Todos los recursos que emplea Godard para modificar constantemente el punto de vista dentro de una película se pueden enfocar de otra manera: como accesorios de una estrategia positiva que consiste en superponer varias voces para superar eficazmente la diferencia entre la narración en primera persona y la narración en tercera persona. Así, Alphaville comienza con tres muestras de discurso en primera persona: primeramente, una introducción en off a cargo de Godard; después, una declaración de la computadora gobernante Alpha 60; y sólo entonces la habitual voz monologante, la del héroe, el agente secreto al que vemos pilotar su enorme automóvil con talante sombrío rumbo a la ciudad del futuro. En lugar o además de usar «títulos» entre las escenas, a modo de señales narrativas (ejemplos: Vivre sa vie, Une femme mariée), Godard parece inclinarse ahora por instalar en la película la voz de un narrador. Esta voz puede pertenecer al protagonista: las meditaciones de Bruno en Le petit soldat ; el subtexto de asociaciones libres de Charlotte en Une femme mariée ; el comentario de Paul en Masculin féminin. Puede ser la del director, como en Bande à part y «Le grand escroc», el episodio de Les plus belles escroqueries du monde (1963). Más interesante aún es cuando hay dos voces, como en Deux ou trois choses película en la cual Godard (con un susurro) y la heroína comentan la acción desde el principio al fin. Bande à part introduce el concepto de la inteligencia narradora que puede «abrir paréntesis» en la acción y hablar directamente al público para explicar qué es lo que sienten realmente Franz, Odile y Arthur en ese momento. El narrador puede intervenir o hacer comentarios irónicos sobre la acción o sobre el hecho mismo de ver la película. (Quince minutos después del comienzo, Godard dice, fuera de cámara: «Para los que llegan con retraso, lo que ha sucedido hasta ahora es… ».) Así se crean en la película dos tiempos distintos pero confluyentes el de la acción mostrada, y el de la reflexión del narrador sobre lo que se muestra—de tal manera que es posible ir y venir sin obstáculos entre la narración en primera persona y la presentación de la acción en tercera persona.
Aunque la voz del narrador ya desempeña un papel importante en algunas de sus primeras películas (por ejemplo, el impecable monólogo cómico del último de los cortos anteriores a A bout de souffle, Une histoire d’eau), Godard continúa ampliando y complicando la misión de la narración oral, hasta llegar a refinamientos recientes como el comienzo de Deux ou trois choses, donde presenta en off , por su nombre, a la primera actriz, Marina Vlady, y luego la describe como el personaje que va a interpretar. Por supuesto, estas técnicas tienden a reforzar el aspecto autorreflexivo y autorreferido de las películas de Godard, porque la máxima presencia narrativa es sencillamente el hecho del cine en sí, de lo cual se deduce que, en aras de la verdad, hay que hacer que el medio cinematográfico se manifieste ante el espectador. Los métodos que utiliza Godard para lograr este fin oscilan entre el truco frecuente de estipular que un actor haga apartes rápidos y traviesos en dirección a la cámara (o sea, al público) en mitad de la acción, y el empleo de una mala toma—Anna Karina se equivoca en un parlamento, pregunta si no hay problemas y luego lo repite—en Une femme est ane femme. La trama de Les carabiniers sólo empieza a desarrollarse después de que el público oye toses y ruido de movimientos y una voz—quizá la del director o un técnico de sonido—que da instrucciones. En La chinoise, Godard emplea varios recursos para recordarnos que se trata de una película: por ejemplo, de cuando en cuando hace aparecer fugazmente la claqueta en la pantalla y corta en dirección a Raoul Coutard, el operador de ésta y de la mayoría de las películas de Godard, para mostrarlo sentado detrás de su cámara. Pero entonces imaginamos inmediatamente a un asistente que empuñaba otra claqueta mientras se rodaba la escena, y a un segundo operador que debía estar detrás de otra cámara para filmar a Coutard. Es imposible trasponer jamás el último velo y experimentar el cine sin la intermediación del cine.
He argüido que una consecuencia del desdén de Godard por la norma estética en virtud de la cual hay que tener un punto de vista fijo, consiste en que borra la diferencia entre la narración en primera y en tercera persona. Pero quizás habría sido más correcto decir que Godard propone una nueva concepción del punto de vista y que así delimita la posibilidad de filmar películas en primera persona. Con esto no quiero dar a entender simplemente que sus películas son subjetivas o personales: también lo son las de muchos otros directores, sobre todo del cine de vanguardia y underground. Me refiero a algo más específico, que puede denotar la naturaleza original de su logro: a saber, La manera en que Godard ha forjado, especialmente en sus últimas películas, una presencia narrativa, la del director, que es el pivote estructural de la narración cinematográfica. El director que interviene en primera persona no es un personaje concreto de la película. O sea que no se le debe ver en la pantalla (excepto en el episodio de Far from Vietnam, que sólo muestra a Godard hablando ante la cámara, con intercalaciones de fragmentos de La chinoise), aunque se le oye esporádicamente y el espectador nota cada vez más su presencia justo en off. Pero esta persona en off no es una inteligencia lúcida, propia del autor, como la figura del observador no comprometido que aparece en muchas novelas escritas en primera persona. La primera persona paradigmática de las películas de Godard, su versión particular del realizador, es la persona responsable de la película que permanece fuera de ésta en su condición de mente acosada por preocupaciones más complejas y fluctuantes que las que puede representar o encarnar cualquier película aislada. El mayor dramatismo de las películas de Godard brota del choque entre esta conciencia inquieta y más amplia del director, por un lado, y el argumento concreto y limitado de la película específica que está empeñado en filmar, por otro. De manera que cada película es, simultáneamente, una actividad creadora y otra destructora. El director agota virtualmente sus modelos, sus fuentes, sus ideas, sus entusiasmos morales y artísticos más recientes, y la configuración de la película es el producto de los diversos medios empleados para hacer saber al público lo que sucede. Esta dialéctica ha llegado al punto culminante de su evolución en Deux ou trois choses, que es, entre todas las películas que ha dirigido Godard, la que se ciñe más drásticamente a los lineamientos de la primera persona.
