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Archivo de la etiqueta: François Truffaut

godard truffautuna película es algo… evidente, que va de suyo… algo que va y viene… de sí mismo… cuando él escribía… lanzaba su escritura… fuera de él… contra una cierta tendencia del cine francésFrançois les reprochaba no ir de suyo… hacer cine… todo un cine… en vez de hacer películas… salir de casa… como el puro espectador… porque toda entrada en una sala es una salida de casa, del espectador…

François empezó haciendo películas con su mano… manchas de tinta… pedradas en la charca… no dudaba en tirar la primera piedra… no sé si luego continuó haciéndolo… uno no puede hacerlo todo… cargar con los pecados de los otros y con los de uno… él todo lo hizo solo… pareciendo lo contrario… ahora está muerto… una película nunca la hace uno solo… en soledad… sí… a menudo… la página en blanco y la pantalla en blanco… son tan famosas como el lobo blanco… aunque precisamente los lobos… o los asesinos de los que hablaba Henri Langlois… que te sonríen…

… sabíamos que una película se hacía sola… pero éramos cuatro… así que durante un tiempo nos dedicamos a demostrarlo… luego algunos se dedicaron a retractarse… la pantalla era nuestro juez de instrucción…

…están DiderotBaudelaireElie FaureMalraux… y por último François… no ha habido otro crítico de arte… François era francés… ahora está muerto… el cine fue primero internacional… él sin que nadie se diera cuenta cambió de camisa… con suavidad… sin el tío Jean para ayudarle a atravesar el espejo… con los libros como único pasaporte… libros por aquí, libros por allá… demasiadas informaciones… se suben a la cabeza… siempre se puede ir a ver al padre Alfred para que le lave a uno el cerebro… y luego otro libro… los dos quedarán en entredicho… etimológicamente entre la realidad y la imaginación… forzosamente volveremos a cruzarnos con ellos…

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Cahiers du cinéma, diciembre de 1984. Traducción de Manuel Asín. Agradecimientos a Toni Trullen.

Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD

Eric-Rohmer

 

1920. Nacimiento en Tulle (Corrèze)

1925-30. Veo una sola película (muda): Ben Hur.

1930-37. Veo dos películas (habladas): l’Aiglon y Tartarin de Tarascon.

1937-39. Estudios en Henri-IV. Frecuento el Studio des Ursulines.

1945. Frecuento la Cinémathèque. Descubro a los maestros del mudo: Griffith, Lang, Murnau, Eisenstein, Chaplin, Buster Keaton

1946. Escribo para la Revue du cinéma : «El cine, arte del espacio».

1947-51. Dirijo los debates del ciné-club del Quartier Latin. Allí conozco a Chabrol, Godard, Rivette y Truffaut. Conozco a Alexandre Astruc y André Bazin. Participo con ellos en la creación del cine-club Objectif 49 y de los Cahiers du cinéma.

Habiendo fracasado dos veces en el oral de la agregación de letras, debo aceptar un puesto en provincia (Vierzon), pero sigo residiendo en París.

1952-56. Así puedo continuar con mi actividad periodística en los Cahiers y en el semanal Arts. Gracias a unos amigos que me prestan su cámara y me dan las bobinas, ruedo en 16 mm mudo Bérénice, basado en Edgar Poe y  La sonata a Kreutzer, basado en Tolstoi, uno y otro con vestuario moderno.

Un permiso por razones de conveniencia personal me es acordado por la Educación nacional.

1957-62. Me convierto en redactor en jefe de los Cahiers du cinéma y luego, gracias a Chabrol, ruedo El signo del león en julio de 1959. No habiendo tenido mi película tenido el éxito de Los cuatrocientos golpes, El bello Sergio o Al final de la escapada, debo volver al amateurismo. Ruedo, con una cámara de cuerda, la primera película de la serie de los Seis Cuentos morales, La panadera de Monceau. El personaje principal lo interpreta un joven cinéfilo, Barbet Schroeder , que va a fundar una sociedad de producción para apoyar mis películas: les Films du Losange.

1963. Abandono los Cahiers y entre en la Televisión escolar donde ruedo, con toda independencia, gracias al director Georges Gaudu, programas que no son sólo alimenticios.

1966. Tras el rodage del segundo cuento, La carrera de Suzanne, intento realizar profesionalmente el tercero. No me dan la ayuda antes de rodaje. Ruedo entonces el cuarto, La coleccionista, todavía como amateur, pero en película de 35mm color y con un operador llamado a tener una carrera breve pero prestigiosa, Nestor Almendros. Éxito alentador.

1967. Vuelvo a presentar, con un nuevo título, Mi noche con Maud, el tercer cuento, a las ayudas antes de rodaje. Nuevo rechazo.

1968-69. Afortunadamente, gracias a Truffaut, que convence a algunos de su colegas (Pierre Braunberger, Claude Berri, Yves Robert), los Films du Losange pueden montar una coproducción. Éxito mucho más allá de los esperado en Francia y en el extranjero.

