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Archivos Mensuales: diciembre 2012

 

Viene de aquí…

 

II

Querido Pablo,
Sobre tu primera duda, creo que “los lectores de Lumière” han visto, conocen y recuerdan bastante bien las películas de Lubitsch. El que no lo haya hecho, al leer tu texto sentirá la necesidad de hacerlo, o de volver a verlas para recordarlas mejor. Así que creo que basta con citar o mencionar los ejemplos. Puede que, en relación a lo que comentas sobre por qué se citan con frecuencia los mismos ejemplos, como dices se deba a que se pueden extraer de la película y quizá se crea que conservan todo su sentido, como sucede habitualmente con Chaplin (¿qué secuencia recuerda todo el mundo de Tiempos modernos o Luces de la ciudad?). Tampoco con él un gag es sólo un gag, sino el desarrollo de sus posibilidades (tanto por “bloques” como a lo largo de toda la película, de forma “subterránea”). Yo creo que con ellos, como dices, se puede sólo “empezar” a convencer a alguien. Pero efectivamente, viendo fragmentos de Chaplin y Lubitsch, ves la manga, pero si no tiras de ella no vas a ver la camisa entera. Me gusta mucho tu símil sobre El bazar… También es muy buena tu impresión sobre la película de Ozu, y creo que estaría muy bien para tu texto empezar con la cita de Mizoguchi sobre Ozu. Con Lubitsch sucede como con otros cineastas “de estados”. Hay que tener mucho cuidado con el momento del corte, porque si sólo dejas, por ejemplo, un estado de euforia o liberación, sin mostrar previamente el estado de fatiga, no se aprecia el cambio de ritmo. Y en cierto modo, aunque todos recordemos fragmentos de películas de Lubitsch, tampoco diría que sea uno de esos cineastas con los que se puede trabajar con imágenes, con capturas de pantalla, sobre todo por eso que dices de los intervalos, de lo que rodea a los personajes. Esto conecta muy bien con lo que dices luego a propósito de las palabras de Godard sobre Ray. Ahora entiendo, y veo con mucha claridad, la relación con el diagrama del gol del Barça. Entonces, a partir de ahí, me encanta lo que dices sobre el pase que se convierte en gol pero como un pase más. Otro “qué largo camino he tenido que recorrer para llegar hasta ti…”. Comparto contigo, por tanto, tu impresión: un fotograma de El bazar… no nos dice nada de la belleza del film. Todo se concentra en ese “largo camino”, no en filmar la belleza de Jeanne o el golazo.

Te estoy escribiendo ésto mientras te leo. ¡Me encuentro con los cambios de ritmo! De nuevo, veo muy clara, en este sentido, la conexión entre Lubitsch y Eustache, y también veo a Lubitsch como un cineasta moderno. El ritmo y los intervalos, y la superposición de los dos estados en uno, no en paralelo.

El ejemplo de Kralik caminando hacia el despacho en busca de su aumento de sueldo que describes me encanta, y veo muy bien la relación con el partido. Y me pregunto, ¿cuántos cineastas han escrito sobre ese cambio de ritmo a través de la comprensión en el momento de leer una carta? ¿Oliveira? ¿Amor de perdiçao? ¿Francisca?

Los diagramas de Paulino deberían estar al comienzo de tu texto, creo yo (o quizá no haga falta, hasta aquí esos diagramas se ven entre líneas en tu texto. No sólo se imaginan, se ven: la película los ofrece y tu texto con ella). Y la jugada de la tabaquera es extraordinaria, yo quiero verla en forma de diagrama. Siento que con tu descripción, todo el mundo sentiría la necesidad de volver a ver el film como se ven las jugadas que llevan al gol en las repeticiones (bueno, hay que volver hacia un momento anterior, quizá varios minutos, el fútbol se enseña mal).

Tu descripción del final debería aparecer en tu texto tal cual, hace ver la película, como si la tuvieras montada en la cabeza y fueras Lubitsch. Y en concreto, el momento en el que Matuscheck le propone el menú al chico, me vuelve a recordar al restaurante de La Maman et la putain y a Alexandre preparando su cita.

