que nos las meten dobladas.

El valor de la convergencia

Sin duda, hablar hoy en día sobre la revolución es toda una osadía. Su concepto está actualmente denigrado, y los soportes del mismo término están plenamente frivolizados, pues incluso el inofensivo hecho de acampar en plazas y parque públicos son elevados a la categoría revolucionaria ante el contraste con el pasivo entorno social en el cual se insertan dichos actos de «rebeldía» —más bien rabieta o pataleta contra entelequias de orden superior e inalcanzables.

La verdadera revolución es un acto radical y desesperado llevado a cabo por kamikazes que nada tienen que perder —y sí mucho que ganar. Por eso, que en el año de publicación de este libro se haya producido un fenómeno llevado a los altares con el pomposo —y falaz— epígrafe de “Spanish Revolution” —que más bien pareciera el spin-off de una de las infumables secuelas de Matrix— parece un verdadero chiste si lo comparamos con aquellos procesos históricos que inevitablemente pusieron patas arriba el orden establecido hasta el momento de su consecución —sin ir más lejos: el hartazgo de los millones de habitantes norteafricanos que, arriesgando sus vidas, durante la primavera del 2011 dieron la patada en el culo a sus deleznables caudillos.

El gran valor de un libro como Imágenes de la Revolución está en reivindicar dos películas que nos hablan sobre dos momentos históricos muy precisos, realizados en sendos espacios tan próximos en el tiempo como afines en sus conclusiones. Y es que tanto La inglesa y el duque como La commune fueron creadas en ese espacio de transición que supuso el cambio de siglo y de milenio, en el seno de una Europa en plena transformación —ideológica, social, política, monetaria, etc.— que pretende alzarse como el paradigmático contenedor de los más universales y eternos valores —heredados, precisamente, de sendos procesos revolucionarios, como fueron las insurrecciones de 1789 y de 1871 en la capital francesa—, pero que reiteradamente son conculcados en nombre de un bien mayor —casi nunca en la dirección del interés público, es decir, de la res publica.

Tanto Rohmer como Watkins —mucho más este último, debido a la vehemente explicitud de su propuesta, dentro de eso que tiende a denominarse como «cine militante»— extienden sobre las épocas retratadas un velo de cercanía para comparar aquel momento con nuestro presente —el de la época en las que fueron filmadas sus obras— y establecer ciertas conclusiones lógicas sobre las causas y sus consecuencias, así como las distintas posiciones sobre las que abordar la degeneración de un bello sueño convertido en pesadilla por obra y gracia de sus propios excesos.

Pero el verdadero valor de todo ello es cómo Israel Paredes y José Francisco Montero se acercan a estos sus respectivos cronistas para establecer el pulso al propio proceso revolucionario del cine, que en manos de estos dos maestros establece en su metalenguaje el cauce idóneo para mostrar la manera más efectiva —verdadera y única revolución— de traer hasta nosotros y nuestro tiempo los decisivos factores de la lucha y la resistencia —otra forma de lucha esta última, de la que tanto se ha abusado, tanto para bien como para mal.

Así pues, este libro está repleto de referencias a nuestros días —como lo están las propias películas escogidas, en el caso de la de Rohmer de forma más velada, mucho más evidente en la de Watkins— para realizar preguntas y que cada uno de nosotros active su parte más dinámica en el contexto de nuestro presente, tomando como punto de partida las sabias reflexiones de los autores de los textos.

El valor de la sincronicidad

Desde hace algunos años mi mentalidad ha cambiado. Ya no soy esa persona racionalista y materialista que un día —durante mucho tiempo— fui. El empirismo de la experiencia me ha hecho comprender que hay cosas mucho más allá de lo visible y lo tangible, energías que se manifiestan ante nosotros de forma tangencial y ante las que hay que estar atentos para poder apreciarlas e interpretarlas. Uno de estos fenómenos es el de la sincronicidad: hechos que convergen en el tiempo de forma aparentemente arbitraria, pero que transmiten en su lectura un mensaje en forma de lección.

