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Archivo de la etiqueta: Jean Renoir

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Viene de aquí.

Roberto Rossellini. Yo me esfuerzo en poner en marcha una empresa que permita no hacer una película sino una masa de productos. Si se empieza a hacer una producción masiva, se contribuye en un determinado sentido en la formación del gusto del público. Se ayuda al público a entender ciertas cosas. Actualmente, me es extremadamente difícil encontrar un tema. No sé que tema tratar, no encuentro ninguna historia, porque ya no hay héroes en la vida; ya no hay más que heroísmos minúsculos. Falta este impulso extraordinario y entusiasta de un hombre que se lanza a una aventura cualquiera. Aunque, después de todo, esto quizás exista en el mundo. Lo que voy a intentar hacer es una investigación, una documentación sobre el estado del hombre de hoy, en todo el mundo, y a medida que encuentre motivos dramáticos, exaltantes, de los héroes pasaré a la elaboración de la película de ficción.
La primera fase es la investigación; la investigación debe ser sistemática, observar a los hombres, establecer una especie de índice. Piensen en todo lo que hay en el mundo, en toda la música folclórica por registrar; piensen en las necesidades de la radio, en las necesidades de las discográficas: son inmensas. En el momento en que nos desplazamos a Perú, a México, a Haití, podemos encontrar un montón de cosas que nos permiten vivir, pagar la empresa y, al mismo tiempo, evitar las grandes sumas de capital.

Jean Renoir. Yo creo, Roberto, que deberíamos añadir otra razón a este interés que mostramos los dos por la televisión. Tal vez sea el hecho de que la importancia de la técnica en el cine desde hace algunos años ha desaparecido. Cuando empecé a hacer cine, era preciso antes de nada conocer muy bien el oficio y poseer la técnica del cine al dedillo. Al principio, no sabíamos cómo hacer un fundido encadenado en el laboratorio. Teníamos que hacerlo con la cámara, lo cual significaba que habíamos de tener una idea totalmente clara del momento en que las escenas acabarían para hacer estos fundidos en la toma de vistas en un momento que después no podría modificarse. Hoy en día, la técnica es tal que, prácticamente, un director perdería el tiempo en el plató si se preocupara de cuestiones técnicas. Este director se convierte en un autor extremadamente parecido a un autor de teatro o a un autor literario.
La tapicería de la reina Mathilde, en Bayeux, es más bella que las tapicerías de los gobelinos, modernas. ¿Por qué? Porque la reina Mathilde estaba obligada a decirse: “¡Oh!, no tengo rojo, voy a utilizar el ocre; no tengo azul, voy a utilizar un color parecido al azul”. Forzada a usar contrastes directos, oposiciones violentas, se veía coaccionada a luchar constantemente contra la imperfección y esto la ayudaba a ser una gran artista. La mayor facilidad de la técnica hace que el arte sea menos frecuente y que el artista ya no tenga la facilidad de la dificultad de la técnica, pero que al mismo tiempo ya no se vea limitado por esta dificultad de la técnica y pueda aplicar su invención a formas diferentes. Hoy en día, en realidad, si yo concibo una historia para el cine, esta escena también es válida para el teatro, o para un libro, o para la televisión; la invención se convierte en una especialidad, mientras que en el pasado la especialidad material era la especialidad. Y yo creo que esto supone un gran cambio.
Todas las artes, las artes industriales (y, después de todo, el cine no es nada más que un arte industrial), han sido excelentes al principio y se han degradado con la perfección. Acabo de hablar de la tapicería, pero es evidente que sucede exactamente lo mismo con la alfarería. En el pasado yo mismo me dediqué a la cerámica e intenté volver a encontrar la simplicidad técnica de las primeras épocas; la reencontré, pero artificialmente, y por este motivo me lancé en un oficio que es primitivo de verdad, el cine, que estaba empezando. Mi primitivismo en la cerámica era un primitivismo falso, puesto que me negaba a utilizar los perfeccionamientos de la técnica de la alfarería y me limitaba, voluntariamente a las fórmulas más simples. No era auténtico, era una obra del espíritu. Sin embargo, era totalmente relevante en lo que se refiere a la alfarería. Fijémonos, en Italia, en los primeros Urbino, que son todos obras maestras; a pesar de todo no podemos decir que todos los alfareros de Urbino eran grandes artistas. Así pues, ¿por qué misterio cada jarrón, plato, platillo e Urbino es una obra maestra? Sencillamente porque cada alfarero se halló ante dificultades técnicas que excitaban su imaginación. Mientras que ahora hemos llegado a la indecencia de Sèvres actual. Ya me perdonarán, pero mi padre, que hizo cerámica, me explicó que se ha llegado a pintar sobre un jarrón con colores que son todos los colores posibles, del mismo modo en que se pinta sobre un lienzo o sobre un papel. Ya no hay más cerámicas, se ha acabado. La cerámica existía cuando no se disponía más que de cinco, seis colores, cuando sólo se poseía una paleta reducida y técnicas difíciles.
En el cine ocurre lo mismo; las personas que hicieron las primeras películas americanas o suecas, o alemanas, estas primeras películas que eran tan bellas, no eran todos grandes artistas, incluso había muchos que eran muy inferiores. Y, no obstante, todos los productos eran bellos. ¿Por qué? Porque la técnica era difícil, eso es todo. En Francia, tras el primer período, que es extraordinario, después de Méliès, Max Linder, tenemos películas que no valen nada. ¿Por qué? Porque éramos intelectuales, porque queríamos hacer películas artísticas, porque queríamos filmar obras maestras. En realidad, a partir del momento en que uno se puede permitir ser un intelectual, deja de ser un artesano, cae en un peligro muy grande. Si nosotros, Roberto y yo, fijamos nuestra atención en la televisión, es porque la televisión se encuentra en un estado técnico un poco primitivo que tal vez devuelva a los autores este espíritu del cine de sus inicios, cuando todas las realizaciones eran buenas.

 

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France-Observateur, n.º 442, 23 de octubre de 1958.Recogido en “Roberto Rossellini. El cine revelado”, editado por Paidós.

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Viene de aquí.

Roberto Rossellini. Una vez me dijiste que la etiqueta comercial correspondía a las películas cuya estética era la deseada por el productor.

Jean Renoir. Exactamente. Y esta estética de los productores no creo que responda a puntos de vista tan profundos como los que tú dices. Yo creo que responde sencillamente a la práctica de una especie de religión ingenua, incomprensible, que además va contra sus intereses, y no considero que los productores sean tan fuertes, tan maliciosos para hacer de Tayllerand e intentar amoldar el mundo a su imagen. A mí me parece que el cine, en todos los países, presenta productos que socavan el ideal sobre el cual debería basarse, digamos, la religión de estos productores. Por ejemplo, la producción cinematográfica, para poder continuar tal como es, requiere una sociedad bien organizada, bien defendida. Ahora bien, en la actualidad nos precipitamos hacia la producción de películas que socavan todas las características clásicas de la supervivencia de la sociedad. Creo que el interés de los productores consiste en mantener una determinada moral, puesto que si no mantienen una determinada moral las películas inmorales no tendrán sentido. Si no tienes moral, ¿por qué pretendes que las películas inmorales tengan éxito? Si te gusta ver a Brigitte Bardot haciendo el amor a la vez con su amante y con la criada es porque crees que está prohibido. Si se hacen muchas películas como ésta se acabará creyendo que la moral es esto y no se irá más a verlas, porque será normal. Así pues, esta gente se está arruinando a ella misma.

Roberto Rossellini. Sí, los productores han acabado creando sucedáneos de sentimientos humanos. El amor, la pasión, la tragedia, todos los sentimientos aparecen deformados.