La ventaja que reviste para el cine la técnica de la primera persona estriba, presumiblemente, en el hecho de que aumenta considerablemente la libertad del director, al mismo tiempo que suministra estímulos para un mayor rigor formal, objetivos éstos que coinciden con los que abrazaron todos los posnovelistas importantes de este siglo. Así es como Gide se cuida de que Édouard, el autor-protagonista de Les faux-monnayeurs, condene todas las novelas anteriores en razón de que sus contornos son «nítidos», de modo que, por muy perfectas que sean, lo que contienen está «cautivo y exánime». Édouard quería escribir una novela que «fluyera libremente» porque había optado por «no prever sus meandros». Pero resultó que la liberación de la novela consistía en escribir una novela sobre el hecho de escribir una novela: en presentar la «literatura» dentro de la literatura. En otro contexto, Brecht descubrió el «teatro» dentro del teatro. Godard ha descubierto el «cine» dentro del cine. Aunque sus películas parezcan muy desenvueltas, espontáneas o trasmisoras de sentimientos personales, lo que se debe valorar es que Godard sustenta una concepción de su arte drásticamente alienada: un cine que devora el cine. Cada película es un acontecimiento ambiguo que hay que promulgar y, simultáneamente, destruir. El aserto más explícito de Godard sobre este tema es el doloroso monólogo donde se interroga a sí mismo en su aporte a Far from Vietnam. Y quizá el más ingenioso es una escena de Les carabiniers (parecida al final de una antigua película de Mack Sennett en dos rollos, Mabel’s Dramatic Career) donde Miguel Angel sale con permiso durante la guerra para visitar un cine, aparentemente por primera vez, porque reacciona como lo hacía el público sesenta años atrás cuando se proyectaban las primeras películas. Sigue con todo el cuerpo los movimientos de los actores en la pantalla, se esconde bajo la butaca cuando aparece un tren y, al fin, enloquecido por la imagen de una joven que se baña en la película incluida dentro de la película, salta de su asiento y sube corriendo al escenario. Primero se pone de puntillas e intenta ver lo que hay dentro de la bañera; después palpa cautelosamente la superficie de la pantalla en busca de la muchacha, y por fin intenta asirla… circunstancia en la cual desgarra parte de la pantalla que hay dentro de la pantalla y revela que la muchacha y el cuarto de baño eran una proyección sobre una sucia pared. El cine, como dice Godard en «Le grand escroc», «es el fraude más hermoso del mundo».
Aunque todos sus recursos característicos estén al servicio del objetivo fundamental de quebrar la narración o variar la perspectiva, Godard no aspira a una variación sistemática de los puntos de vista. Es cierto que a veces elabora una vigorosa concepción plástica, como en las intrincadas configuraciones visuales de los acoplamientos de Charlotte con su amante y su marido en Une femme mariée, y en la brillante metáfora formal de la fotografía monocromática en tres «colores políticos» de Anticipation. Sin embargo, la obra de Godard se caracteriza por carecer de rigor formal, cualidad ésta que predomina en toda la obra de Bresson y Jean-Marie Straub y en las mejores películas de Welles y Resnais.
Los cortes súbitos de A bout de souffle, por ejemplo, no forman parte de un estricto esquema rítmico general, y Godard confirma esta observación cuando explica su razón de ser: «En A Bout de souffle descubrí que cuando una discusión entre dos personas se volvía aburrida y tediosa, lo mejor que podía hacer era interrumpirla con un corte. Lo intenté una vez, y salió muy bien, de modo que seguí haciéndolo a lo largo de toda la película». Es posible que Godard exagere la naturalidad con que actuó en el laboratorio de montaje, pero es harto conocida la confianza que deposita en su intuición cuando se halla en el estudio. Porque ninguna película tiene un guión completo que haya sido preparado con antelación, y muchas de ellas han sido improvisadas día a día en largos tramos de la filmación. En las películas más recientes, rodadas con sonido directo, Godard ha hecho que los actores se inserten pequeños auriculares para poder hablar en privado con cada uno de ellos mientras están en cámara: así les dicta parlamentos o les formula preguntas que deben contestar (entrevistas directas en cámara). Y aunque generalmente utiliza actores profesionales, Godard se muestra cada vez más dispuesto a incorporar presencias fortuitas. (Ejemplos: en Deux ou trois choses, Godard, en off entrevista a una joven que trabajaba en el salón de belleza que él había ocupado para una jornada de filmación; Samuel Fuller conversa, interpretándose a sí mismo, con Ferdinand, interpretado por Belmondo, en una fiesta que se celebra en el comienzo de Pierrot le fou, y ello porque Fuller, un director norteamericano que Godard admira, se hallaba casualmente en París en aquella época y fue a visitar a Godard en el estudio.) Cuando utiliza sonido directo, Godard conserva por lo general los ruidos naturales y aleatorios que quedan grabados en la banda sonora, aunque sean ajenos a la acción. Si bien los frutos de esta liberalidad no son siempre interesantes, algunos de los efectos más felices de Godard han sido ocurrencias de último momento o productos del azar. Las campanas de iglesia que doblan cuando Nana muere en Vivre sa vie sonaron por pura casualidad, para sorpresa de todos, durante la filmación. La asombrosa escena en negativo de Alphaville salió así porque Coutard le informó a última hora a Godard que no había equipos apropiados para iluminar correctamente la escena (era de noche), y Godard resolvió seguir adelante de todos modos. Godard ha explicado que el final espectacular de Pierrot le fou, o sea la autoinmolación de Ferdinand con dinamita, «lo ideamos allí mismo, a diferencia del comienzo, que estuvo organizado. Éste es una suerte de happening, pero controlado y dominado. Dos días antes de empezar no tenía nada, absolutamente nada. Oh, claro, tenía el libro. Y algunos exteriores». Su convicción de que es posible aprovechar el azar, y utilizarlo como herramienta adicional para desarrollar nuevas estructuras, no se circunscribe a la política de realizar sólo los preparativos mínimos para la filmación y de rodar en condiciones que después se puedan adaptar a las necesidades del montaje. «A veces cuento con tomas que se filmaron mal por falta de tiempo o dinero», ha dicho Godard. «Cuando se empalman, producen una impresión distinta. Esto no lo rechazo, sino que por el contrario procuro hacer todo lo que está a mi alcance para sacar a flote la nueva idea. »
La predilección de Godard por filmar fuera de estudios apuntala su actitud desprejuiciada ante el milagro aleatorio. De toda su obra—largometrajes, cortos y episodios, en conjunto—sólo su tercer largometraje, Une femme est une femme, se filmó en un estudio; el resto se rodó en ambientes «encontrados». (La pequeña habitación de hotel donde transcurre Charlotte et son Jules era la misma en que se alojaba Godard; el apartamento de Deax on trois choses era el de un amigo; y el de La chinoise es el que Godard ocupa actualmente.) En verdad, uno de los detalles más brillantes e inquietantes de las fábulas de ciencia ficción de Godard el episodio «Le nouveau monde», de RoGoPag (1962); Alphaville y Anticipation—consiste en que fueron filmadas íntegramente en lugares y edificios sin retocar que existían alrededor del París de mediados de los años sesenta, como el aeropuerto de Orly, el hotel Scribe y el nuevo edificio de la compañía de electricidad. Por supuesto, esto refleja precisamente el pensamiento de Godard. Las fábulas acerca del futuro son al mismo tiempo ensayos sobre el presente. El dechado de la verdad documental siempre matiza la veta de fantasía cinematográfica que discurre con fuerza por toda su obra.
De la propensión de Godard a improvisar, a incorporar hechos fortuitos y a filmar fuera de estudios se podría deducir un parentesco con la estética neorrealista que se hizo famosa gracias a las películas italianas de los últimos veinticinco años, estética que se inició con Ossessione y La terra trema y que llegó a su apogeo con las películas de posguerra de Rossellini o con la reciente aparición de Olmi. Pero Godard, si bien es un ferviente admirador de Rossellini, no es ni siquiera un neo-neorrealista, y tampoco se propone expulsar la artificialidad del arte. Lo que pretende es fusionar las polaridades tradicionales del pensamiento móvil espontáneo y la obra acabada, del apunte formal y el aserto plenamente premeditado. La espontaneidad, la naturalidad, la verosimilitud no son valores por sí mismos para Godard, a quien le interesa más la convergencia de la espontaneidad con la disciplina emocional de la abstracción (la disolución del «tema central»). Lógicamente, los resultados distan de ser pulcros. Aunque Godard sentó muy rápidamente las bases de su estilo característico (hacia 1958), su temperamento inquieto y su voracidad intelectual lo empujan a adoptar una actitud esencialmente exploratoria respecto del cine, en virtud de la cual es posible que para elucidar un problema que se planteó pero no se resolvió en una película, empiece a filmar otra. De todas maneras, si se la valora globalmente, la obra de Godard se parece mucho más, por su problemática y su envergadura, a la de un purista y formalista radical del cine como Bresson, que a la de los neorrealistas, aunque la relación con Bresson también se deba encarar fundamentalmente en términos de contrastes.
El estilo de Bresson maduró asimismo con gran rapidez, aunque toda su carrera haya consistido en una suma de obras concienzudamente meditadas e independientes, concebidas dentro de los límites de su estética personal hecha de concisión e intensidad. (Bresson, que nació en 1910, ha filmado ocho largometrajes, el primero en 1943 y el más reciente en 1967.) Su arte se caracteriza por una cualidad lírica y pura, por un tono innatamente elevado y por una unidad minuciosamente estructurada. Bresson ha dicho, en una entrevista que le hizo Godard (Cahiers du Cinéma, número 178, mayo de 1966), que para él «la improvisación es la base de la creación cinematográfica». Pero ciertamente cualquier película de Bresson es, por su aspecto, la antítesis de la improvisación. En la película acabada, cada toma debe ser al mismo tiempo autónoma y necesaria, lo cual significa que sólo existe una manera ideal y correcta de componerla (aunque se la encuentre intuitivamente) y de ensamblarlas a todas en una narración. No obstante su tremenda energía, las películas de Bresson dan la impresión de ser deliberadamente formales, de haber sido organizadas sobre la base de un ritmo implacable sutilmente calculado, que obligó a amputarles todo lo que no fuera esencial. Dada la estética austera de Bresson, parece lógico que su tema característico sea el de una persona literalmente prisionera o cautiva de un dilema atroz. En verdad, si se admite que la unidad narrativa y tonal es un patrón fundamental del cine, el ascetismo de Bresson el aprovechamiento máximo de materiales mínimos, la cualidad reflexiva y «cerrada» de sus películas—parece ser el único procedimiento auténticamente riguroso.