Por eso, y aludiendo en este punto a un aspecto hoy en día tan consumado como es el de la «inteligencia emocional», no puedo dejar pasar la oportunidad de destacar dos hechos personales de la vida de mis grandes amigos Israel y Pepe y que están recogidos en una parte de su libro que no es el del texto sobre el que se fundamenta la existencia de este Imágenes de la Revolución. Me refiero a ese segmento muchas veces pasado por alto —por reiterativo y aburrido en la mayoría de las obras— en las que los autores rinden tributo en forma de agradecimientos a todos aquellos que, de un modo u otro, han contribuido a la forja de su trabajo.

Encuentro, pues, en dos frases llenas de emoción, las garantías del éxito de lo que acabo de exponer. Por una parte, que Israel mencione a su madre, Coral, que durante la confección de su texto se enfrentó a una grave dolencia. Y que, por la otra, Pepe dedique su trabajo a su recién nacido hijo Elías, una bendición deseada. Y es que en toda revolución se dan la mano aspectos tan distantes como la vida y la muerte, conviviendo en un mismo espacio y en un mismo tiempo.

Que sus respectivos textos se dediquen a sendas películas que retratan el principio de una pesadilla en forma de destrucción, tiñendo la mirada de desencanto y desesperanza con un trasfondo de resistencia ante la imparable degradación —en el caso de Israel— y el maravilloso nacimiento de una obra colectiva tan llena de esperanza como de ingenuidad —en el caso de Pepe— me parece tan significativo que, viéndolo todo desde este punto de vista, nadie podrá negar que el azar poco ha participado en todo esto.

Queda así claro que hay lazos invisibles que nos unen y nos retratan —a veces a nuestro pesar—, transmitiéndonos el valor de la vida en sus grandezas y en sus miserias —que es lo mismo que decir que en su total complejidad. Las revoluciones personales de estos dos grandes amigos les acompañaron a la vez que escribían —escribir también tiene algo de revolucionario— sus textos sobre dos revoluciones, llenas de semejanzas pero con sus propias idiosincrasias. Unir todo ello y hacerlo de esta forma tan coherente no está al alcance de muchos.

Imagenes de la Revolución - Israel Paredes y José Francisco Montero

· “Imágenes de la Revolución” de Israel Paredes y José Francisco Montero. Editado por Shangrila Textos Aparte. 20 €

· Texto original de Israel de Francisco en Revista Miradas de Cine

La inglesa y el duque - Eric Rohmer

Tengo que empezar agradeciendo a José Francisco Montero e Israel Paredes, los autores de Imágenes de la revolución (Shangrila Textos Aparte, 2011) que aceptaran darme el pie para este texto. Todavía un poco mareado por tener que trabajar sobre un libro como el suyo, turbulento y complejo por representar un choque profundo entre la ideología y su materialización, quise empezar por preguntarles qué importancia consideraban que podía tener en nuestra sociedad la teoría que proponían y, por extensión, una visión crítica del pasado a través del cine.

José Francisco MonteroIntentaré esbozarte una respuesta, pero más que una visión crítica del pasado me interesa una visión crítica del presente (concepto etéreo como pocos, tal como señalo en el texto con la ayuda de Borges (1) ) a través de cómo afrontar la representación del pasado. Respecto a la conexión de estas películas (y sobre todo de La commune) a mí me llamó mucho la atención que, más o menos por las fechas en que estuvo terminado (en marzo), y algo después, una serie de acontecimientos en varios países parecían responder a esa llamada de la película a salir a la calle, a batallar, a levantar “trincheras” (muchas de ellas, no obstante, más tibias de lo que a Watkins, o a mí mismo, nos habría gustado).