Jean Renoir. Estas personas se están autodestruyendo, dado que para continuar con su pequeño negocio necesitarías una sociedad estable y ellos juegan a destruir esta sociedad. Yo considero que, si durante cien años de romanticismo ha habido grandes éxitos teatrales basados en el hecho de que la hija del obrero más simple no podía casarse con el hijo del duque del pueblo, es porque se creía que había diferencias sociales. La sociedad, al intentar conservar sus creencias sobre las diferencias sociales, conservaba al mismo tiempo la posibilidad del éxito de las producciones de este género… En realidad, cada obra de arte contiene una pequeña protesta. Si esta protesta se convierte en una destrucción y enseguida se hace saltar la máquina, en el próximo intento ya no habrá posibilidad de espectáculo. Y esto es lo que se está haciendo ahora. Nos hallamos, desde el punto de vista sentimental, en los pequeños encuentros a tres bandos. Yo creo que la próxima vez entre los tres se encontrará papá. Un papá que hará el amor con su hija. Muy conmovedor, ¿verdad? Más tarde estará mamá, pero, después, ¿qué se podrá hacer? Llegará un momento en que no será posible ni un solo espectáculo porque no quedará nada más por hacer. En resumidas cuentas, están matando a la gallina de los huevos de oro. Estoy convencido de que la gran calidad de las películas americanas de hace quince, veinte años se debe únicamente al puritanismo americano que ponía una barrera a las pasiones americanas, puesto que las primeras películas americanas a todos no encantaron, nos emocionaron. Y cuando veíamos que probablemente Lilian Gish iba a ser violada por el malo temblábamos, porque ser violada era algo muy fuerte. Hoy, ¿cómo quieres que se viole a una chica que ya ha hecho el amor con toda la ciudad, con el mozo de habitación, papá, mamá y la criada? Ya no tiene ningún interés, puede ser violada, nos da igual.

Roberto Rossellini. A fin de cuentas, instintivamente, la gente se construye la sociedad como quiere, como la desea.

Jean Renoir. Desde luego. Las coacciones materiales son extremadamente útiles para la expresión artística. Es perfectamente evidente que el hecho de que los musulmanes no pudieran reproducir la figura humana les permitió hacer los tapices de Bujara, el arte persa, etcétera.
Espero que los hombres, por nuestra cuenta, volvamos a encontrar las barreras que permiten tener una expresión artística, volvamos a encontrar las coacciones necesarias. La libertad absoluta no permite la completa expresión artística, puesto que uno hace lo que quiere. Parece una paradoja, pero es así. Probablemente, el hombre, que es extremadamente sensato, extremadamente astuto, y adaptable, volverá a encontrar las coacciones necesarias, como las reencuentra, por ejemplo, en la pintura. El cubismo no es nada más que la coacción voluntaria que resulta de las libertades exageradas y destructivas del arte del postimpresionismo.

Roberto Rossellini. Sí, pero las coacciones nacen inmediatamente, dado que el hombre tiene un ideal. Tu propio ideal ya es una coacción.

Jean Renoir. Sin embargo, yo no creo que esto venga del ideal del hombre. Yo creo que esto viene casi físicamente. Creo que viene exactamente como cuando te haces un corte y se te infecta un poco. Los glóbulos blancos afluyen y hacen que este corte se cure. Otra cosa, la naturaleza, que es maravillosa, hace que con automóviles que pueden ir a 150 kilómetros por hora acabes yendo a tres por hora por las calles de París… Porque el equilibrio es la ley de la naturaleza.

André Bazin. Parece que los dos ven la televisión de forma diferente. Usted, Jean Renoir, para volver a encontrar el espíritu de la commedia dell´arte que siempre le ha seducido, y usted, Rossellini, para volver a sus preocupaciones, que han hecho de usted el promotor del neorrealismo italiano.

Roberto RosselliniNo sé quién dijo una cosa que me chocó mucho. Vivimos en una época de invasiones de bárbaros. Vivimos en una época en la que los hombres tienen conocimientos cada vez más profundos, pero sobre un único tema, y son completamente ignorantes del resto. Y esto me provoca una angustia profunda. Yo vuelvo a retomar el documental porque voy a intentar presentar de nuevo hombres a los hombres. Quiero salir de este estado rígido de especialización para volver a un conocimiento más amplio que pueda permitir hacer síntesis, puesto que esto es, a fin de cuentas, lo que importa.

André Bazin. Usted rodó al mismo tiempo India 58 y documentales para la televisión. ¿Cree que estos documentales influyeron en India 58?

Roberto Rossellini. Cuando rodaba la película propiamente dicha, me divertía menos. En los documentales iba a la búsqueda de un mundo preciso y en la película intentaba resumir las experiencias que había tenido. Las dos cosas se complementaban perfectamente.

Jean Renoir. Yo puedo resumir la posición de Roberto y la mía. Roberto es el continuador de la pura tradición francesa, que es la tradición de la búsqueda humana. Yo procuro ser italiano y reencontrar la commedia dell´arte.

Sigue aquí.

 

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France-Observateur, n.º 442, 23 de octubre de 1958.Recogido en “Roberto Rossellini. El cine revelado”, editado por Paidós.

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Viene de aquí.

André Bazin. ¿Cómo es que se han visto atraídos por la televisión cuando no tiene buena reputación entre los intelectuales?

Jean Renoir. Yo me he decantado por la televisión porque me he aburrido prodigiosamente con la presentación reciente de numerosas películas y me he aburrido menos con algunos espectáculos de televisión. Debo decir que los espectáculos televisivos que me han apasionado más son determinadas entrevistas que he visto en la televisión americana. Me parece que la entrevista da en la televisión un sentido del primer plano que puede dar resultados magníficos. Algunos grandes momentos del cine se deben quizás a estos primeros planos rodados en condiciones prefabricadas, condiciones preconstruidas. Prácticamente, se coge a una actriz, se la pone en su ambiente, pasa mucho calor y el director también pasa calor. Se consigue exaltarla, exaltarla, exaltarla, y entonces puede llegar a adoptar una expresión admirable. Esta especie de expresión artificial ha proporcionado los más bellos momentos del cinematógrafo.Cuando digo artificial no hago una crítica, puesto que sabemos que, después de todo, lo que es artístico es artificial. El arte es por fuerza artificial. Dicho esto, yo creo que, durante treinta años, hemos utilizado este tipo de cine y que tal vez podríamos cambiar. En América he visto espectáculos de televisión excepcionales. La televisión americana, en mi opinión, es admirable. Extremadamente rica. No porque sea mejor o porque la gente tenga más talento que en Francia o en otras partes, sino simplemente porque en una ciudad como Los Ángeles hay diez cadenas que funcionan constantemente a todas horas del día y de la noche. Evidentemente, en esta variedad hay muchas más posibilidades de encontrar cosas excepcionales, aunque el conjunto de las opciones no sea bueno. Recuerdo, por ejemplo, unos interrogatorios acerca de procesos políticos, diputados interrogando a personas y estas personas respondiendo. De golpe teníamos, en un primerísimo plano, tomado con el teleobjetivo, a un personaje humano en su integridad. Este personaje humano tenía miedo. Tenía miedo del diputado. Y todo el mundo veía su miedo. O bien otro personaje insolente, que insultaba al señor que le interrogaba. Otro, por ejemplo, que era irónico y otro que se lo tomaba a la ligera. En un momento se podía leer en el rostro de estas personas, que aparecían en el teleobjetivo con unas cabezas que ocupaban toda la pantalla. Se les conocía. En dos minutos, sabíamos quiénes eran, y yo encontré esto apasionante, encontré que este espectáculo era quizás indecente porque era casi una indiscreción, pero que esta indecencia estaba más próxima al conocimiento del hombre que muchas películas.

Roberto Rossellini. Yo también quería hacer un comentario a propósito de esto. En la sociedad moderna, el hombre tiene una necesidad enorme de conocerse a sí mismo. La sociedad moderna y el arte moderno han destruido completamente al hombre. Éste ya no existe y la televisión ayuda a reencontrarlo. La televisión, arte incipiente, se ha atrevido a ir a la búsqueda del hombre.

André Bazin. También hubo una fase en la que el cine apareció como un arte que iba a la búsqueda del hombre especialmente en la época de los grandes documentales, en la época de Flaherty.