La obra de Godard refleja una estética (y, sin duda, un temperamento y una sensibilidad) opuesta a la de Bresson. La energía moral que nutre el cine de Godard, si bien no es menos poderosa que la de Bresson, desemboca en un ascetismo muy diferente: el esfuerzo de una introspección constante, que se convierte en una parte constitutiva de la obra de arte. «Con cada nueva película me parece cada vez más», dijo en 1965, «que el mayor problema de la filmación consiste en resolver por dónde y por qué empezar una toma y por qué terminarla.» Lo importante es que a Godard sólo se le ocurren soluciones arbitrarias para este problema. Mientras cada toma sea autónoma, no habrá reflexión que pueda hacerla necesaria. Puesto que para Godard las películas son sobre todo estructuras abiertas, la distinción entre lo que es esencial y lo que no lo es en cualquiera de ellas se convierte en un dilema desprovisto de sentido. Así como no se pueden descubrir normas absolutas e inmanentes para determinar la composición, duración y localización de una toma, tampoco puede haber razones verdaderamente sólidas para excluir algo de una película. Detrás de las caracterizaciones aparentemente fáciles que Godard ha hecho de muchas de sus películas recientes, se oculta esta teoría de la película como montaje más que como unidad. «Pierrot le fou no es realmente una película, sino una tentativa de hacer cine.» Acerca de Deux ou trois choses : «En síntesis, no es una película, es una tentativa de hacer una película y se presenta como tal». Los títulos de Une femme mariée la describen como: «Fragmentos de una película rodada en 1964»; y La chinoise lleva el siguiente subtítulo: «Película en proceso de realización». Cuando Godard proclama que sólo exhibe «esfuerzos» o «tentativas», reconoce que su obra es una estructura abierta o arbitraria. Cada película continúa siendo un fragmento en el sentido de que jamás se pueden agotar sus posibilidades de elaboración. Una vez que se da por sentado que el método de yuxtaposición («Prefiero colocar sencillamente unas cosas junto a otras»)—que reúne elementos antagónicos sin conciliarlos entre sí—es aceptable, e incluso deseable, en verdad una película de Godard ya no puede tener un final intrínsecamente necesario, como lo tiene una de Bresson. Cada película debe parecer bruscamente interrumpida o debe terminar arbitrariamente, a menudo con la muerte violenta, en el último rollo, de uno o más protagonistas, tal como sucede en A bout de souffle, Le petit soldat, Vivre sa vie, Les carabiniers, Le mépris, Masculin féminin y Pierrot le fou.
Como era presumible, para apuntalar estas ideas (Godard ha puesto énfasis en la relación (más que en la distinción) entre «arte» y «vida». Godard afirma que mientras trabajaba nunca experimentó la sensación, que a su juicio debe experimentar el novelista, «de que estoy diferenciando la vida de la creación». Vuelve a colocarse en el ya conocido terreno mítico: «El cine está en algún punto comprendido entre el arte y la vida». Godard ha escrito, refiriéndose a Pierrot le fou : «La vida es el tema, con el Cinemascope y el color por atributos… La vida por sí misma, tal como me gustaría captarla, utilizando panorámicas para la naturaleza, plans fixes para la muerte, tomas breves, tomas prolongadas, sonidos suaves y estridentes, los movimientos de Anna y Jean-Paul. En síntesis, que la vida llene la pantalla como un grifo llena una bañera que se vacía simultáneamente a la misma velocidad». En esto, explica Godard, es en lo que se diferencia de Bresson, quien, cuando filma, tiene «una idea del mundo» que «intenta trasladar a la pantalla o, lo que es lo mismo, una idea del cine» que intenta «aplicar al mundo». Para un director como Bresson, «el cine y el mundo son moldes que hay que llenar, en tanto que en Pierrot no hay molde ni materia».
Por supuesto, las películas de Godard tampoco son bañeras, y Godard alimenta sus sentimientos complejos acerca del mundo y su arte en la misma medida y más o menos en las mismas condiciones que Bresson. Pero no obstante la caída de Godard en una retórica taimada, el contraste con Bresson sigue en pie. Para Bresson, que al principio fue pintor, son la austeridad y el rigor de los medios cinematográficos los que hacen valioso este arte (aunque muy pocas películas).
Para Godard, las películas, incluidas muchas de calidad inferior, deben su autoridad y su naturaleza promisoria al hecho de que el cine es un medio flexible, promiscuo y acomodaticio. El cine puede mezclar las formas, las técnicas, los puntos de vista, y no es posible identificarlo con ningún ingrediente más destacado. En verdad, lo que debe demostrar el director es que no se excluye nada. «En una película se puede meter todo», dice Godard. «En una película se debe meter todo.»
La película se concibe como si fuera un organismo vivo: no tanto como un objeto sino más bien como una presencia o un encuentro… como un acontecimiento plenamente histórico o contemporáneo, cuyo destino consiste en que lo trasciendan los acontecimientos futuros. Con la intención de crear un cine implantado en el presente auténtico, Godard intercala constantemente en sus películas referencias a las crisis políticas actuales: Argelia, la política interior de De Gaulle, Angola, la guerra de Vietnam. (Cada uno de sus cuatro últimos largometrajes incluye una escena en la cual los protagonistas denuncian la agresión norteamericana en Vietnam, y Godard ha manifestado que mientras dure la guerra introducirá una secuencia análoga en cada película que filme.) Las películas pueden incluir referencias aun más informales y alusiones improvisadas: una pulla a André Malraux; un elogio a Henri Langlois, director de la Cinémathèque Française; un ataque a los exhibidores irresponsables que proyectan películas de fotograma clásico (1/1,66) en pantalla panorámica; o la propaganda encubierta de la película de un colega y amigo. Godard acoge con agrado la oportunidad de utilizar el cine con fines temáticos, «periodísticos». Mediante entrevistas del tipo de las del cinéma-vérité y de los documentales de televisión, puede pedir a los personajes sus opiniones sobre la píldora anticonceptiva o sobre Bob Dylan. El periodismo puede proporcionarle la base para una película: Godard, que escribe los guiones de todas sus películas, cita «Documentación de 0ú en est la prostitution?, de Marcel Sacote» como fuente de Vivre sa vie; el argumento de Deux ou trois choses se lo sugirió un artículo de Le Nouvel Observateur sobre las amas de casa de los nuevos bloques de apartamentos baratos que se dedicaban a la prostitución, en sus ratos libres, para aumentar los ingresos de la familia.