Personalmente, me interesa mucho el trabajo ideológico hecho en términos formales, y por supuesto es éste el que otorga a una película, no ya una altura estética, sino también su más profundo posicionamiento ideológico en la sociedad en la que surge. A este respecto, tanto en La inglesa y el duque como en La commune, encuentro esencial la noción de la mirada (o, mejor, de las múltiples miradas que se convocan en estas películas). Concepto trascendental, evidentemente, este de la mirada cuando de cine hablamos (y, en efecto, de cine estamos hablando y hablamos en el libro: detesto los textos rudimentariamente ideológicos, de progresismo superficial y apegados exclusivamente a los contenidos).

Por otro lado, sí es verdad que, aunque pretendiendo analizar y entender estas dos películas en particular, el texto aspira a tener una dimensión más amplia. Por último, no sé si anhelar que nuestro libro “afectara a una forma de entender el cine” no sería esperar mucho por nuestra parte.

[ (1) Se refiere aquí a una cita de Nueva refutación del tiempo, en Otras inquisiciones de Jorge Luis Borges: Me dicen que el presente, el specious present de los psicólogos, dura entre unos segundos y una minúscula fracción de segundo; eso dura la historia del universo. Mejor dicho, no hay esa historia, como no hay la vida de un hombre, ni siquiera una de sus noches; cada momento que vivimos existe, no su imaginario conjunto.] 

Imágenes de la revolución es una teoría importante en nuestro tiempo, un tiempo que necesita ser consciente de su estancamiento. Ahora que parece que por fin hemos democratizado incluso lo más difícil de democratizar, que es el tiempo pasado, ya efectivo, nos hemos abandonado a un presente inmóvil. Por supuesto que lo que importa es el presente, pero su ligazón con el tiempo en avance (la remisión de esas imágenes supervivientes que tan bien apuntara Didi-Huberman), es el lastre o la vitamina de cualquier espacio del presente. Imágenes de la revolución apoya una forma de reflexión sobre la Historia que se opone al proceso de desarrollo de una “Versión Oficial” que comenzó hace un par de siglos, con la ilusoria transformación del hombre en ser racional en la época de las revoluciones, con esa “salida de nuestra minoría de edad irresponsable” que apuntara Kant, o quizás incluso antes. Aquella terrible imagen, casi metáfora en que, tras el proceso de reafirmación del poder burgués de finales del XVIII, la Convención rechazó el culto al Dios católico pero impuso el culto a la Diosa Razón (y no a la razón como concepto, sino a la Diosa Razón encarnada en la catedral de Notre Damme de París), demuestra que aquél fue un proceso virtual de liberación, y que nunca seremos animales racionales; que somos, como todos los demás, animales de símbolos. Nuestra mirada sobre el pasado quedó también redefinida en aquella época; en 1769, Voltaire escribió la primera Historia del hombre (hasta entonces sólo existía una Historia de la Soberanía). Pero esto también es un engaño, una redefinición de los símbolos del poder. Porque aquella revolución en que hemos basado nuestro avance último no fue una revolución liberal, en todo caso liberalista. El empresario se encargó de superar la Loi Le Chapelier a través de las corporaciones, las cúpulas de poder se redefinieron y, poco a poco, fuimos trasladando nuestra propia miseria a las Colonias.

Lo que cambió entonces fue nuestra conciencia de transitar un mundo que, -entendimos- nos pertenecía. Así, durante dos siglos y mucho más durante las décadas de implantación y desarrollo de las democracias actuales, hemos convertido el tiempo en un símbolo más de la libertad burguesa. La Historia se ha demostrado catalizadora de sentimientos de la masa, un aparato de poder importante, porque al imponerla se impone también nuestro sistema como un fin, y no como un proceso.

La inglesa y el duque (L’Anglaise et le duc, Eric Rohmer, 2001) y La commune (París, 1987) (íd., Peter Watkins, 2000), las dos películas que trata Imágenes de la revolución, permiten definir una serie de polémicas que han recorrido el siglo XX, y por supuesto, su cine, al referirse a esta comprensión del pasado.