El penúltimo plano del que hablas, que debería aparecer como única imagen en tu texto, me recordó a otro (de nuevo Oliveira) de Singularidades (seguro que lo recuerdas). También aquel era un bello pase a la red. ¡Qué la gente vea el último pase para que desee ver los anteriores! Es un pase suave, de ahí lo que tiene de sublime. Y esa, es una cuestión de cine, o de cineasta que tú has sabido ver. Ya no hay separación entre ligereza y gravedad: lo que estaba separado y no debía estarlo, como dice Godard en las Histoire(s), ahora está unido. Eso es también, como dices, «alcanzar la evidencia por la construcción». Y yo he llegado hasta ese «Lubitsch es demasiado bueno» sin darme cuenta, sin notarlo. Uno asiente. Pero también lo comprende. Lo piensa. Lo medita. Ganaste la partida sin que se hayan visto apenas los pases y tienes un invitado más esta noche.

El texto ya está escrito, no hay ningún atasco. Al menos, ahora te lo puedo decir como primer lector.

 Paco

 

III

Hola Paco,

Agradezco lo que dices sobre el texto, y desde luego tu referencia al “largo camino” y a Oliveira hay que incluirlas. Quizás añadiendo tu respuesta al texto. Quizás sea mejor seguir así, seguir añadiendo, como si el texto ya estuviese escrito.

Porque además yo me muero de ganas de comentar algo más, y sin embargo me temo que no entrase en el texto. Es una secuencia de Una mujer para dos que volví a ver hace poco y que me hacía pensar en las sesiones de escritura de Lubitsch y Samson Raphaelson tal y como las cuenta el segundo en Amistad.

Como sabes Lubitsch siempre trabajó con al menos un guionista. Trabajaban juntos, en una habitación, hablando, con una secretaria que apuntaba las ideas. Cuando tenían una idea la iban forzando, sin limitarse, hasta que diese de sí todo lo posible. No se trataba de encontrar “una” réplica o “un” gesto, sino de encontrar “la” réplica o “el” gesto.

Puestos a elegir un momento de la Historia del Cine al que me hubiese gustado asistir, quizás sería una de esas sesiones de trabajo. Pero de esas sesiones no nos queda más testimonio que lo que cuentan sus coguionistas, nadie se dedicó a filmar o grabar esas sesiones, nadie hizo el Misterio Lubitsch. O quizás sí, quizás haya escenas de Lubitsch que sean la imagen indirecta de esas sesiones.

Todo esto lo pensaba al volver a ver una escena de Una mujer para dos, escrita con Ben Hecht. En ella Tom y George han sido abandonados por Gilda y se han puesto a beber para sobrellevar el momento. En cierto momento deciden brindar.

George propone primero que brinden por ellos mismos, pero Tom lo rechaza, es demasiado vulgar.

No vamos a brindar por nada.

Mejor que por nosotros.

Entonces brindemos por nada.

No.

Tampoco vale. Demasiado tonto. Han llegado a un punto en el que están atascados porque no consiguen encontrar “la” réplica.

Cuando ya parece que no lo van a conseguir George propone que brinden por Kaplan y McGuire. (Esto es muy largo de explicar, pero digamos que estos nombres de Kaplan y McGuire, fabricantes de ropa interior, son importantes desde la primera escena de la película y hasta la última. Estamos los dos de acuerdo,  una película de Lubitsch no se puede contar, cuando uno se pone con un detalle es como si tirase de un hilo con el cual está tejida toda la película.)

A Tom brindar por Kaplan y McGuire le parece buena idea. Pero matiza, primero por Kaplan, un primer brindis y un primer trago. Luego volver a servirse y un segundo brindis, por McGuire, y otro trago. No hay que apresurarse.

Digamos que Tom es Lubitsch y George es el coguionista. Si se fijan Tom no propone una sola idea. Lo cual es extraño porque, de los dos, el escritor es Tom. Pero Tom no propone, sino que escucha, aprecia, y es capaz de decir “no”. (Insisto, cuando se coge un detalle se tira del conjunto de la película, Tom hace aquí lo que hacía Gilda con él, interrumpirle, no dejarle llevarse por la autocomplacencia.)

Samson Raphaelson decía de Lubitsch: Dudo que alguna vez intentase escribir él solo una historia, una película, ni siquiera una escena. Pero era lo suficientemente astuto para conseguir atraer y acoger a los mejores escritores disponibles y hacer que fuese más allá de sus límites, interviniendo en cada etapa de la escritura de una manera que no alcanzo a medir ni a definir. Pero lo que sí puede decir es que sabía apreciar en su justo valor una escena, una imagen o una interpretación. Es ese un don mucho más escaso y preciado que el simple talento, enfermedad tan común entre los mediocres.