El cine ha sido siempre un arte que, como la fotografía, registra la temporalidad, pero hasta ahora éste ha sido un aspecto de los largometrajes de ficción que pasaba inadvertido. Godard es el primer director importante que incorpora algunos elementos contingentes del momento social específico cuando filma una película, y que a veces los convierte en el encuadre de ésta. Por ejemplo, el encuadre de Masculin féminin es un informe sobre la situación de la juventud francesa durante los tres meses críticos, en lo político, del invierno de 1965, entre el primer turno de la elección presidencial y su desenlace; y La chinoise analiza la facción estudiantil comunista de París que actuaba inspirada por la revolución cultural maoísta, en el verano de 1967. Pero, desde luego, Godard no se propone suministrar datos en un sentido liberal, o sea en el sentido que niega la importancia de la imaginación y la fantasía. Según su criterio, «se puede empezar con la ficción o el documento. Peto tanto si se empieza con la primera como si se empieza con el segundo, se tropezará inevitablemente con la parte que falta». Quizás el fruto más interesante de su idea no son las películas con configuración de reportaje sino las películas con configuración de fábula. La guerra universal e intemporal que constituye el tema de Les carabiniers es ilustrada con filmaciones documentales de la II Guerra Mundial, y la miseria en que viven sus personajes míticos (Miguel Angel, Ulises, Cleopatta, Venus) es concretamente la de la Francia actual. Alphaville es, para decirlo con las palabras de Godard, «una fábula sobre terreno realista», porque la ciudad intergaláctica también es, literalmente, el París de hoy.
A Godard no le preocupa el problema de la impureza—no hay materiales que no sirvan para la película—pero, a pesar de ello, está implicado en una empresa extraordinariamente purista: la de idear una estructura cinematográfica que hable en un tiempo presente más puro. Su esfuerzo se encamina a realizar películas que vivan en el presente concreto, sin contar algo pasado, sin relatar algo que ya ha sucedido. Al proceder así Godard sigue, desde luego, un camino que ya transitó la literatura. Hasta hace poco tiempo la ficción era el arte del pasado. Cuando el lector empieza el libro, los acontecimientos que narra una epopeya o una novela ya pertenecen (por así decir) al pasado. Pero en gran parte de la nueva ficción, los hechos se desarrollan ante nosotros como si transcurrieran en un presente que coexiste con el tiempo de la voz narradora (más exactamente, con el tiempo en que la voz narradora se dirige al lector). Los hechos existen, por tanto, en el presente, o por lo menos en el presente que habita el lector. Ésta es la razón por la cual escritores como Beckett, Stein, Burroughs y Robbe-Grillet prefieren utilizar literalmente el tiempo presente o su equivalente. (Otra estrategia: convertir la distinción entre pasado, presente y futuro, dentro de la narración, en un embrollo explícito, e insoluble, como, por ejemplo, en algunos cuentos de Borges y Landolfi o en Pale Fire.) Pero si esta evolución es viable en literatura, parecería aún más apropiado que el cine adopte una técnica análoga porque, en cierto sentido, la narración cinematográfica sólo conoce el tiempo presente. (Todo lo qúe se muestra es igualmente presente, sin que importe cuándo ha ocurrido.) Para que el cine pudiera aprovechar su libertad natural era necesario que se ciñese de manera mucho más flexible, menos literal, a la narración de la «historia». A la historia en el sentido tradicional—algo que ya ha sucedido—la sustituye una situación fragmentada en que la supresión de ciertos nexos explicativos entre las escenas genera la impresión de una acción que vuelve a empezar continuamente, desarrollándose en tiempo presente.
Y, necesariamente, este tiempo presente debe aparecer como una visión un poco behaviorista, externa y antipsicológica de la situación humana. Porque la comprensión psicológica depende de que nos representemos simultáneamente las dimensiones de pasado, presente y futuro. Para enfocar a una persona desde el punto de vista psicológico hay que trazar las coordenadas temporales donde se la sitúa. Un arte cuyo objetivo es el tiempo presente no puede representar a los seres humanos con este tipo de «profundidad» o interioridad. La lección ya está clara en la obra de Stein y Beckett; Godard demuestra lo mismo en el ámbito del cine.
Godard solo alude una vez, explícitamente, a esta opción, cuando dice, refiriéndose a Vivre sa vie, que la «estructuró… en cuadros para acentuar el aspecto teatral de la película. Además, esta división correspondía a la visión exterior de las cosas que mejor me permitía transmitir la sensación de lo que ocurría por dentro. En otras palabras, un procedimiento opuesto al que empleó Bresson en Pickpocket donde el drama se ve desde dentro. ¿Cómo se puede expresar ese «dentro» ? Creo que permaneciendo prudentemente fuera». Pero aunque el permanecer «fuera» tiene ventajas obvias—la flexibilidad de la forma, la libertad respecto de soluciones limitativas superpuestas—, la opción no es tan tajante como sugiere Godard. Quizá nunca se penetra «dentro» en el sentido que Godard atribuye a Bresson, procedimiento éste considerablemente distinto del que postulaba el realismo literario del siglo XIX, el cual consistía en despreocuparse de las motivaciones y sintetizar la vida interior del personaje. En verdad, según estos patrones, el mismo Bresson se mantiene considerablemente «fuera» de sus personajes. Por ejemplo, está más preocupado por su presencia somática, el ritmo de sus movimientos, la carga de sentimientos insoportables que pesa sobre ellos.