Polémica de la representación

En primer lugar está el conflicto de la representación, que tan bien se entiende en la confrontación de las dos grandes películas que se han hecho sobre el Holocausto nazi: Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955) y Shoah (íd., Claude Lanzmann, 1985). Es un conflicto poco definido a lo largo de la Modernidad, formalizado por Rivette en su famosa reflexión sobre el travelling de Kapo pero difícil de trasladar a un tiempo como el nuestro, en que la expresión de la violencia, que es lo que finalmente pone en duda, se ha vuelto tan sintética que no podemos separarla conscientemente de la puesta en escena. En cualquier caso, se entiende bien en las películas de Resnais y Lanzmann, porque ambas ponen en imágenes un hecho fundamental, quizás el más fundamental de nuestra forma de entender el mundo. Y lo hacen de formas absolutamente opuestas, marcando una primera división en la forma de aproximarse a cualquier mirada histórica.

Ambas responden, de una y otra manera, a aquella famosa frase de Adorno: “hacer poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, a veces citada como “después de Auschwitz la poesía es imposible”. Poco después, Resnais evidenciaba su inutilidad al poetizar el campo de concentración nazi como única forma de imponerlo sobre el presente. Porque la poesía, como la mirada histórica, es una aproximación fantasmal, el acto de buscar la forma física de un hecho que no existe. Tendrían que pasar treinta años para que Lanzmann hiciera activa su premisa de “grado cero de representación” (en otro sentido, entiéndase, al término que acuñaron Huillet y Straub y del que luego hablaré).

La de Resnais es una obra palpitante, en que la cámara entiende y explicita el peligro de entrar en Auschwitz pero sabe que, para conseguir sus fines, tiene que recurrir a la representación. Porque, como dice Saenz de Oíza en Un futuro esperanzador: La representación tiene un poder de conmoción mucho mayor que la acción real. Cuando, por ejemplo, se representa la muerte en un teatro, es mucho más emocionante que la muerte en la calle. La de Lanzmann es una obra paradójicamente autoritaria, porque parte de una premisa que quiere negar la posibilidad de acercarse al hecho mismo del Holocausto, que requeriría de un cierto grado de representación, y sin embargo sabe desde el primer momento dónde quiere llegar e impone sus ideas. A pesar de que sus nueve horas de metraje se basan en testimonios claramente influidos por el trabajo de montaje y también por una cierta suficiencia de Lanzmann sobre los entrevistados, el director pretende haberse basado en una forma de realidad pura, reflejando sólo lo que queda de pasado en el presente y obviando así una cualidad básica del cine, que es la de superponer varios grados de tiempo pasado en diferentes niveles de su formalización.

Se trata, en definitiva, de un conflicto difícil de resolver: ¿Es lícito acercarse a la Historia desde su interpretación, desde su calidad subjetiva y, por tanto, representativa?¿Es abyecta la representación, con su inevitable reducción y reformulación del hecho histórico?¿Sólo podemos, como cree que hace Lanzmann, captar la realidad que ha quedado? O, dicho de otra forma: ¿Después de Auschwitz la poesía es imposible o es más necesaria que nunca?

La polémica de la evasión

Una de esas veces en que Godard se equivoca (quizás la más escandalosa) fue aquella en que echó en cara a Straub y Huillet que retrocedieran dos siglos en un momento de extrema pulsión ideológica y deseo de cambio para filmar su Crónica de Anna Magdalena Bach (Chronik der Anna Magdalena Bach, 1968), una obra que tiene cierto paralelismo con La inglesa y el duque (siendo aquí la pintura y allí la música los elementos del intercambio entre pasado y presente).