Roberto Rossellini. Muy poca gente iba a la búsqueda del hombre. Un gran número de personas hacían todo lo necesario para que el hombre quedara olvidado. Desgraciadamente, al público se le educaba para que lo olvidara. Pero hoy el problema del hombre se plantea profundamente, dramáticamente, en el mundo moderno. La televisión, de repente, otorga una inmensa libertad. Nos aprovechamos de esta libertad. El público de la televisión es un público completamente distinto al del cine. En el cine, el público tiene la psicología de las masas. En la televisión, te diriges a diez millones de espectadores que son diez millones de individuos, uno detrás del otro. Entonces, el discurso se hace infinitamente más íntimo, infinitamente más persuasivo. Ya sabes cuántos fracasos he tenido en mi vida, en mi carrera de cineasta; pues bien, me he dado cuenta de que los espectáculos que eran un fracaso total ante el público eran precisamente los que, en los pases previos, en las salas de proyección, en las que había diez o quince personas, gustaban más. Es un cambio rotundo. Lo que ves en una sala de proyección, ante quince personas, tiene un significado completamente distinto de cuando lo ves en una sala de cine, con dos mil personas.

Jean Renoir. Yo puedo corroborar tu afirmación. He tenido la misma experiencia personal. Creo que si tuviéramos que contar los fracasos, hacer un concurso, no sé quién ganaría de los dos.

Roberto Rossellini. Yo te gano, te gano con mucho…

Jean Renoir. No sé, yo soy mayor… De modo que puedo ganarte. En fin, como sea, tomo como ejemplo Diario de una camarera [Le Journal d´une femme de chambre, 1946]. Esta película fue extremadamente mal acogida por el público americano, por una simple razón: es un drama presentado con el título de Diario de una camarera. La gente decía: “Diario de una camarera con Paulette Goddard, vamos a reírnos un rato”. Pero como no se reían no estaban contentos. En los primeros años de la televisión, una firma de televisión compró la película y ahora todavía es reclamada constantemente por los telespectadores cinéfilos. Finalmente, gané mucho dinero gracias a la televisión. Por tanto, esto demuestra que me había equivocado. Creía haber hecho una película para el cine y, sin sospecharlo, había hecho una película para la televisión.

Roberto Rossellini. Yo experimenté en el cine con Una voce umana. Quería insistir en esta posibilidad del cine de penetrar hasta el fondo de los personajes. Hoy, en la televisión, volvemos a encontrar estas experiencias.

André Bazin. Además, podemos comprobar que la televisión, aunque menos en Francia que en América, claro, vuelve al espectáculo, al cine en blanco y negro y en colores. Si, al principio, el espectador de cine iba a buscar un espectáculo más rico que el de la televisión, ahora, acostumbrado a la pobreza de la televisión, acepta en el cine un espectáculo más sencillo. Esto permite reconsiderar completamente las condiciones de la producción cinematográfica.

Jean Renoir. En la actualidad, para que una película sea rentable en el mercado francés debe ser realizada en coproducción, a menos que se tenga la seguridad de que pueda ser vendida en el mercado francés. Para poder vender en el extranjero se consideran los gustos de los diferentes públicos y se acaban produciendo películas que pierden el sabor de la tierra; y este sabor de la tierra es el único que, aunque nos parezca extraño, puede atraer a las masas internacionales. En realidad, el cine, al perder su aspecto local, debido a las necesidades de las coproducciones, también está perdiendo su mercado internacional.

André Bazin. Así pues, en su opinión, ¿la solución está en hacer películas que se amorticen en el mercado nacional y, por tanto, hacerlas a un precio mucho más bajo que la media de las películas actuales?

Jean Renoir. Eso creo. Cuando, por ejemplo, acabé La gran ilusión [La Grande illusion, 1937], me estuve paseando durante tres años con el guión por todas las productoras y ninguna quiso rodarla decían: “Esta película no producirá dinero”. Pero en aquel momento no tenían excusa. No tenían la excusa de no querer intentarlo, dado que en aquella época una película se amortizaba fácilmente. El hijo del propietario del Marivaux me dijo que, cuando La gran ilusión salió de cartel después del estreno, y gracias únicamente al dinero del estreno, había recuperado todos los gastos de la película. Por tanto, se podían hacer pruebas, porque se ganaba dinero. Incluso podía no tener éxito, puesto que una empresa podía permitirse financiar otros fracasos. Lo que me parece muy grave con respecto al precio de las películas actuales es que o bien son un éxito excepcional o bien pierden dinero. Por tanto, el productor teme probar, quiere jugar sobre seguro. Y cuando se juega sobre seguro ya no hay arte posible.

Roberto Rossellini. Yo creo que el error de los productores europeos es el siguiente: quieren seguir el ejemplo de los productores americanos sin darse cuenta de que la producción americana es completamente diferente de la que se hace aquí. La base de la industria y del cine, en América, es la construcción de aparatos. En Estados Unidos, al principio, cuando se hicieron los aparatos, también fue necesario fabricar cintas filmadas para estos aparatos. Así  pues, desde el punto de vista de la película, los productores podían obrar de una forma antieconómica que les permitía mantener el monopolio del mercado. Los productores europeos, en vez de hacer un cine europeo, con sus exigencias concretas, según sus posibilidades, copiaron a los americanos en este terreno, lo que conllevó las grandes crisis del cine. Tal vez haya otras razones de tipo moral o incluso de tipo estrictamente político. No sólo en Europa sino en el mundo entero. Es un hecho. Todos los medios que sirven a la cultura de masas han tenido un éxito inmenso. Al principio, las masas estaban sedientas de cultura. ¿De qué forma lo aprovechamos?, debemos preguntarnos. Se empezó a alimentar a estas masas con una falsa cultura, precisamente para condicionar a las masas y conducirlas hacia una determinada educación que es conveniente para algunos grandes poderes.

Jean Renoir. Esto yo no lo sé. Estoy menos seguro que tú. Porque yo tengo una especie de fe y confianza en la gran estupidez de los hombres que dirigen grandes empresas. Yo creo que ante todo son niños ingenuos y que simplemente se precipitan hacia lo que, aparentemente, debería de aportarles dinero. Incluso creo que las palabras ganar dinero les obsesionan, aunque no ganen dinero. Aunque pierdan dinero, si sacan un producto que, teóricamente, pueden vender, están muy contentos. El adjetivo comercial, en el terreno de las películas, se refiere a una película que no tiene audacia. Es un filme que responde a determinadas características, aceptadas en el mercado. Esto no quiere decir que una película comercial sea un negocio o haga dinero, en absoluto. Se ha convertido en una especie de definición.

Sigue aquí.

 

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France-Observateur, n.º 442, 23 de octubre de 1958.Recogido en “Roberto Rossellini. El cine revelado”, editado por Paidós.

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Jean Renoir. Estoy preparando para la televisión una película que es una adaptación de la novela corta de Stevenson titulada El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. He trasladado la historia a nuestra época, a las afueras de París, porque creo que algunas zonas periféricas, por la noche, son más impresionantes que las calles de París. En realidad, mi adaptación es fiel al original. Los nombres son franceses e introduciré el espectáculo mediante una pequeña charla, como si se tratara de una historia real, misteriosa, que podría haber ocurrido recientemente en cualquier calle de París.

Roberto Rossellini. En primer lugar estoy preparando una serie sobre la India para la televisión francesa. He estado allá realizando diez films para la televisión, y voy a presentarlos. Yo mismo los comento y hago encadenamientos cuando se pasa de un tema a otro.

André Bazin. ¿Conserva usted, Jean Renoir, el carácter de noticiario en la propia puesta en escena, rodando de prisa y corriendo con una o varias cámaras?Jean Renoir. Yo quería rodar esta película y la televisión me aporta algo apreciable en el sentido de televisión directa. Evidentemente, no será una emisión en directo, puesto que estará preparada sobre filme, pero me gustaría rodarla como si fuese una emisión en directo. Me gustaría filmar sólo una vez y que los actores se imaginen que cada vez que se les filma el público registra directamente sus diálogos y sus gestos. Los actores, como los técnicos, sabrán que sólo se rueda una vez y que, salga bien o mal, no volveremos a empezar. Además, sólo podemos rodar una vez para no despertar la atención de los transeúntes, que deben seguir siendo transeúntes. Se trata de rodar episodios de esta película en calles en las que la gente no sepa que se está filmando. Por esto, si tengo que volver a rodar, ya no vale. Así pues, esta necesidad debe convencer a los actores y a los técnicos de que cada movimiento es definitivo y queda registrado para siempre. Me gustaría romper con la producción cinematográfica y levantar con pequeñas piedras un gran muro, con mucha paciencia.