1970. Pierre Cottrell, que dirige Losange en ausencia dede Barbet Schroeder, que rueda, obtiene de la  Warner-Columbia la financiación de los dos últimos Cuentos morales: La rodilla de clara y El amor después del mediodía. Doble éxito.

1973. En espera de una nueva inspiración, dirijo para la televisión cuatro programas sobre las ciudades nuevas.

1975. Rueda en Alemania, y en alemán, La marquesa de O, de Heinrich von Kleist.

1976. Perceval no será fácil de producir. Sin embargo la nueva directora de Losange, Margaret Menegoz, sabrá conseguir al mismo tiempo la ayuda antes de rodaje y una coproducción televisiva europea. Éxito mediocre.

1980. Vuelta a un semi-amateurismo con La mujer del aviador, en 16mm, primero de una nueva série, Comedias y Proverbios (La buena boda, Pauline en la playa, Las noches de la luna llena, El rayo verde, El amigo de mi amiga). Fundo mi propia sociedad de producción, la Compagnie Eric Rohmer (C.E.R.), que será coproductora de las películas posteriores, con el Losange, y a veces en solitario.  Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (1985), El árbol, el acalle y a mediateca l’Arbre (1992), les Rendez-vous de Paris (1994).

1989-97. Nueva serie: Cuentos de las cuatro estaciones. En esta década todo irá sobre ruedas.

2000-2003. Las dificultades volverán con dos películas de época, La inglesa y el duque (2000) y Triple Agente (2003). Siendo demasiado pesadas para Losange ­ y al serle rechazadas las ayudas antes de rodaje, Françoise Etchegaray y yo recurrimos a Pathé y a Rezo Films.

2004. Sigo sin estar inscrito por los sindicatos profesionales en sus listas de referencia. Pronto tendré 84 años. Eterno amateur.

 

 

Aparecido en Libération. 

Eric Rohmer en Tienda Intermedio DVD.

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Viene de aquí…

Existen dos tipos de cineastas igual que entre los pintores o los escritores, están los que trabajarían incluso en una isla desierta, sin público, y los que renunciarían porque ¿de qué sirve? Así pues, no hay Lubitsch sin público, pero cuidado, el público no está además de la creación, sino que está con la creación, forma parte de la película. Las prodigiosas elipses del guión sólo funcionan gracias a que nuestrar risas establecen el puente de unión entre una escena y otra. Cada agujero de un queso gruyère de Lubitsch es genial.

La expresión «puesta en escena» empleada a diestro y siniestro significa algo por fin, aquí se trata de un juego en el que sólo pueden jugar tres y únicamente durante la proyección. ¿Y quiénes son esos tres? Lubitsch, la película y el público.

Nada tiene que ver con el cine tipo Doctor Zhivago. Si me dijeran: «Acabo de ver un Lubitsch en el que sobra un plano», pensaría que me toman el pelo. Su cine es todo lo contrario de la vaguedad, de lo impreciso, de lo informulado, de lo incomunicable, no lleva ningún plano decorativo, nada que sea «para quedar bien»: no, de principio a fin nos mete en lo esencial hasta el cuello.

En Lubitsch la puesta en escena no existe sobre el papel, tampoco tiene sentido tras la proyección, todo sucede mientras miramos la pantalla. Una hora después de haberla visto por primera vez, o incluso por sexta, les reto a que me cuentan la puesta en escena de Ser o no ser; resulta rigurosamente imposible.

Nosotros, el público, nos encontrábamos allí, en la oscuridad, mientras la situación -que en la pantalla era clara- se extendía hasta agotarse justo cuando, para tranquilidad nuestra y haciendo uso de nuestros recuerdos como espectador, anticipábamos la siguiente escena; sin embargo, Lubitsch, como todos los genios dotados del espíritu de la contradicción, había dado vueltas a todas las soluciones preexistentes para decantarse por aquella en la que nunca habríamos caído antes, la impensable, la enorme, exquisita y desconcertante. Carcajadas, sí, carcajadas, porque al descubrir la «solución Lubitsch» la risa, realmente, se escapa.