El retorno al pasado –eso lo entendieron bien los movimientos revolucionarios posteriores a la Comuna de París-, lleva asociados elementos inamovibles, hitos que la ideología es incapaz de sortear. Quizás porque el pasado ya ha existido y ya conocemos sus variables, su reivindicación posee una virtual consistencia que han buscado los movimientos conservadores. Los progresistas, en cambio, han abogado por la ruptura total con esa firmeza histórica. Se entiende bien si comparamos, por ejemplo, la arquitectura utópica de las vanguardias rusas, que rompe con cualquier tradición, y la bestialidad historicista de la arquitectura nazi. Pero, por supuesto, esto no son más que generalidades, y casi son más abundantes las excepciones que las confirmaciones de esta norma. Porque, y aquí el error de Godard, pocas películas se han hecho a lo largo del siglo XX más esclarecedoras de un estado de las cosas, a través de la abstracción de su forma y también de su contenido, que la Crónica de Anna Magdalena Bach. En ella se contiene un verdadero acto de subversión ante la imparable superposición de significados que buscan eliminar la ambigüedad de la Historia, efecto recurrente en la política occidental posterior a la II Guerra Mundial (donde todo tenía un sentido último, definido en términos de dualidad ideológica) y que se entiende bien en muchos ejemplos del cine americanizado de la época. El planteamiento de “grado cero de representación” de Huillet y Straub se convertía entonces en una verdadera forma de militancia, porque hay pocas evidencias tan claras de la mentalidad de una época como su visión del pasado.

En esto aspectos, las de Rohmer y Watkins son dos películas tremendamente exegéticas, porque evidencian la necesidad de replantear (en el caso de La inglesa y el duque, por tratar de la Revolución Francesa, un hecho tan fundamental en nuestra sociedad que se ha convertido en mito) y recuperar (en el caso de La commune, por tratar de la Comuna de París, un hecho silenciado porque no conviene a ninguna forma de poder o reacción) espacios del pasado que han perdido cualquier sentido. Los elementos sintéticos a los que recurren en su puesta en escena se vuelven entonces expresivos de una necesidad de proyectar el pasado en el presente, precisamente anulando su carácter evasivo o romántico. Acuden a la representación porque, hoy más que nunca, es necesario demostrar el salto entre la abstracción del tiempo pasado y nuestra memoria. Son películas de hoy, y sus elecciones estéticas apuntan a un claro diálogo entre tiempos que termina por reflejarnos. Todo esto cobra especial relevancia en una época en que el bombardeo de imágenes está produciendo (por ser demasiada la información y escaso el tiempo para procesarla) una falta absoluta de reflexión. Por suerte, son ya muchos los ejemplos que apuntan a una reacción: Tarantino contándonos en Malditos bastardos (2009) que la II Guerra Mundial no fue como creemos; Bellochio y Assayas contándonos, respectivamente, en Vincere (2009) y Carlos (2010) que detrás de cualquier ideología se esconde la persecución física de una imagen; Ruiz contándonos en Misterios de Lisboa (2010) que los hilos que cosen nuestra identidad están llenos de espacios en blanco, que es imposible alcanzar una definición de nuestra historia; y el propio Godard, sobre todo, dando igual validez a imágenes falsas y reales, de cualquier estética y origen, para hablar del pasado en Film socialisme (2010), alcanzando también su propio “grado cero de representación”. Y no se me olvida que este es el año de El árbol de la vida (Terrence Malick), que ha vuelto a poner en la encrucijada el choque entre la ideología y la representación. Otra película histórica turbia, incómoda, cuya interpretación nos abruma, nos lleva la contraria, y sobre la que tendremos que apoyarnos para alcanzar el futuro.

La inglesa y el duque - Eric Rohmer

· «Imágenes de la Revolución» de Israel Paredes y José Francisco Montero. Editado por Shangrila Textos Aparte. 20 €

· Texto original de Vicente Rodrigo Carmena en la Revista de Cine Detour donde se incluyen una serie de fotogramas seleccionados por Vanessa Agudo.