De todas maneras, Godard tiene razón cuando afirma que, comparado con Bresson, él se mantiene «fuera». Uno de los recursos que emplea para permanecer fuera consiste en modificar constantemente el punto de vista desde el que se cuenta la película, en yuxtaponer elementos narrativos antagónicos: aspectos realistas de la historia junto a otros improbables, carteles escritos intercalados con las imágenes, «textos» recitados sin interrumpir el diálogo, entrevistas estáticas enfrentadas con acciones rápidas, interpolaciones de la voz de un narrador que explica o comenta la acción, y así sucesivamente. Otro recurso consiste en mostrar las «cosas» con un estilo rigurosamente neutralizado, que contrasta con la visión escrupulosamente íntima que brinda Bresson de las cosas como objetos usados, disputados, amados, ignorados y desgastados por la gente. En las películas de Bresson, las cosas—ya sea una cuchara, una silla, un trozo de pan, un par de zapatos—siempre llevan la impronta del uso humano. La clave está en cómo las usan: con destreza (como el preso utiliza su cuchara, en Un condamné a mort, y como la protagonista de Mouchette utiliza la cacerola y los cuencos para preparar el café del desayuno) o torpemente. En las películas de Godard, las cosas exhiben una naturaleza totalmente alienada. Lo típico es que las utilicen con indiferencia, sin destreza ni torpeza: están sencillamente allí. «Los objetos existen», ha escrito Godard, «y si uno les presta más atención que a las personas ello se debe precisamente a que existen más que dichas personas. Los objetos muertos siguen vivos. A menudo las personas vivas ya están muertas.» Tanto cuando los objetos pueden servir de pretexto para gags visuales (como el huevo suspendido de Une femme est une femme y los carteles cinematográficos del almacén de Made in U. S. A.) como cuando pueden introducir un elemento de gran belleza plástica (como los estudios estilo Pooge de Deux ou trois choses que muestran el extremo encendido de un cigarrillo y las burbujas que se separan y se juntan en la superficie de una taza de café caliente), siempre aparecen en un concepto de disociación emocional, y sirven para reforzarla. La forma más llamativa en que Godard suministra una versión disociada de las cosas la encontramos en su inmersión ambivalente en el atractivo de la imaginería pop y en la manera sólo parcialmente irónica en que exhibe la moda simbólica del capitalismo urbano: las máquinas recreativas, las cajas de detergente, los automóviles veloces, los carteles de neón, las vallas publicitarias, las revistas de modas. Por extensión, esta fascinación que le inspiran los objetos alienados influye sobre Godard a la hora de elegir el entorno de la mayoría de sus películas: autopistas, aeropuertos, habitaciones anónimas de hotel o apartamentos modernos impersonales, cafés modernizados y brillantemente iluminados, salas de cine. Los muebles y decorados de las películas de Godard son el paisaje de la alienación, tanto cuando exhibe el patetismo insito en la realidad mundana de la existencia actual de personas dislocadas que residen en las ciudades, como por ejemplo los rateros de poca monta, las amas de casa descontentas, los estudiantes izquierdistas, las prostitutas (el presente cotidiano), como cuando presenta fantasías antiutópicas sobre el futuro cruel.
Un universo que se experimenta como algo fundamentalmente deshumanizado o disociado también lleva a «asociar» rápidamente entre sí los elementos que lo componen. Una vez más se puede contrastar esta actitud con la de Bresson, que excluye rigurosamente las asociaciones y que por tanto se ocupa de lo profundo de cada situación: en las películas de Bresson hay ciertos intercambios de energía personal, dotados de origen orgánico y de pertinencia recíproca, que prosperan o se agotan (de todas maneras, unifican la narración y le proporcionan un límite orgánico). Para Godard, las conexiones auténticamente orgánicas no existen. En el panorama del dolor, sólo son posibles tres reacciones verdaderamente interesantes y estrictamente desprovistas de relación entre sí: la acción violenta, la exploración de las «ideas» y la trascendencia del amor súbito, arbitrario y romántico. Pero se entiende que cada una de estas alternativas es revocable o artificial. No son actos de realización personal; no son tanto soluciones como disoluciones de un problema. Se ha observado que muchas películas de Godard proyectan una imagen masoquista de las mujeres rayana en la misoginia, y un romanticismo incansable en lo que concierne a «la pareja». Se trata de una combinación extraña, pero bastante común, de actitudes. Estas contradicciones son las gemelas psicológicas o éticas de las premisas formales básicas de Godard. En una obra concebida como asociativa y de final abierto, compuesta de «fragmentos», construida mediante la yuxtaposición (en parte aleatoria) de elementos antagónicos, cualquier principio de acción o cualquier resolución emocional decisiva ha de ser necesariamente un artificio (desde el punto de vista psicológico).
Cada película es una trama provisional de atascamientos emocionales e intelectuales. Godard no incorpora a sus películas ninguna actitud—con la probable excepción de lo que opina sobre Vietnam—que al mismo tiempo no matice, y por tanto critique, mediante la dramatización del abismo que separa la elegancia y seducción de las ideas, por un lado, de la opacidad brutal o lírica de la condición humana, por otro. La misma sensación de atascamiento caracteriza los juicios morales de Godard. Aunque utilice pródigamente la metáfora y el hecho de la prostitución para sintetizar las miserias contemporáneas, no se puede decir que las películas de Godard sean un alegato «contra» la prostitución y «a favor» del placer y la libertad en el sentido inequívoco en que las películas de Bresson alaban abiertamente el amor, la honradez, el coraje y la dignidad, y deploran la crueldad y la cobardía.