André Bazin. Naturalmente, este tipo de película se hará mucho más rápidamente que una película de cine, ¿no es así?

Jean Renoir. Acabo de terminar un guión técnico hace poco que me ha ocupado un poco menos de cuatrocientos planos. Creo que estos planos serán más o menos los que habrá en la película. Ahora bien, mi experiencia me enseña curiosamente que mis planos tienen una longitud media de cinco a seis metros. Sepan que considero ridículas estas cosas, no creo en ellas, pero son un hecho. Si una película tiene, por ejemplo, cien planos, la película tendrá entre quinientos y seiscientos metros. Yo creo, por tanto, que estos cuatrocientos planos pueden constituir una película de dos mil metros, es decir, de una longitud media.

André Bazin. ¿Tiene usted previsto utilizar esta película no para la televisión sino para el cine comercial?

Jean Renoir. Todavía no sé nada. Pero intentaré proyectar la película ante un público cinematográfico normal. Considero que la televisión, hoy en día, tiene una gran importancia por haber dado al público la posibilidad de aceptar películas presentadas de forma diferente. Por presentadas entiendo no ya en beneficio de la cámara, es decir, que la cámara ya no hará encuadres a gusto del director y del operador. Si la cámara hace estos cuadros, será como resultado del azar, como el que hace que, de vez en cuando, un plano de noticiario me encante.

André Bazin. ¿Pero la televisión no plantea un problema clásico, técnico, el de la calidad y la pequeñez de la imagen televisiva? Para las películas de cine americano hechas en serie, los directores tienen imperativos de guión técnico, los actores principales deben permanecer en un encuadre ideal, de forma que la imagen conserve una visibilidad constante. ¿No le asustan todos estos imperativos

Jean Renoir. No, porque el método que me gustaría aplicar es un término medio entre el método americano y el método de rodaje de las películas francesas. Yo creo que si seguimos los imperativos americanos de televisión nos arriesgamos a hacer una película difícilmente aceptable para los espectadores del cine. Pero si se flexibilizan esas técnicas, se puede llegar a una nueva técnica cinematográfica que puede ser extremadamente interesante. Creo que todo depende del punto de partida, es decir, de la creencia en la fórmula. El cinematógrafo, en la actualidad, me ha enseñado –y Roberto también podrá decirlo- que su religión es la cámara. Hay una cámara plantada sobre un trípode, sobre una grúa, que es exactamente como el altar del dios Baal: alrededor de ella, los grandes sacerdotes, que son los directores, los cámaras, los ayudantes. Estos grandes sacerdotes llevan niños a esta clamara, en holocausto y los echan a la hoguera. Y la cámara está allá, casi inmóvil, y cuando se mueve es siguiendo las indicaciones de los grandes sacerdotes y no de las víctimas. Ahora voy a intentar llevar más lejos mis antiguas creencias y hacer que la cámara sólo tenga un derecho: el de registrar únicamente lo que ocurre, nada más. Para esto, evidentemente, hacen falta varias cámaras, porque la cámara no puede estar por todas partes. Yo no quiero que el movimiento de los actores esté determinado por la cámara. Quiero que el movimiento de la cámara esté determinado por el actor. Así pues, se trata de hacer de reportero. Cuando los reporteros fotografían el discurso de un político o un acontecimiento deportivo, no piden al atleta que salga exactamente del lugar que ellos quieren. Son ellos quienes tienen que espabilarse para representar a estos atletas en el lugar donde corren y no en otra parte. Piensen en los accidentes: cuando los reporteros nos presentan de una forma tan admirable una catástrofe, un incendio, con personas corriendo, bomberos, se las arreglan para proporcionarnos un espectáculo grandioso, puesto que este espectáculo grandioso no se ha ensayado para la cámara. El cámara ha operado de acuerdo con el espectáculo grandioso y esto es en parte lo que me gustaría hacer.

Roberto Rossellini. Yo creo que esto que Renoir acaba de decir plantea el verdadero problema de la película y del espectáculo de televisión: hasta ahora, en la práctica, no ha habido autores de cine, sino autores diferentes que se han agrupado, que han reunido sus ideas, para traducir y para registrar estas ideas en una película, y el trabajo cinematográfico era muy a menudo secundario. El autor de cine, por el contrario, es aquel que puede hacer suyo todo lo que puede observar –aunque sea accidental- y esto es lo que proporciona una gran calidad a su obra.

Jean Renoir. Acabas de decir lo esencial. El autor de la película no es en absoluto un ordenador, no es en absoluto el señor que decide, por ejemplo, la forma en que va a llevarse a cabo un entierro. El autor de cine es justamente la persona que se encuentra ante un entierro imprevisto; se encuentra con que el muerto, en vez de estar en el ataúd, se pone a bailar, que la familia, en vez de llorar, se pone a correr en todos los sentidos; él, con sus camaradas, debe captar esto y, a continuación, en la sala de montaje, debe hacer una obra de arte.

Roberto Rossellini. No sólo en la sala de montaje. Porque yo no sé sí, hoy en día, el montaje es tan esencial. Creo que debemos empezar a mirar el cine de una forma muy diferente y abandonar antes de nada todos los tabúes del cine. El cine, al principio, era un descubrimiento técnico, incluso el montaje. Más tarde, en el cine mudo, el montaje tuvo un significado preciso porque representaba el lenguaje. Después del cine mudo, se heredó este tabú del montaje, pero el montaje había perdido enormemente su sentido. Por tanto, es en el rodaje cuando el autor puede aportar verdaderamente su propia observación, su propia moral, su visión particular de las cosas.

Jean Renoir. Tienes razón. Hace un momento, cuando hablaba del montaje, era por comodidad del lenguaje. De hecho, yo quería hablar de elección, un poco como cuando Cartier-Bresson habiendo tomado cien fotografías de un accidente escoge tres y estas tres son las mejores.

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France-Observateur, n.º 442, 23 de octubre de 1958.Recogido en “Roberto Rossellini. El cine revelado”, editado por Paidós.

 

Hay muchas maneras de hacer películas. Como Jean Renoir y Robert Bresson, que hacen musica. Como Eisenstein, que hacia pintura. Como Stroheim, que escribia novelas habladas en tiempos del cine mudo. Como Alain Resnais, que hace escultura. Y como Socrates, quiero decir Rossellini, que hace sencillamente filosofia. Es decir, que el cine puede serlo todo, o dicho de otro modo, juez y parte.

Los malentendidos proceden a menudo de esta verdad que se olvida. Se le reprochará, por ejemplo, a Renoir que sea mal pintor cuando nadie diría esto de Mozart. Se le reprochará a Resnais que sea mal novelista cuando nadie soñaría en decirlo de Giacometti. En suma, se confundirá el todo y la parte, negando a la una y a la otra el derecho tanto a excluirse como a pertenecerse.

Y es aquí donde empieza el drama. Se cataloga al cine o como un todo o como una parte. Si haces un western, sobre todo nada de psicología. Si haces una película de amor, sobre todo nada de persecuciones ni de peleas. Cuando ruedas una comedia de costumbres, ¡nada de intriga! Y si hay intriga entonces nada de personajes.

Desdichado de mí, pues, ya que acabo de rodar La Femme mariée, una película donde los objetos son considerados como objetos, donde las persecuciones en taxi alternan con las entrevistas etnológicas, donde el espectáculo de la vida se confunde finalmente con su análisis; en suma, una película donde el cine retoza libre y feliz de no ser más que lo que es.

 

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Jean-Luc Godard, Cahiers du cinéma, n 159, octubre 1964.

Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD. 