En Trouble in Paradise, durante un cóctel, Edward Everett Horton mira a Herbert Marshall de manera recelosa. Piensa que ha visto esa cara en algún sitio. Nostros sabemos que Herbert Marshall es el ladrón que, al principio de la película, robó al pobre Horton en una sala de un palacio en Venecia. Entonces, en un momento dado, hace falta que Horton se acuerde y en ese caso, nueve cineastas de cada diez, ¡pedazo de gandules!, ¿qué es lo que solemos hacer?: mostramos al tipo durmiendo en su cama cuando, de noche y en mitad de un sueño, se despierta y exclama: «¡Ya lo tengo! ¡En Venecia! ¡Será cabrón!». Pero ¿quién es el cabrón? Pues es quien se conforma con una solución tan arbitraria. Éste no es el caso de Lubitsch, que se desvive, que da cuanto tiene y que incluso va a morir veinte años antes de lo debido. He aquí lo que hace Lubitsch: nos muestra a Horton fumando un cigarrillo y preguntándose dónde pudo haber visto anteriormente a Herbert Marshall; reflexiona, sigue fumando y apaga la colilla en un cenicero de plata en forma de góndola… plano del cenicero-góndola, vuelta a la cara… mirada al cenicero… góndola… ¡Venecia! ¡Bravo! Horton lo tiene y ahora es el público el que se desternilla de risa mientras que Lubitsch quizás se encuentre allí, de pie en la sombra, al fondo de la sala, vigilando a su «público», dudando ante el mínimo retraso en las risas, como Frederic March en Una mujer para dos, o incluso echando un vistazo al apuntador que, al ver a Hamlet avanzar hacia la rampa está a punto se soplarle, por si acaso: «Ser o no ser».

He hablado de lo que se aprende, he hablado del talento, he hablado de lo que en el fondo puede comprarse con sólo ponerle un precio, pero lo que ni se aprende ni se compra es el encanto y la malicia. ¡Ay!, el encanto malicioso de Lubitsch es lo que hacía de él un auténtico príncipe.

 

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François Truffaut en Les films de ma vie. Traducción Norma García. Publicada en Nickelodeon número 18.

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

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Tomemos primero la imagen, particularmente luminosa, de las películas de antes de la guerra; me encanta esa imagen. Los personajes aparecen en la pantalla como pequeñas siluetas oscuras e irrumpen en los decorados empujando puertas tres veces más grandes que ellos. En esa época no había problemas de alojamiento y en las calles de París era el 14 de julio todo el año gracias a las banderolas de «se alquila apartamento» que colgaban de las fachadas de los inmuebles.

Los grandes decorados de las películas de esa época restaban importancia a la primera actriz; el productor pagaba lo que fuera por ellos pero hacía falta que se vieran puesto que el hombre de los puros miraba por su dinero y estoy seguro de que hubiera puesto de patitas a la calle al realizador que hubiera tenido el descaro de rodar toda la película en plano general.

En esta época, cuando no se sabía muy bien dónde colocar la cámara se ponía demasiado lejos; hoy en día, ante la duda, se pega a las narices de los actores. Se ha pasado de la insuficiencia modesta a la insuficiencia pretenciosa.

Este nostálgico prólogo no está fuera de lugar para presentar a un Lubitsch que tenía la firme convicción de que es preferible reír en un palacio que llorar en la trastienda del comercio de la esquina. Siento que, como decía André Bazin, no me va a dar tiempo a ser breve.

Como todos los artistas de estilo elegante, Lubitsch, consciente o inconscientemente, comparaba la narración de los grandes actores con los cuentos infantiles. En Ángel una cena aburrida y embarazosa va a reunir a Marlene Dietrich, a su marido Herbert Marshall y a Melvyn Douglas, su amante, al que pensaba que no volvería a ver pero al que su marido ha traído a casa por casualidad. Como suele ocurrir en el cine de Lubitsch, la cámara se aleja del jardín en el mismo momento en el que la situación se vuelve insostenible para trasladarnos al patio, desde donde podemos disfrutar mejor de las consecuencias. Nos encontramos en la cocina. El camarero va y viene, se lleva primero el plato de la señora: «Es curioso, la señora no ha probado su chuleta»; luego el plato del invitado: «Mira, él tampoco» (de hecho esta segunda chuleta está cortada en trocitos pero sin empezar). El tercer plato llega vacío: «Sin embargo, al señor parece haberle gustado la chuleta». Se puede ver a «Ricitos de oro» en casa de los tres osos: la sopa de Papá Oso estaba «demasiado caliente», la de Mamá Osa «demasiado fría», y la de Bebé Oso en «su punto». ¿Han visto ustedes una literatura más precisa que esta?

Y nos encontramos ante el primer punto en común entre el Lubitsch touch y el Hitchcock touch; el segundo, es posiblemente su manera de enfrentarse al problema de la puesta en escena. Aparentemente se trata de contar una historia en imágenes y es sobre este punto sobre el que insistirán ellos mismos en sus entrevistas. Pero esto no es cierto Y no mienten simplemente por el placer de mentir o para librarse de nosotros, no, mienten para simplificar puesto que la realidad es demasiado complicada y es preferible dedicar el tiempo a trabajar y a perfeccionarse, ya que estamos hablando de dos perfeccionistas.