La obra de Bresson ha de parecer inevitablemente «retórica» desde la perspectiva de Godard, quien se empeña en destruir dicha retórica mediante el uso generoso de la ironía, desenlace éste que es corriente cuando una inteligencia inquieta, un poco disociada, pugna por anular un romanticismo y una tendencia moralizadora irreprimibles. En muchas de sus películas, Godard busca deliberadamente el encuadre de la parodia, de la ironía como contradicción. Por ejemplo, Une femme est une femme plantea un tema obviamente serio (una mujer frustrada como esposa y como futura madre) en un marco irónicamente sentimental. «El tema de Une femme est une femme», ha dicho Godard, «es un personaje que consigue resolver una determinada situación, pero he concebido este tema en el marco de una comedia musical realista: se trata de una contradicción absoluta, pero ésta es precisamente la razón por la cual quise rodar la película.» Otro ejemplo es el enfoque lírico de un plan bastante siniestro de gangsterismo inexperto en Bande à part, redondeado con la fina ironía del «final feliz» en que Odile se embarca con Frank rumbo a América Latina en busca de nuevas aventuras románticas. Otro ejemplo: el reparto de Alphaville, película en la cual Godard asume algunos de sus temas más serios, reúne una colección de figuras de historieta (los personajes ostentan nombres como Lemmy Caution, protagonista de una famosa serie de novelas de acción francesa; Harry Dickson; profesor Leonard Nosferatu, alias Von Braun; profesor Jeckyll) y el papel principal lo interpreta Eddie Constantine, el actor norteamericano expatriado cuya facha había sido un paradigma de las películas policíacas francesas de «clase B» durante dos décadas. En verdad, Godard había bautizado inicialmente la película con el título de Tarzán contra la IBM. Un ejemplo más: la película que Godard resolvió filmar sobre el doble tema de los asesinatos de Ben Barka y Kennedy, Made in U. S. A., fue concebida como un refrito paródico de The Big Sleep (que había vuelto a ponerse de moda en una sala de arte y ensayo de París, en el verano de 1966), con Anna Karina en el papel de Bogart, el detective de la gabardina trinchera que se embrollaba en un misterio irresoluble. El riesgo de un uso tan pródigo de la ironía consiste en que las ideas se expresarán como caricaturas de sí mismas, y las emociones sólo se manifestarán cuando estén mutiladas. La ironía agrava lo que ya es una limitación considerable de las emociones en el cine, una limitación producida por la insistencia en la naturaleza puramente presente de la narración cinematográfica, en la cual tienen una representación desproporcionada las situaciones menos afectivas… a expensas de la descripción vívida de los estados de angustia, cólera, profundo anhelo erótico con su consiguiente satisfacción, y dolor físico. Así, mientras Bresson, en el apogeo casi invariable de su calidad, puede transmitir emociones profundas sin incurrir jamás en el sentimentalismo, Godard, cuando es menos eficaz, inventa giros de la trama que parecen insensibles o demasiado sentimentales (sin dejar de parecer por ello emocionalmente anodinos).
Me parece que Godard es más afortunado en su estado «franco»: ya sea mediante el singular patetismo que dejó filtrar en Masculin féminin, o mediante la dura frialdad de películas francamente apasionadas como Les carabiniers, Le mépris, Pierrot le fou y Week-end. Esta frialdad es una cualidad que impregna en toda su obra. Aunque su acción sea violenta y su «sexualidad» sea prosaica, sus películas tienen una relación sigilosa y distante con lo grotesco y doloroso así como con lo seriamente erótico. En las películas de Godard a veces torturan a los personajes, y es frecuente que éstos mueran, pero casi con naturalidad. (Siente una predilección especial por los accidentes de automóvil: el final de Le mépris, el desastre de Pierrot le fou, el panorama de la indiferente carnicería en la autopista de Week-end.) Y rara vez aparece gente haciendo el amor, aunque cuando aparece, lo que le interesa a Godard no es la comunión sensual sino lo que el sexo revela «acerca de los espacios interpersonales». Los momentos orgiásticos afloran cuando los jóvenes bailan juntos o cantan o juegan o corren—la gente corre maravillosamente en las películas de Godard—pero no cuando hacen el amor.
«El cine es emoción», afirma Samuel Fuller en Pierrot le fou, y se supone que Godard comparte la idea. Pero para Godard la emoción siempre llega acompañada por un complemento de ingenio, por alguna transmutación de sentimientos que él instala claramente en el centro del proceso de creación artística. Esto explica en parte la preocupación de Godard por el lenguaje, tanto oído como visto en la pantalla. El lenguaje es en este caso un medio que sirve para distanciarse emocionalmente de la acción. El elemento visual es emocional, inmediato; pero las palabras (incluidos signos, textos, narraciones, dichos, recitados, entrevistas) son menos candentes. En tanto que las imágenes invitan al espectador a identificarse con lo que ve, la presencia de las palabras lo convierten en crítico.
Sin embargo, el uso brechtiano que Godard hace del lenguaje no es más que un aspecto de la cuestión. Aunque es mucho lo que Godard debe a Brecht, su manejo del lenguaje es más complejo y equívoco, y está más próximo a los esfuerzos de algunos pintores que utilizan activamente las palabras para socavar la imagen, para denostarla, para volverla opaca e ininteligible. No se trata sólo de que Godard otorgue al lenguaje un puesto que ningún otro director le concedió antes. (Basta comparar la locuacidad de las películas de Godard con la severidad verbal y la austeridad del diálogo de las de Bresson). No ve en el medio cinematográfico nada que impida que uno de los temas del cine sea el lenguaje mismo, así como el lenguaje se ha convertido en el tema central de gran parte de la poesía contemporánea y, en un sentido metafórico, de algunas pinturas importantes como las de Jasper Johns. Pero parece que el lenguaje sólo se puede convertir en tema del cine cuando un cineasta está obsesionado por la naturaleza problemática de aquél, como es harto evidente que lo está Godard. Lo que otros directores han interpretado sobre todo como un refuerzo del mayor «realismo» (la ventaja de las películas sonoras sobre las mudas) se trueca en las manos de Godard en un instrumento virtualmente autónomo, a veces subversivo.