 

Me he propuesto escribir la entradilla de un texto que no he leído, aún no se muy bien con qué finalidad. Conocí a Pablo García, que es quien lanza la jugada, en un café cercano a mi domicilio de París. Ambos habíamos vivido en la misma ciudad sin saberlo, incluso habíamos dirigido a las mismas actrices sin saberlo (es posible que incluso fueran hermanas gemelas que se repartían los días de rodaje, con lo cual el misterio es absolutamente imposible de resolver). Y sin volverlas a ver jamás. No sabíamos tampoco que teníamos tantas amistades comunes, ni que, quizás como fruto de todo esto, y de que la espera bajo la lluvia provocada por mi retraso había resultado en un lamentable estado en la fisonomía de Pablo, nuestra conversación era bastante patética. 

Como en las conversaciones en cafés y en restaurantes de Lubitsch, o las de Eustache. Sólo que en Lubitsch al menos un personaje es siempre consciente de ese patetismo. Y en Eustache, todos. 

Todo ello parece casar muy bien con el texto que sigue a estas líneas y que, repito, no he leído. Texto iniciado por alguien que no quería hacerlo (Pablo), respondido por otro que no sabía que estaba respondiendo (Francisco) y puntuado por un tercero al que nadie había avisado ni esperaba (Manuel). Al mismo tiempo, es posible que sólo de este modo aunemos respuesta crítica y respuesta editorial, y que esas naderías de «hacer crítica de la crítica» tengan por fin sentido. En fin, la ventaja de tener siempre el balón es que más vale no dejar de moverlo, y esa es la única forma hermosa de que a uno no le metan gol…

Fernando Ganzo

 

I

Hola Paco,

Ando atascado con el texto sobre Lubitsch.

Quería empezar diciendo: «Lubitsch es demasiado bueno».

Y luego explicar esa frase. Decir que cuando se habla de Lubitsch, del famoso «toque Lubitsch«, se suelen citar dos o tres escenas, aquella del juego de puertas y cinturones en La viuda alegre, o aquel desfile militar de Remordimiento filmado con un muñón en primer término. A veces también se cuenta cómo, en Un ladrón en la alcoba, Edward Everet Horton llega a darse cuenta de que el desconocido que le acaban de presentar es en realidad aquel falso doctor que le robó en Venecia.

(Aquí me entraba una primera duda: ¿Quién va a leer este texto? Quiero decir, ¿al citar esos ejemplos es necesario que vuelva a contarlos con detalle o los lectores potenciales ya saben de qué estoy hablando? Y en caso de que no lo sepan, ¿puedo simplemente mencionarlos y confiar en que vayan a ver las películas?)

(Tampoco se pude decir que yo haya leído mucho sobre Lubitsch.)

Después de citar esos ejemplos me preguntaba por qué se suelen dar esos y no otros. He leído unos cuantos textos sobre Lubitsch y hablado sobre él con amigos y estos son los ejemplos más recurrentes. Supongo que es porque son citables, porque se pueden extraer de una película y conservar todo su sentido. Son como pequeñas formas, pequeñas películas. Son perfectas para argumentar, aunque me queda la duda de si con esos ejemplos se convence a alguien. Se puede convencer de que Lubitsch es bueno, pero no de que es muy bueno, uno de los mejores.

¿Qué falta en esos ejemplos para dar a entender lo bueno que es Lubitsch? Faltan las películas. Podemos citar fragmentos, pero no películas completas, detalle a detalle. Y las películas de Lubitsch no se pueden fragmentar. Es muy difícil explicar con una sola escena por qué El bazar de las sorpresas es tan buena. (A mí en estos momentos es la película de la Historia del Cine que más me impresiona.)

Porque cada detalle de esa película está ligado a diez detalles de otros momentos de la película, que a su vez están ligados a otros. Si uno tira de un detalle va saliendo la película entera, como si estuviese tejida con un solo hilo.

(Por cierto, quería empezar el texto, antes incluso de decir que Lubitsch es demasiado bueno, citando lo que respondió Mizoguchi cuando le preguntaron por las películas de Ozu, «lo que él hace es mucho más difícil que lo que hago yo». Ozu que, por otra parte, admiraba a Lubitsch e incluso integró en una de sus películas, Una mujer de Tokio, creo, el corto de Lubitsch de Si yo tuviera un millón. Es un momento muy extraño, estás viendo una película de Ozu y de pronto empieza una de Lubitsch, con el cartón inicial Dirigida por Ernst Lubitsch, y tarda un momento en llegar el contraplano de los personajes de Ozu viendo la película, hasta entonces no sabes que lo que estás viendo es una proyección en una sala de cine.)

Volviendo al hilo. Quería decir entonces que cada detalle de El bazar de las sorpresas está ligado a otro. Y cada detalle es revelador de las relaciones entre los personajes. Porque en esa película Lubitsch filma, ante todo, lo que hay entre los personajes. Que no es el aire, sino los afectos y las relaciones de trabajo.

Por eso decía que Lubitsch era demasiado bueno. Porque no se puede citar un momento clave, una imagen o un plano que evidencien su genio, sino que este se encuentra entre las cosas, entre los planos, entre los personajes, las réplicas y los detalles. Un gag en él no es casi nunca un sólo gag, sino el desarrollo a lo largo de la película de todas sus posibilidades.

Quizás sería aquí, o quizás un poco más tarde, donde volvería a romper el hilo para hablar de fútbol. Te conté que había visto en El País un diagrama del segundo gol que le metió el Barça al Madrid. Te lo envío.

 

segundo gol

 

Me resulta apasionante mirar este dibujo donde se ven los pases que llevan hasta el gol. Ya sé que es exagerado pensar que los primeros pases ya anuncian el gol. O quizás no, los primeros pases garantizan que no se va a perder la pelota y lanzan una dinámica. Una de las cosas que me fascinan es también lo invisible, cuando veo que Piqué, Busquets o Puyol dan un pase desde un lugar del campo y apenas dos pases más tarde están en un lugar diferente. Esos movimientos, que a mí me parecen invisibles, porque soy un espectador de fútbol muy primario y mi vista tan solo alcanza a seguir el balón, me fascinan. El fútbol del Barça está en gran parte ahí, en esos movimientos que yo no consigo ver y que sin embargo construyen el partido.

El fútbol nos podía devolver a Lubitsch por dos caminos. El primero era una cuestión imposible de resolver que se da a veces en los bares: ¿Qué es un golazo? Para mí ese gol del Barça es un golazo. Es un gol que adivino, que no veo del todo. Pero sé que para muchos no es un golazo, porque el último toque, el del gol, es a puerta vacía, no es un disparo potente y por la escuadra. A mí eso es lo que me impresiona. Juegan tan bien todos los pases que hasta el toque del gol es en realidad un pase y no un disparo,  un pase a la red.

Algo parecido sucede con Lubitsch. Su cine está hecho de pases. Por ello no es espectacularmente bueno, no anuncia que es bueno, está demasiado ocupado siéndolo. Aquí se podría quizás recordar aquello que decía uno de los jóvenes turcos de Cahiers, creo que era Godard, a propósito de la brecha entre el cine clásico y el moderno. Decía que un fotograma de los antiguos maestros, no recuerdo a quién citaba (y el Godard por Godard no me lo han devuelto), contenía toda la belleza de la película, mientras que un fotograma de Nicholas Ray no contenía nada, no indicaba nada de la belleza de la película. Y que esa era la brecha entre el cine clásico y el moderno. No sé si esto fue una ocurrencia del momento o algo meditado. En cualquier caso un fotograma de El bazar de las sorpresas no nos dice nada de la belleza de la película. Ni remotamente. No sé si esto quiere decir que Lubitsch era ya moderno. Quizás sí, filmaba lo que hay «entre».

Esa era la primera manera de volver desde el fútbol hasta Lubitsch.

La segunda sería hablar de los cambios de ritmo. Otra cosa que me fascina en el diagrama es la súbita aparición, al cabo de un tiempo de jugada, de los pases largos. Esos cambios de ritmo me recuerdan a los que se dan en Lubitsch, súbitas aceleraciones y, aún más impresionante, súbitas ralentizaciones. Y, como en el fútbol, los cambios de ritmo están a menudo ligados a los cambios de orientación, súbitos cambios de registro, de la comedia al drama y del drama a la comedia. (Aunque como veríamos, espero, más tarde, Lubitsch es aún más impresionante cuando consigue hacer las dos cosas al mismo tiempo, drama y comedia, gag emocionante.)