La verdad es que en este trabajo se trata de no contar la historia e incluso se busca el medio de no contarla del todo. Existe, por supuesto, el principio del guión, resumible en pocas líneas, normalmente la seducción de un hombre hacia una mujer que no le desea o viceversa o incluso la proposición al pecado de una noche, al placer -los mismos temas que Sacha Guitry-, lo importante es que no se trate del tema directamente. Entonces, si estamos situados tras las puertas de las habitaciones mientras que la acción se desarrolla en el interior de las mismas, o si nos quedamos en la antecocina cuando todo sucede en el salón y en el salón cuando todo pasa en la escalera y en la cabina de teléfono cuando pasa en el sótano, es que Lubitsch, modestamente, no ha dejado de darle vueltas al guión durante las seis semanas de escritura para finalmente permitir que los espectadores construyan ellos mismos la escena con él mientras la película se desarrolla en la pantalla.

Sigue aquí…

 

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François Truffaut en Les films de ma vie. Traducción Norma García. Publicada en Nickelodeon número 18.

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

 

Tras No envejeceremos juntos Maurice Pialat es acusado de plagio por una autora teatral. Pide a varios profesionales que atestigüen  la anterioridad del guión sobre la obra. Truffaut, más allá de la petición de Pialat, da un análisis crítico del guión y de la película. 

 

El abajo firmante

TRUFFAUT François

Meteur en scène

Nacido el 6 de febrero de 1932 en París, sin relación de parentesco con Maurice Pialat certifico y atestiguo haber tenido conocimiento de un manuscrito de Maurice Pialat, titulado No envejeceremos juntos, que se presentaba entonces menos bajo forma de guión que de confesión literaria en primera persona. De hecho le recomendé que lo hiciese publicar, lo que hizo, poco después de haber hecho con él una película bastante fiel al original, puesto que más «concentrada».

Nunca dudé del aspecto autobiográfico del relato, siendo Pialat manifiestamente un artista del autorretrato. Por lo demás he llegado a reprocharle su incapacidad para transponer, acondicionar, estilizar su propia experiencia, incluso cuando eso sería necesario para obtener una comprensión más clara por parte del público, de los sentimientos y emociones que pretende compartir con él.

Incluso si nueve de cada diez película cuentan historias de amor, No envejeceremos juntos es, en mi opinión, la única que describe minuciosamente, clínicamente, sin giros dramáticos y sin invención una ruptura amorosa. La originalidad de este relato viene de que empieza por lo que, generalmente, llega al final del segundo tercio: la fisura en la pareja.

La vida moderna, que permite a las jóvenes parejas equiparse con máquinas pagables en doce meses, les conduce a menudo a separarse en varios plazos, ¡he ahí la historia de No envejeceremos juntos! Una situación de partida que se agrava sin amplificarse, sin más progresión que la de la vida, ninguna invención astuta o arreglo hábil: decididamente esta bella película desgarradora no debe su emoción más que la amargura del recuerdo. La idea de que Maurice Pialat se habría inspirado en una obra existente para escribir No envejeceremos juntos es una idea cómica. En esta historia, sólo Adán y Eva están concernidos.

Sé que este testimonio está destinada a ser utilizada por la justicia y que un falso testimonio por mi parte me expondría a sanciones penales.

Hecho en París el 22 de marzo de 1977,

François Truffaut

 

 

Recogido en Les Irockuptibles Hors Série, Maurice Pialat.

Maurice Pialat en Tienda Intermedio DVD. 

 

Es más fácil enumerar las razones que dictan nuestros odios que las que inspiran nuestros amores, aunque normalmente la explicación se viene abajo, sencillamente porque las pasiones no son racionales.

La crítica profesional se servirá de Un taxi malva para echar por tierra Le Camion, o al revés, pero cuando un cineasta habla del trabajo de otro cineasta que admira debe prescindir de esa comodidad. Así pues, aquí sólo trataremos de Bresson y de su duodécima película, El diablo, probablemente, que ha despertado en mí recuerdos muy antiguos relacionados con el recibimiento-ducha de agua fría de que fue objeto Las damas del bois de Boulogne durante la Liberación.

Las damas del bois de Boulogne recibió la crítica de que no se parecía a lo que se estaba haciendo, del mismo modo en que se reprochó a Bresson el hecho de que no filmara los mismos momentos de una historia, que no los filmara de la misma forma. Nada serio, nada de todo esto es serio, nada de todo esto ha impedido a Bresson seguir su singular camino. Los ángeles del pecado era sin duda la mejor película sobre la Ocupación; Un condenado a muerte se ha escapado fue lo mejor de la década siguiente; Pickpocket, El proceso de Juana de Arco, Al azar Balthazar, son los títulos clave de una obra que, desde el Diario de un cura rural hasta Lancelot du Lac, siempre me ha conmovido por su musicalidad.