Ya he señalado las diversas maneras en que Godard emplea el lenguaje como locución: no sólo como diálogo, sino también como monólogo, como discurso recitado con inclusión de citas, y como medio intercala comentarios y preguntas en off. El lenguaje es asimismo un elemento visual o plástico importante de sus películas. A veces la pantalla está totalmente ocupada por un texto o un letrero impreso, que se convierte en el sustituto o el contrapunto de una imagen visual. (Veamos sólo unos pocos ejemplos: los títulos de crédito elegantemente elípticos que preceden a cada película; los mensajes en tarjetas postales de los dos soldados de Les carabiniers; las vallas publicitarias, posters, fundas de discos y anuncios de revistas de Vivre sa vie, Une femme mariéé y Masculin féminin; las páginas del diario de Ferdinand, de las cuales sólo se puede leer una parte, en Pierrot le fou ; la conversación con cubiertas de libros en Une femme est une femme; la cubierta de la colección de bolsillo «Idées», utilizada temáticamente en Deux on trois choses; las consignas maoístas en las paredes del apartamento, en La chinoise.) Godard no sólo rechaza la teoría de que el cine consiste esencialmente en fotografías en movimiento, sino que sustenta la opinión de que éste adquiere una categoría superior y una mayor libertad cuando se lo compara con otras formas artísticas precisamente en razón de que admite la intervención del lenguaje, aunque pretenda ser un medio visual. En cierto sentido, los elementos visuales o fotográficos son sólo la materia prima del cine de Godard, en tanto que el ingrediente transformador es el lenguaje. Por tanto, quien reprocha a Godard la locuacidad de sus películas no entiende sus materiales ni sus intenciones. Es casi como si la imagen visual tuviera una cualidad estática, demasiado próxima al «arte», que Godard desea infectar con el estigma de las palabras. En La chinoise, sobre la pared de la comuna de estudiantes maoístas hay un cartel que reza: «Debemos reemplazar las ideas vagas por imágenes claras». Pero como Godard sabe, ésta es sólo una cara del problema. A veces las imágenes son demasiado claras, demasiado simples. (En La chinoise, Godard aborda con comprensión e ingenio el deseo archirromántico de convertirnos en seres absolutamente simples y totalmente claros.) La dialéctica muy versátil entre la imagen y el lenguaje dista de ser estable. Como el mismo Godard declara con su propia voz en el comienzo de Alphaville: «En la vida hay algunas cosas que son demasiado complejas para dejarlas libradas a la transmisión oral. Así que las trocamos en ficción para hacerlas universales». Pero, por otra parte, salta a la vista que la universalización puede degenerar en una simplificación excesiva, que hay que combatir mediante la naturaleza concreta y ambigua de las palabras.
Godard siempre se ha sentido fascinado por la opacidad y coactividad del lenguaje, y un elemento que se repite en sus narraciones cinematográficas es algún tipo de deformación del habla. En su etapa quizá más inocente pero igualmente opresiva, el lenguaje puede convertirse en monólogo histérico, como en Charlotte et son Jules y Une histoire d’eau. El lenguaje puede volverse tartajeante e incompleto, como en las entrevistas de sus primeras películas: en «Le grand escroc» y en A bout de souffle, donde Patricia entrevista a un novelista (interpretado por el director J. P. Melville) en el aeropuerto de Orly. El lenguaje puede volverse reiterativo, como en el doblaje alucinante del diálogo por parte del traductor de cuatro idiomas, en Le mépris; y en Bande a part, en la repetición extrañamente vehemente de las frases finales durante el dictado de la profesora de inglés. Hay varios ejemplos de deshumanización total del lenguaje, como en el lento graznido de la computadara Alpha 60 y en el lenguaje mecanicamente empobrecido de sus súbditos humanos catatónicos, en Alphaville; y en el discurso «entrecortado» del viajero de Anticipation. El diálogo puede estar desacompasado respecto de la acción, como en el comentario antifonal de Pierrot le fou; o sencillamente puede carecer de sentido, como en la descripción de la muerte de la lógica» que sigue a una explosión nuclear sobre París, en Le nouveau monde. A veces Godard impide que se entienda cabalmente el lenguaje, como en la primera escena de Vivre sa vie; en la grabación disonante y en parte ininteligible de la voz de «Richard Po», en Made in U.S.A.; y en la larga confesión erótica del comienzo de Week-end. Las múltiples discusiones explícitas sobre el lenguaje-como-problema que aparecen en las películas de Godard complementan estas mutilaciones de la locución y el lenguaje. El enigma que gira en torno de la manera de hablar inteligiblemente sobre cuestiones morales o intelectuales, cuando el lenguaje traiciona a la conciencia, se discute en Vivre sa vie y Une femme mariée; el misterio de la «traducción» de un idioma a otro es uno de los temas de Le mépris y Bande a part; Guillaume y Veronique especulan sobre el lenguaje del futuro en La chinoise (las palabras se pronunciarían como si fueran sonidos y material); el diálogo en el café de Made in U. S. A. entre Marianne, la operaria, y el camarero, deja al descubierto la cara absurda del lenguaje; y el esfuerzo encaminado a depurar el lenguaje de la disociación filosófica y cultural es el tema central y explícito de Alphaville y Anticipation, dos películas en que el éxito de los afanes de un individuo por lograr este fin suministra el desenlace dramático.A esta altura de la obra de Godard, el problema del lenguaje parece haberse convertido en su principal fuente de inspiración. Detrás de la locuacidad importuna de las películas de Godard, se oculta una obsesión por la duplicidad y trivialidad del lenguaje. En la medida en que en todas sus películas hay una «voz» que habla, ésta es una voz que cuestiona todas las voces. El lenguaje es el contexto más vasto en que se debe situar el tema de la prostitución, tan reiterativo en Godard, la prostitución es la dilatada metáfora que emplea para referirse al destino del lenguaje, o sea, de la conciencia misma. La confluencia de los dos temas aparece con particular nitidez en la pesadilla de ciencia-ficción de Anticipation: en el hotel de un aeropuerto de una época futura (es decir, de ahora), los viajeros pueden optar entre dos tipos de acompañantes sexuales transitorias: las que hacen el amor corporal sin hablar y las que saben recitar palabras cariñosas pero no pueden participar en ningún abrazo físico. Esta esquizofrenia de la carne y el alma es la amenaza que inspira la preocupación de Godard por el lenguaje y la que le impone los términos dolorosos e introspectivos de su arte inquieto. Como dice Natasha en el final de Alphaville: «Hay palabras que no conozco». Pero, según el mito narrativo que guía a Godard, esta toma de conciencia marca el comienzo de su redención, y—por extensión del mismo objetivo—de la redención del propio arte.
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