Esa sería la segunda manera de volver de Guardiola a Lubitsch.

Podría dar entonces un ejemplo muy visible de cambio de ritmo, no de los más sutiles, pero sí de los más emocionantes. Hay un momento en El bazar de las sorpresas en el que James Stewart/ Kralik es llamado por su jefe al despacho. Kralik va hacia allá dinámico, creyendo que le van a conceder un aumento, bajo la mirada confiada de sus compañeros de trabajo, acompañado por un travelling. Parece un deportista que salta a la cancha bajo la ovación del público y chocando la palma con sus compañeros. Pero en el despacho resulta que su jefe quiere deshacerse de él. Kralik vuelve a salir del despacho lentamente, con una carta en la mano, una carta de despido. Mientras la lee en voz alta vienen a su alrededor, lentamente también, como en uno de esos momentos de comunión ceremonial de Ford, los compañeros de trabajo.

(Como te decía es  muy difícil hablar de una secuencia sin acabar descubriendo sus lazos con el resto de la película. Las lecturas de cartas son esenciales en esta película, ya sean de trabajo o de amor. Y la lectura parece algo muy importante en ciertas películas de Lubitsch, ayer volví a ver Una mujer para dos y me quedé muy impresionado por todo el rato que los personajes pasaban leyendo y, durante ese tiempo, comprendiendo. Lubitsch es un maestro en el difícil arte de mostrar a sus personajes en el momento en el que comprenden algo. Cuestión de ritmo, de cambios de ritmo.)

(Recuerdo ahora, y no sé donde podría meterlo, que Paulino Viota hacía diagramas de las películas para comprender cómo estaban construidas. Algo así como el diagrama de la jugada del Barça pero con Renoir o Ford.)

Pensaba continuar proponiendo un juego, volver a ver El bazar de las sorpresas siguiéndole la pista a un objeto, una tabaquera musical que al abrirla hace sonar Oh Chichonia. Pensaba describir cada una de sus apariciones, pero esto se iba volviendo interminable, y además no le hacía justicia a todos los juegos que Lubitsch hace con ella. Digamos que todo el primer acto de la película está construido en torno a la tabaquera, que nos va desvelando las relaciones entre los personajes y acaba haciendo posible que Clara Novak consiga un puesto de trabajo. En la segunda parte la tabaquera aparece menos, pero es determinante, porque ocupa el escaparate que hay que cambiar y que condiciona a los personajes. Luego reaparece sin aparecer cuando oímos Oh Chichonia en el café y eso le hace a Kralik recordar el primer día que Clara llegó a la tienda. Y en la parte final la tabaquera se convierte en trama paralela cómica, con todos los esfuerzos que hacen Kralik y Pirovitch para que Clara le regale una cartera de piel de cerdo, y no la tabaquera, a ese anónimo enamorado epistolar que no es otro que el propio Kralik. (Hay un plano memorable de Pirovitch, que ha convecido a Clara de que elija la cartera,  abriendo la puerta del despacho de Kralik y diciendo “Tienes la cartera.”. Cierra la puerta. Nada más.)

Y, cuando Kralik despide y empuja al traidor de la tienda, este cae contra las cajas, que todos se apresuran a cerrar para no tener que oír Oh Chichonia.

En fin, que esperaba que la gente revisase El bazar de las sorpresas siguiendo esa pista, la interminable jugada de la tabaquera, como un balón que se van pasando de unos a otros hasta el último pase a la red.

Y de alguna manera quería terminar el texto volviendo a los cambios de orientación, o de registro, para hablar de la parte final de El bazar de las sorpresas, cuando Lubitsch ya consigue mezclar en un mismo plano humor y drama, o mejor dicho, humor y emoción. Esto es muy evidente con el personaje de Matuscheck, cuando tras su tentativa de suicidio vuelve a la tienda el día de Navidad y él, que se quería jefe paternalista y arbitrario de sus empleados, parece convertirse en niño pequeño, en hijo de sus empleados. (Un padre hijo de sus hijos.)

Se acerca a Kralik, antes hijo predilecto, para preguntarle si alguna vez ha comido en cierto restaurante de lujo. Kralic le responde que no, que está por encima de sus posibilidades. Matuscheck le propone entonces que le acompañe esa noche. Pero Kralik ya tiene algo previsto. Matuscheck responde intentando parecer paternal y dice que solo quería asegurarse de que Kralik no pasase la nochebuena solo. Y luego va a ir preguntando a todos sus empleados por sus planes para esa noche. Cuando ya parece haber renunciado, sólo en la calle, a la puerta de su tienda, bajo la nieve, aparece a su lado el nuevo chico de los recados. Matuscheck se ilumina cuando comprende que también el chico está solo, que va a «pasar la nochebuena sólo en Budapest», y en vez de proponerle simplemente que vayan a cenar empieza a proponerle el menú, y los dos se van juntos a no pasar la nochebuena solos.

Otro momento que me impresiona es el penúltimo plano de la película, cuando Kralic se remanga los pantalones para demostrarle a la señorita Novak que no es patizambo, último paso antes del abrazo final. Ese plano, de sentido tan extraño, comprobar la calidad del material, sintetiza también, un segundo antes del final, todo lo que ha sido la relación de los dos personajes a lo largo de la película. Es un plano muy sencillo y modesto, quizás el más modesto de toda la película. Y sin embargo hay algo sublime en su sencillez. Pero ningún fotograma de este plano, si no hemos visto todo lo que precede, podría hacernos sospechar que es uno de los planos más bellos de la historia del cine, el más bello pase a la red.

En ese momento Lubitsch consigue que la separación entre comedia y drama, entre ligereza y gravedad, desaparezca por completo, para ponernos en contacto directo con emociones, miedos y felicidades humanas. Pero esta emoción se alcanza precisamente gracias a la inteligencia de la construcción, de la relación entre los detalles, de su manera singular de contarnos las situaciones. Una construcción que alcanza tal refinamiento y complejidad que deja de verse como construcción. Algo así como alcanzar la evidencia por la construcción.

Eso es más o menos lo que quería contar. Y me hubiese gustado terminar el texto repitiendo el inicio: «Lubitsch es demasiado bueno».

Un abrazo

Pablo

Segunda parte: Paco responde, Pablo responde a Paco, Manuel concluye…

 

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Fernando Ganzo y Pablo García Canga en Revista Lumière 4. 

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

 

Viene de aquí…

 

…pero siempre la necesito a ella, tengo que ver la nueva película de Chantal Akerman para saber cómo me sitúo con respecto a ella y ella con respecto al espectador que soy yo. A veces me he sentido más distanciado, otras más identificado, como en Toute une nuit. Es una de las películas que más me conmueven, con ese leit-motiv de los personajes que se pierden en la oscuridad de la noche, casi todas las historias acaban con esa imagen de una gravedad un poco terrorífica y constituyen el reverso de Charlot alejándose hacia el horizonte. Es también el final de J’ai faim, j’ai froid, la dos muchachas se pierden en la noche, y de los transeúntes de D’Est. Su soledad absoluta, casi su “status” de clochard, y que el tema de sus películas fuera verdaderamente el sustento, la comida –su relación casi patológica con la comida., como el hecho de que es errática y solitaria, son rasgos que hacen que le encuentre un lado chaplinesco.