Los protagonistas de El diablo, probablemente son dos hermosas chicas y dos atractivos chicos; insisto en su belleza porque éste es, en parte, el tema de la película: la belleza malgastada, la juventud malgastada. Bresson juega con estas cuatro bellas caras y las distribuye como las figuras de un juego de cartas, creando variaciones. Efectivamente, lo primero que Bresson filma muchas veces en las escenas son pomos de puertas y cinturas, decapitando a las personas; pero ¿no lo hace para ahorrar, para retrasar, para hacer esperar, para preservar, para provocar deseo y para finalmente mostrarla cara en el momento más importante, en el momento en que este bello rostro -e insisto en su belleza-, en que este bello rostro inteligente habla con dulzura, seriedad, como si hablase consigo mismo?

Está muy claro que para Bresson, como para Monsieur Teste, se trata de matar a la marioneta y mostrar a la persona en su mejor momento, en su momento más verdadero de emoción y expresión contenidas.

He hablado de caras y voces. La chica llamada Alberte me ha hecho pensar en la Casares de Las damas del bois de Boulogne. Se podría describir -de nuevo haciendo referencia a un cine musical- la forma de andar de los cuatro guapos adolescentes de la película. Cómodos con sus zapatillas de deporte y sus suelas de goma, se deslizan por las calles y las escaleras como gatos domésticos. sus movimientos no son bruscos, sino de una dulzura que imita la cámara lenta y que parece estar sincronizada con la exploración de las imágenes, que ya he dicho que se barajan como un juego de cartas y se distribuyen con parsimonia.

En un film de Bresson se trata menos de mostrar que de ocultar. ¿La ecología, la iglesia moderna, la droga, la psiquiatría, el suicidio? No, el tema de El diablo probablemente no está ahí. El verdadero tema es la inteligencia, la gravedad y la belleza de los adolescentes de hoy y, especialmente, de cuatro de ellos de los que podría decirse con Cocteau que ‘el aire que respiran es más ligero que el aire’.

No encontrarán esta nobleza en muchos films. El cine es un arte, pero no todos los cineastas son artistas, Bresson sí, y su nueva obra maestra El diablo probablemente es un film voluptuoso.

 

 

Pariscope, 21 de junio de 1977. Recogido en El placer de la mirada, François Truffaut, Paidós. Traducción de Clara Valle.

Robert Brtesson en Tienda Intermedio DVD. 

Viene de aquí.

¿En qué momento empieza a escribir? Con la «extraña guerra» y tras una «extraña crisis» personal (psicoanálisis sin duda fallido y nunca aclarado, rabia ante la blandura del clero colaboracionista). Con un verdadero trauma: el fracaso en el examen oral del profesorado. («Me sucedió una catástrofe a la que no estaba acostumbrado: fracasé en el oral del profesorado. Más exactamente, me rechazaron porque había tartamudeado en mi lectura explicada.») Bazin, educador nato, no será nunca profesor. Será algo mejor: un iniciador. A partir de 1942 y a pesar de un cuerpo enfermo (los pulmones) y un espíritu intranquilo (es demasiado crítico, en el fondo, para tener la fe del carbonero, será siempre un espíritu libre no apto para la sumisión, un hombre religioso pero no un creyente) fundará cine-clubs y los animará. Hay que decir que tras las llamaradas teóricas de los años veinte, lo que se escribe entonces sobre cine es a imagen de la idea que se tiene entonces de ese arte: mediocre. Poco elitista, Bazin piensa que hacer amar las buenas películas creará un público mejor que, a su vez, exigirá ver películas mejores, etc.

Ese optimismo es a imagen del clima intelectual de la inmediata posguerra. La «animación cultural» es una idea nueva, pero política. Peuple et culture (surgido de la resistencia de Grenoble), Travail et culture (próximo al pecé y donde trabaja Bazin) no quieren dejar pasar la ocasión de impedir a la burguesía francesa que reocupe el terreno cultural. Otro motivo de optimismo: es de nuevo posible vivir (y pensar) al ritmo de un arte (el cine) que abraza todos los debates de su tiempo. Hay grandes acontecimientos: la vuelta de una película americana a una pantalla parisina (el 5 de octubre de 1944, en el Moulin-Rouge: ¡se trata de un Duvivier!), el conmovedor estreno de Paisá, de Rossellini (noviembre del 46), el estreno ignorado de Ciudadano Kane de Welles (1947). Y cada vez, en las primeras filas, Bazin es al mismo tiempo el más febril y el más lúcido. Es un apasionado. Sin pasión no escribe, pero si escribe procede con el método de aquel que quiere saber más sobre su pasión y compartir ese «más». Se convierte en el crítico titular del Parisien liberé (600 artículos en total), escribe en L’Écran français (semanal notable, creado en la clandestinidad en 1943) y en la segunda Revue du cinéma de J.G. Auriol. Y lo que escribe cuenta.

Lo que sigue se conoce mejor. Para todos el optimismo cede el paso al desencanto (repliegue sobre sí mismo, repliegue sobre el cine, sobre el «cine en sí»). La guerra fría vuelve tonto. A los estalinistas que toman el poder en L’Écran français Bazin les resulta incómodo. Este espiritualista ha conservado el gusto por lo social y el sentido de la historia; este analista del cine como «forma» presta todavía demasiada atención al «contenido». Molesto. Con su famoso texto sobre «El mito de Stalin» (aparecido en Esprit en 1950) Bazin corta las amarras (Sadoul escribirá en Les Lettres françaises una respuesta ridícula). Y es «objetivamente» como Bazin acabará por animar el cine-club más cerrado y más «in» de su tiempo: «Objectif 49«. 1949 es un año intenso. Es el año del legendario Festival du Film Maudit de Biarritz (eran malditas Las damas del bosque de Bolonia, Lumière d’été, L’Atalante) y es el año del nacimiento de Florent Bazin, hijo de André y de Janine. 1950 será menos alegre: tuberculosis, sanatorio, y comienzo de una actividad (ligeramente) ralentizada. 1951 será el año de la creación, con Jacques Doniol-Valcroze, de los Cahiers du cinéma, revista célebre por sus excesos y su portada amarilla.

Le quedaban ocho años de vida. Bazin, muerto a los cuarenta de leucemia, tuvo el privilegio de verse convertido en precursor y de ser, el seno de los Cahiers, que animó hasta su muerte, el «más viejo» de una banda cinemaníaca que debía, un año después de su muerte, entrar en tromba en el cine francés. Bazin es el verdadero «padre» de Truffaut, niño perdido, dos veces desertor, apasionado por el cine y que no tardó nada en declarar la guerra (finales de 1953) al establishment de la «calidad francesa», beato de autosatisfacción. Luego fueron Schérer (futuro Rohmer), Rivette, Godard y Chabrol. Bazin les había proporcionado los instrumentos intelectuales que necesitaban para librar batalla: el estudio privilegiado de los grandes cineastas (para Bazin fueron siempre Chaplin, Welles, Flaherty, Rossellini, Renoir), la revindicación de un cine «impuro», la falta de gusto por el teatro, el rechazo de sobrevalorar la técnica, el interés por le cine americano menor, etc. Y además la idea de ese cine-espejo con un azogue un poco especial, sin la cual no se comprende nada de lo que debía ser la Nouvelle Vague tras la muerte del «transmisor».

Continuará…

Original en Ciné journal, volume II / 1983-1986, Serge Daney

Traducción Pablo García Canga

Era el «viejo» de los Cahiers. Tartamudeaba, amaba los animales y murió con cuarenta años. Sabía compartir su pasión por el cine. Se llamaba André Bazin, crítico francés, y un americano de Iowa ha contado su vida. 

Los malos cineastas (es triste para ellos) no tienen ideas. Los buenos cineastas (es su límite) tienen más bien demasiadas. Los grandes cineastas (sobre todo los inventores) no tienen más que una. Fija, les permite mantener la ruta y hacerla pasar por un paisaje siempre nuevo e interesante. El precio a pagar es conocido: una cierta soledad. ¿Y los grandes críticos? Es lo mismo, salvo que no los hay. Pasan (de largo, de moda, tras la cámara), arrasan y, para terminar, cansan. Todos, salvo uno. Entre 1943 y 1958 (año de su muerte: no tenía más que cuarenta años), André Bazin fue ese único. Junto con Henri Langlois fue el otro gran cineasta “bis” de su época. Langlois tenía una idea fija: mostrar que todo el cine merecía ser conservado. Bazin tuvo la misma idea, pero al revés: mostrar que el cine conservaba lo real y que antes de significarlo o de parecérsele, lo embalsamaba. No faltaron metáforas lo suficientemente bellas ni macabras para decirlo: máscara mortuoria, molde, momia, huella, fósil, espejo. Era un espejo singular “cuyo azogue retendría la imagen”. André Bazin es un poco “en busca del azogue perdido”.

Algo corría el riesgo de desaparecer en esta búsqueda de toda una vida: el buscador mismo. Citado, estudiado, traducido, refutado, beatificado, es cierto, pero cada vez menos situado, como se dice vulgarmente, “en su contexto”: André Bazin, el hombre. Con el libro de Dudley Andrew, responsable del departamento de cine de la Universidad de Iowa, es cosa hecha. Debidamente prologado (por Truffaut) y epilogado (por Tachella) se trata de una biografía intelectual de Bazin y de una tentativa (americana, plena de seriedad universitaria) de trazar un panorama más útil que nunca: el de la vida de las ideas (sección: crítica de cine) en la Francia de la posguerra. Un momento en el que Bazin fue al mismo tiempo heredero y precursor, figura de proa y transmisor.