Es una pena que no se programe ahora News from Home, porque abre muchas pistas de cómo relacionarse con las películas de Chantal Akerman; por ejemplo en ella crea algo que me fascina, y que yo llamo la “coreografía de la realidad”, que consigue mediante encuadres muy pensados de distintas calles y callejuelas de Nueva York, que tienen una belleza que enlaza con las mejores tomas de los Lumière, tal como comentaban Jean Renoir y Henri Langlois en la película sobre los Lumière que rodó Rohmer para al televisión. Y ver News from Home permitiría seguirle la pista hasta llegar ala coreografía de un musical como Golden Eighties. Si no, puede ser muy desconcertante que quién ha hecho Je, Tu , Il, Elle pase a hacer un musical. Y en J’ai faim, j’ai froid los diálogos tienen rimas y aliteraciones, y de ahí a que pasen a cantar no hay más que un paso. Los que no hayan seguido su trayectoria pueden creer que Golden Eighties es una concesión, que se ha “vendido”, cuando es un desarrollo de News from Home, porque Chantal es la mujer más libre que ha empuñado una cámara junto con Marguerite Duras. La verdad es que es asombroso que, partiendo de un cine doméstico e íntimo próximo al diario, al retrato y al autorretrato y a esta diversidad de géneros y registros, se haya abierto a una diversidad de géneros y registros, al documental, al musical, a la comedia, e incluso fuera del cine, la música, la danza, las instalaciones vídeo. Yo agradezco muchísimo los riesgos que ella ha asumido al abrirse, y me siento absolutamente solidario con sus traspiés, porque son fruto de un riesgo y una búsqueda, allí donde quizá Garrel se ha quedado más protegido. Su itinerario parte de la intimidad de una cocina y se abre a la Europa del Este, o la frontera de México y Estados Unidos, o el Sur, es curioso.

Es muy cineasta de cineastas. Una película como Toute une nuit, que apenas tiene diálogos, con un montaje de sonidos de los más expresivos que recuerdo, te muestra el máximo partir del mínimo: un encuadre, un pequeño gesto, la inmovilidad de una persona. A los cineastas nos gusta muchísimo inventar  historias, y una de las cosas que más me conmueven es esa capacidad para dar un simple esbozo, pero un pequeño trazo perfecto que deja un espacio de sugerencia a partir del cual yo proyecto toda al historia que no necesito que me cuenten entera y en detalle. Son películas que piden un espectador-cineasta, por así llamarlo, que deben ser completadas, que esperan que el espectador aporte su mirada y prolongue las pistas muy precisas que nos da. Todos los cineastas, cuando estamos haciendo una película, la cuestión que siempre nos planteamos es: ¿Cuándo estoy dando demasiado, y cuando demasiado poco? Siempre nos debatimos con esa cuestión. Chantal Akerman me da exactamente lo que necesito, y no me da más. Después de ver Toute une nuit, tengo la sensación de que podría escribir cuatro o cinco películas que están apuntadas, sugeridas; los espacios, tiempos, gestos, actitudes que me da son tan sugerentes que esas otras películas posibles están virtualmente latiendo en ella. Es, además, probablemente la película con más abrazos de toda la historia del cine, unos abrazos de una desesperación y una violencia que me remiten a la desesperación y una violencia que también había en otro cineasta de aquella época que para mí ha sido fundamental, Jean Eustache. Es curioso que el final de La Maman et la Putain pertenece a la misma familia que el de Je tu il elle, hay un eco que real, ambas acaban con el cansancio que produce toda esa desesperación, aunque Akerman ha conservado una candidez que hace posible que sus personajes, a veces, se echen a cantar.

Fin de la primera parte…

 

 

José Luis Guerín, Miguel Marías, 17 de enero de 2005.

Chantal Akerman, Philippe Garrel, Marguerite Duras y Jose Luis Guerín (Correspondecias) en Tienda Intermedio DVD

Lo menos que se puede decir es que, cuando se acomete una película sobre un tema como éste (los campos de concentración), es difícil no plantearse previamente ciertas cuestiones; pero todo transcurre como si, por incoherencia, necedad o cobardía, Pontecorvo hubiera decidido descuidar planteárselas.

Por ejemplo, la del realismo: por múltiples razones, de fácil comprensión, el realismo absoluto, o el que puede llegar a contener el cine, es aquí imposible; cualquier intento en este sentido será necesariamente incompleto («por lo tanto inmoral»), cualquier tentativa de reconstitución o de enmascaramiento irrisorio o grotesco, cualquier enfoque tradicional del «espectáculo» denota voyeurismo y pornografía. El director se ve obligado a atenuar, para que aquello que se atreve a presentar como la «realidad» sea físicamente soportable para el espectador, el cual no puede sino llegar a la conclusión, quizá inconscientemente, de que, por supuesto, esos alemanes eran unos salvajes, pero que, al fin y al cabo, la situación no era intolerable, y que, si los prisioneros se portaban bien, con un poco de astucia o de paciencia podían salir del paso. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros se habitúa hipócritamente al horror, éste forma poco a poco parte de la costumbre y muy pronto integrará el paisaje mental del hombre moderno; ¿quién podrá la próxima vez extrañarse o indignarse ante lo que, en efecto, habrá dejado de ser chocante!

Entonces comprendemos que la fuerza de Nuit et brouillard (Resnais, 1955) procede en menor medida de los documentos que del montaje, de la ciencia con la que se ofrecen a nuestra mirada los crudos hechos, reales, por desgracia, en un movimiento que es justamente el de la conciencia lúcida, y casi impersonal, que no puede aceptar comprender y admitir el fenómeno. Se han podido ver en otras ocasiones documentos más atroces que los recogidos por Resnais; ¿pero a qué no puede acostumbrarse el hombre? Ahora bien, uno no se acostumbra a Nuit et Brouillard; es porque el cineasta juzga lo que muestra, y es juzgado por la manera en que lo muestra.

Otra cosa: se ha citado en gran manera, por todas partes, y la mayoría de las veces de forma absurda, una frase de Moullet: la moral es una cuestión de travellings (o la versión de Godard: los travellings son una cuestión de moral). Se ha querido ver en ello el colmo del formalismo, cuando en realidad más bien podría criticarse su exceso «terrorista», por recurrir a la terminología paulhaniana. Obsérvese sin embargo en Kapo el plano en el que Riva se suicida abalanzándose sobre la alambrada eléctrica. Aquel que decide, en ese momento, hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de inscribir exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo sólo merece el más profundo desprecio. Desde hace algunos meses nos están calentando la cabeza con los falsos problemas de la forma y del fondo, del realismo y de la magia, del guión y de la «puesta en escena», del actor libre o dominado y otras pamplinas. Digamos que podría ser que todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, o el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo, el autor, un mal necesario, y la actitud que toma dicho individuo con respecto a lo que rueda, y en consecuencia con el mundo y con todas las cosas. Lo cual puede expresarse con la elección de las situaciones, la construcción de la intriga, los diálogos, la interpretación de los actores, o la pura y simple técnica, «indistintamente pero en la misma medida». Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas, ¿y cómo no sentirse, en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor? Más valdría en cualquier caso plantearse la pregunta, e incluir de alguna manera este interrogante en lo que se filma. Pero está claro que la duda es algo de lo que más carecen Pontecorvo y sus semejantes.

Hacer una película es, pues, mostrar ciertas cosas, es al mismo tiempo, y mediante la misma operación, mostrarlas desde un cierto ángulo, siendo esas dos acciones rigurosamente indisociables. Del mismo modo que no puede haber nada absoluto en la puesta en escena, ya que en lo absoluto no hay puesta en escena, el cine tampoco será nunca un «lenguaje»: las relaciones entre el signo y el significado no tienen ningún valor aquí, y no desembocan más que en herejías tan tristes como la pequeña Zazie. Toda aproximación al hecho cinematográfico que trate de sustituir la síntesis por la suma, la unidad por el análisis, nos remite inmediatamente a una retórica de imágenes que no tiene ya nada que ver con el hecho cinematográfico, no más que el diseño industrial con el hecho pictórico. ¿Por qué esta retórica sigue siendo tan querida por aquellos que se autodenominan «críticos de izquierdas»? Quizá es porque, al fin y al cabo, éstos son antes que nada unos irreductibles profesores, pero si desde siempre hemos detestado, por ejemplo, a Pudovkin, a De Sica, a Wyler, a Lizzani, y a los antiguos combatientes del IDHEC , es porque la materialización lógica de ese formalismo se llama Pontecorvo. Piensen lo que piensen los periodistas express, la historia del cine no vive una revolución cada ocho días. Ni la mecánica de un Losey, ni la experimentación neoyorquina le afectan en mayor medida que las olas de la playa a la paz de las profundidades. ¿Por qué? Porque unos no se plantean más que problemas formales, y otros los resuelven todos con antelación al no plantear ninguno. ¿Pero qué dicen más bien aquellos que realmente construyen la historia, los que también llamamos «hombres de arte»? Resnais confesará que, así como tal película de la semana le interesa en su calidad de espectador, sin embargo es ante Antonioni ante quien tiene el sentimiento de no ser más que un amateur. Sin duda Truffaut hablaría del mismo  modo de Renoir, Godard de Rossellini, Demy de Visconti; y así como Cézanne, contra la opinión de todos los periodistas y cronistas, fue impuesto paulatinamente por los pintores, también los cineastas impondrán a la historia a Murnau o Mizoguchi

 

Jacques Rivette, «De l’abjection», Cahiers du cinéma , n° 120, junio1961, pp. 54-55. Recogido en Teoría y crítica del cine, Paidós.