¿De qué heredaba exactamente? De una infancia estudiosa (nacido en Angers, primeros estudios con los religiosos, en La Rochelle), de un gusto precoz por la lectura y por los animales, de una carrera aparentemente trazada de maestro (Ecole Normale de St-Cloud) y de influencias entonces inevitables: un Bergson en final de carrera, Du Bos, Péguy, Béguin y Mounier (Fundador de Esprit en 1932). Todo esto es muy católico, sí. Pero muy “social” también. Son Mounier y la idea de la “orientación propia” o del “otro desconocido” los que retienen la atención de Bazin estudiante. Es el ejemplo radical de militantismo cristiano de Marcel Legaut el que le impresiona. Son los textos de Roger Leenhardt sobre el cine (en Esprit) los que le impresionan en un momento en el que todavía no ha optado por el cine. Eléctrico, parlanchín, bohemio, no sabe todavía para qué grandes cosas ha nacido. Dicho esto, no le gusta la mediocridad.

Continuará… 

Original en Ciné journal, volume II / 1983-1986, Serge Daney

Traducción Pablo García Canga

Viene de aquí.

Por otro lado, no creo que se pueda establecer una diferenciación nítida entre esas dos maneras de mirar que intento definir, la del cineasta y la del crítico. Probablemente nos podríamos encontrar con cineastas que miran como críticos y con críticos que miran como cineastas, aunque el oficio imprime carácter y seguro que el dedicarse a una cosa u otra produce una deformación profesional que condiciona mucho el punto de vista. (Esa «deformación» también es muy visible en los actores cuando van al cine: casi invariablemente sus comentarios se centrarán en los actores que acaban de ver, con toda naturalidad, como si prácticamente no hubiera otra cosa mala en la película.)

En el Godard crítico, por ejemplo, me parece que se ve enseguida el vampiro, el cineasta. (Desde luego podéis decir que es un ejemplo muy fácil, porque ahora ya tenemos claro cuál ha sido su destino). Así Godard termina su crítica de Tiempo de amar, tiempo de morir de Douglas Sirk diciendo:

En conclusión, el que no haya disfrutado de Liselotte Pulver corriendo por las orillas de no sé qué Rhin o Danubio, y la forma en que de pronto se agacha para pasar por debajo de una valla y luego se endereza con no sé qué impulso de la piernas, el que no haya visto en ese instante a la robusta cámara Mitchell de Douglas Sirk agacharse al mismo tiempo e incorporarse luego con el mismo flexible movimiento, ése no ha visto nada o de lo contrario ignora lo que es bello.

Godard, en otro momento de la crítica, teniendo presente que la actriz se llama Liselotte Pulver, no puede evitar hacer el chiste de decir que «el tema no es //Lise, ôte ton pullover//» («Lisa, quítate el pullover»), o sea, no puede evitar hacer un juego de palabras tonto y ajeno por completo al espíritu del film, como él mismo señala.

En ambos ejemplos ninguna voluntad de interpretación, de análisis, de búsqueda de un sistema de significación. ¿Qué significa el gesto de agacharse de la actriz y la belleza de su repetición sincrónica de la cámara? Nada nos dice Godard. Con admirable penetración perceptiva, porque el momento pasará desapercibido para la mayoría de los espectadores, Godard lo ha visto y se maravilla, pero se queda ahí, sin intentar en absoluto buscar un sentido. Se acerca sensualmente a la piel del film, -o se aleja, indiferente, como cuando hace el juego de palabras-, siempre para relatarnos sus impresiones inmediatas, las sugerencias que, aunque sean de rebote, se le han originado en el film. Godard no traduce, traiciona y aunque ese sea en definitva el destino de todos los traductores, en Godard es diferente porque Godard traiciona a conciencia, utiliza muy deliberadamente la crítica para hacer creación personal. Las películas de las que habla se nos vuelven irreconocibles (leyéndole solemos tener la impresión de que está hablando de otra película distinta de la que nosotros hemos visto), las películas son filtradas por su visión personalísima, confusa y contradictoria, genial y antisistemática. (Por el contrario, el ser sistematicos es lo que más preocupa a los críticos con verdadero temperamento de tales). Godard es el único, creo yo, que ha tenido el desparpajo y la intuición de hacer en sus críticas creación personal de manera explícita. La subjetividad reina sin pudor, sin disimulo. Las películas de que se habla se convierten en películas de Godard «avant la lettre». Sus críticas son el mejor testimonio de su deseo irrefrenable de hacer cine, de su voluntad obsesiva de filmar.

Godard describe, pero no analiza, y su descripción es, además, arbitraria y parcial, valora sólo aquello que concuerda mejor con su propio temperamento. Nada hay, pues, que analizar para Godard: todo se resuelve en belleza, en gracia. Nada dice nada, nada es signo de otra cosa. Cada imagen se queda en sím misma, no remite a nada. Es una visión del cine intransitiva, inmanente.

Esta capacidad, voluntaria, temperamental, para encontrar el sentido de las películas que uno ve, este quedarse en la pura inmediatez de las imágenes y de los sonidos, este deslumbramiento por lo pura y propiamente cinematográfico, lo encuentro también en una declaración de Truffaut, en la que decía que de muchacho le fascinaban tanto las imágenes de algunas películas -los movimientos de cámara y de los actores, los saltos de montaje-, estaba tan encantado con todo ese juego de lo específicamente fílmico que, tras ver una película cinco o seis veces, cuando se la iba a contar a un amigo se daba cuenta de que no había entendido nada, de que era incapaz de comprender cuál era el argumento.

Esto me parece un magnífico ejempñlo de las mirada del vampiro. Es la contradicción transitivo/intransitivo: el concentrarse tanto en las formas cinematográficas, disfrutándolas por sí mismas, por pura fascinación sensorial, lleva a enajenar estas de sus concatenaciones y de su papel en la narración. Paradójicamente la belleza de la forma, de la forma creada para decir algo, te embarga, te bloquea, y lo que pretende ser transmisión de sentido se convierte en opacidad absoluta, en algo bello también porque es incomprensible.

Creo que cuando alguien se plantea el llegar a ser cineasta, el que no entienda las películas que ve es ya una señal de que va por buen camino.

Continuará…

 

Paulino Viota en En torno a Peirce, Asociación de Estudios Semióticos de Barcelona, 1986.

 

Viene de aquí.

Susan Sontag señala que «buena parte del arte (de vanguardia) actual debe entenderse como producto de una huída de la interpretación», y añade:

Idealmente es posible eludir a los intépretes por otro camino: mediante la creación de una obra cuya superficie sea tan unificada y límpida, cuyo ímpetu sea tal, cuyo mensaje sea tan directo, que la obra pueda ser… lo que es.(…) Por ejemplo, algunas de las películas de Bergman -pese a estar plagadas de mensajes poco convincentes sobre el espíritu moderno, invitando así a interpretaciones- están por encima de las petenciosas intenciones de su director. En Los comulgantes y El silencio, el hermoso y muy visual refinamiento de las imágenes subvierte ante nuestros ojos la endeble pseudointelectualidad de la historia y de una parte del diálogo. (El ejemplo más notable de este tipo de discrepancia es la obra de D.W.Griffith). (…) Muchas antiguas películas de Hollywood, como las de Cukor, Walsh, Hawks e incontables directores más, tienen esta cualidad liberadora, antisimbólica, no inferior a la de las mejores obras de los nuevos directores europeos, como Tirez sur le pianiste, Jules et Jim, de Truffaut; A bout de souffle y Vivre sa vie, de Godard; L’avventura, de Antonioni, e I fidanzati, de Olmi.

Una opinión semejante sobre estas dificultades para la intepretación que plantea un cineasta como Howard Hawks la tenemos en el libro sobre este de Robin Wood. Comentando una secuencia de Línea roja 7000, dice Wood:

No nos está (el cineasta) dando un codazo para que exclamemos «¡Oh! ¡Un símbolo! ¡Cuán significativo! ¡Qué profundo!»; la belleza de una escena tan emotiva no surge de un contenido que puede ser intelectualizado y separado de las imágenes, sino de una sincronización del trabajo de los actores y del montaje, de los gestos, la expresión, la entonación y la forma en que intercambian sus miradas.Esto es lo que hace (es mejor que se lo advierta ya al lector, Wood está presentando su libro, estamos en el capítulo inicial) que la obra de Hawks sea en última instancia imposible de analizar.

De todas formas, todas estas citas anticríticas no significan, al menos para mí, un ataque a la función de la crítica. Lo que sucede es que hay que ver esa función de otra manera. Si la crítica es productora de sentidos es creadora. Es una forma de creación distinta; diferente en que, mientras en las demás obras de creación el objeto y el punto de partida puede ser de lo más variado, en la obra de creación crítica -llamémosla así- el objeto y el punto de partida son siempre el referirse a una obra de arte preexistente. Pero, aunque se vean a sí mismos como traductores, los críticos están condenados a ser creadores. Si la crítica inventa, sus hallazgos pueden ser más interesantes que las películas que los han inspirado, como sucede muchas veces con los textos de André Bazin, quién, hablando, por ejemplo, de Wyler y de Welles llega a conclusiones que hoy nos parecen quizá un tanto traídas por los pelos con respecto a las obras a las que quieren aplicarse, pero que, en sí mismas, son ideas apasionantes que han fructificado en la creación crítica e incluso cinematográfica posterior. A la hora de leer una crítica me parece que no hay que prestar atención tanto a la relación de «verdad» que pueda establecer con la obra a que se refiere, cuanto a su propia capacidad de sugestión, a su capacidad para estimular nuestras ideas, para abrirnos nuevas perspectivas sobre el hecho fílmico. Los «errores» de Bazin son más interesantes que los «aciertos» de muchos otros.

Continuará…

 

 

Paulino Viota en En torno a Peirce, Asociación de Estudios Semióticos de Barcelona, 1986.