Jacques Rivette en Tienda Intermedio DVD.

Viene de aquí.

¿En qué momento empieza a escribir? Con la «extraña guerra» y tras una «extraña crisis» personal (psicoanálisis sin duda fallido y nunca aclarado, rabia ante la blandura del clero colaboracionista). Con un verdadero trauma: el fracaso en el examen oral del profesorado. («Me sucedió una catástrofe a la que no estaba acostumbrado: fracasé en el oral del profesorado. Más exactamente, me rechazaron porque había tartamudeado en mi lectura explicada.») Bazin, educador nato, no será nunca profesor. Será algo mejor: un iniciador. A partir de 1942 y a pesar de un cuerpo enfermo (los pulmones) y un espíritu intranquilo (es demasiado crítico, en el fondo, para tener la fe del carbonero, será siempre un espíritu libre no apto para la sumisión, un hombre religioso pero no un creyente) fundará cine-clubs y los animará. Hay que decir que tras las llamaradas teóricas de los años veinte, lo que se escribe entonces sobre cine es a imagen de la idea que se tiene entonces de ese arte: mediocre. Poco elitista, Bazin piensa que hacer amar las buenas películas creará un público mejor que, a su vez, exigirá ver películas mejores, etc.

Ese optimismo es a imagen del clima intelectual de la inmediata posguerra. La «animación cultural» es una idea nueva, pero política. Peuple et culture (surgido de la resistencia de Grenoble), Travail et culture (próximo al pecé y donde trabaja Bazin) no quieren dejar pasar la ocasión de impedir a la burguesía francesa que reocupe el terreno cultural. Otro motivo de optimismo: es de nuevo posible vivir (y pensar) al ritmo de un arte (el cine) que abraza todos los debates de su tiempo. Hay grandes acontecimientos: la vuelta de una película americana a una pantalla parisina (el 5 de octubre de 1944, en el Moulin-Rouge: ¡se trata de un Duvivier!), el conmovedor estreno de Paisá, de Rossellini (noviembre del 46), el estreno ignorado de Ciudadano Kane de Welles (1947). Y cada vez, en las primeras filas, Bazin es al mismo tiempo el más febril y el más lúcido. Es un apasionado. Sin pasión no escribe, pero si escribe procede con el método de aquel que quiere saber más sobre su pasión y compartir ese «más». Se convierte en el crítico titular del Parisien liberé (600 artículos en total), escribe en L’Écran français (semanal notable, creado en la clandestinidad en 1943) y en la segunda Revue du cinéma de J.G. Auriol. Y lo que escribe cuenta.

Lo que sigue se conoce mejor. Para todos el optimismo cede el paso al desencanto (repliegue sobre sí mismo, repliegue sobre el cine, sobre el «cine en sí»). La guerra fría vuelve tonto. A los estalinistas que toman el poder en L’Écran français Bazin les resulta incómodo. Este espiritualista ha conservado el gusto por lo social y el sentido de la historia; este analista del cine como «forma» presta todavía demasiada atención al «contenido». Molesto. Con su famoso texto sobre «El mito de Stalin» (aparecido en Esprit en 1950) Bazin corta las amarras (Sadoul escribirá en Les Lettres françaises una respuesta ridícula). Y es «objetivamente» como Bazin acabará por animar el cine-club más cerrado y más «in» de su tiempo: «Objectif 49«. 1949 es un año intenso. Es el año del legendario Festival du Film Maudit de Biarritz (eran malditas Las damas del bosque de Bolonia, Lumière d’été, L’Atalante) y es el año del nacimiento de Florent Bazin, hijo de André y de Janine. 1950 será menos alegre: tuberculosis, sanatorio, y comienzo de una actividad (ligeramente) ralentizada. 1951 será el año de la creación, con Jacques Doniol-Valcroze, de los Cahiers du cinéma, revista célebre por sus excesos y su portada amarilla.

Le quedaban ocho años de vida. Bazin, muerto a los cuarenta de leucemia, tuvo el privilegio de verse convertido en precursor y de ser, el seno de los Cahiers, que animó hasta su muerte, el «más viejo» de una banda cinemaníaca que debía, un año después de su muerte, entrar en tromba en el cine francés. Bazin es el verdadero «padre» de Truffaut, niño perdido, dos veces desertor, apasionado por el cine y que no tardó nada en declarar la guerra (finales de 1953) al establishment de la «calidad francesa», beato de autosatisfacción. Luego fueron Schérer (futuro Rohmer), Rivette, Godard y Chabrol. Bazin les había proporcionado los instrumentos intelectuales que necesitaban para librar batalla: el estudio privilegiado de los grandes cineastas (para Bazin fueron siempre Chaplin, Welles, Flaherty, Rossellini, Renoir), la revindicación de un cine «impuro», la falta de gusto por el teatro, el rechazo de sobrevalorar la técnica, el interés por le cine americano menor, etc. Y además la idea de ese cine-espejo con un azogue un poco especial, sin la cual no se comprende nada de lo que debía ser la Nouvelle Vague tras la muerte del «transmisor».

Continuará…

Original en Ciné journal, volume II / 1983-1986, Serge Daney

Traducción Pablo García Canga

Viene de aquí

En una entrevista en Cahiers du cinéma, Jean Renoir ha visto muy bien, hablando de los espectadores, una actitud semejante a esta que estoy tratando de caracterizar, del cineasta espectador.

…y todos los oficios están hechos no sólo para aficionados (en español en el original, el modelo para Renoir es el de las corridas de toros), sino para cómplices; en realidad hacen falta cómplices, hacen falta colegas; 

(…)las cualidades, los dones o la educación que hacen a un pintor son los mismos que los dones, la educación y las cualidades que hacen al aficionado (amateur) a la pintura; dicho de otro modo, para disfrutar de un cuadro hay que ser pintor en potencia; hay que decirse : Ah, yo, yo lo hubiera hecho asá; hay que hacer películas uno mismo, quizá únicamente en la imaginación, pero hay que hacerlas, sino no se es digno de ir al cine.

Así Renoir, frente a la actitud habitual de los medios culturales de elevar el nivel de los espectadores en tanto que críticos, de que cada espectador llegue a ser un crítico, propone algo mucho más sutil y seguramente más enriquecedor: que todos fantaseemos nuestras propias puestas en escena, que todos los espectadores nos convirtamos en cineastas.

El espectador-cineasta es como el amante de una mujer de la que el espectador-crítico sería el psicoanalista. Uno es el que disfruta viendo, palpando, olfateando; disfruta tanto con el sonido de la voz de su amada que ella se da cuenta de que él no entiende lo que ella le dice; el psicoanalista entiende incluso y sobre todo lo que ella no le dice. El amante disfruta del cuerpo del film, de su materialidad inmediata y opaca -o transparente si lo preferís, pues en ambas palabras lo que importa aquí es la idea de algo que no se puede referir a otra cosa, a un sentido; el psicoanalista disfruta del film hecho palabra, lenguaje, sentido. Quizás el psicoanalista conozca más profundamente a la mujer, pero me gusta más cómo la disfruta el amante. Ese es mi punto de vista en este asunto en el que, como cineasta, soy parte muy parcial. Como dice Susan Sontag al final de Contra la interpretación:

En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte. 

Aquí concluye El vampiro y el criptólogo.

Paulino Viota en En torno a Peirce, Asociación de Estudios Semióticos de Barcelona, 1986.