Tom escucha y aprecia lo que propone George, hasta que este acaba yendo más allá de sus posibilidades y propone la idea realmente buena, “Kaplan y McGuire”. Tom no ha inventado nada, pero sin él George no habría encontrado la réplica distinguida, la típica réplica de Tom, el afamado autor Thomas Chambers, el toque Chambers. (Esto lo añado yo, no lo dicen en la película. Es demasiado evidente.)

Ya antes en la película la escritura de Tom ha aparecido naciendo de la escucha, cuando ha recuperado una frase de otro personaje para incluirla en su obra: “la inmoralidad puede ser divertida, pero no lo suficiente para sustituir a un cien por cien de virtud y tres comidas calientes al día”. (Los juegos con esta frase en la película parecen inagotables.)

Volviendo al brindis, la aportación de Tom llega al final, al reconocer en la propuesta de George una buena idea y darle su toque personal, como decía Wilder que hacía Lubitsch con las escenas que él y Brackett escribían. Cuando ya parecían perfectas llegaba Lubitsch y con unos ligeros cambios les daba su toque y las hacía, esta vez sí, perfectas.

En el brindis el toque Chambers es un sentido del ritmo, una manera de no apresurarse para aprovechar al máximo la idea y el alcohol. Esa manera que tenía Lubitsch de no dejar que una buena idea se agotara con las prisas, de saber modularla, de hacerla reaparecer y tomar nuevas formas, para aprovechar al máximo sus propiedades embriagadoras.

Esto es lo que quería añadir, el juego de pases de Lubitsch en otra situación. No es sólo que filmase jugadas al primer toque, sino que jugar al primer toque era su manera misma de trabajar, devolver la pelota hasta que al fin aparecía el hueco.

Un abrazo

Pablo

 

IV

Pedir la luna

Concluye Manuel:

Añadir que como se ve al principio de Trouble in Paradise, dos pueden creer que tienen que empezar por algún lado, ¿bueno, por dónde empezamos?, cuando en realidad ya hacía un rato que habían empezado. Los inicios siempre son difíciles y a menudo lo más difícil es darse cuenta de que uno ya ha empezado. En esa película, antes de las palabras, se ve: la góndola de la basura, en Venecia. Una sombra que entra en furtivamente en una casa. El timbre de una puerta. Dos chicas muy maquilladas, en la calle. Ventanas iluminadas.

Ahora sí, la película puede empezar. Por ejemplo preguntando por dónde empieza (todas las historias parecen posibles). Una de las peticiones más cuerdas que un cineasta, digo un ladrón, ha hecho nunca a su guionista, digo a su valet de chambre, es precisamente esta: quiero la luna en el fondo de mi copa de champán.

 

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Francisco Algarín, Pablo García Canga y Manuel Asín en Revista Lumière 4. 

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

 

Me he propuesto escribir la entradilla de un texto que no he leído, aún no se muy bien con qué finalidad. Conocí a Pablo García, que es quien lanza la jugada, en un café cercano a mi domicilio de París. Ambos habíamos vivido en la misma ciudad sin saberlo, incluso habíamos dirigido a las mismas actrices sin saberlo (es posible que incluso fueran hermanas gemelas que se repartían los días de rodaje, con lo cual el misterio es absolutamente imposible de resolver). Y sin volverlas a ver jamás. No sabíamos tampoco que teníamos tantas amistades comunes, ni que, quizás como fruto de todo esto, y de que la espera bajo la lluvia provocada por mi retraso había resultado en un lamentable estado en la fisonomía de Pablo, nuestra conversación era bastante patética. 

Como en las conversaciones en cafés y en restaurantes de Lubitsch, o las de Eustache. Sólo que en Lubitsch al menos un personaje es siempre consciente de ese patetismo. Y en Eustache, todos. 

Todo ello parece casar muy bien con el texto que sigue a estas líneas y que, repito, no he leído. Texto iniciado por alguien que no quería hacerlo (Pablo), respondido por otro que no sabía que estaba respondiendo (Francisco) y puntuado por un tercero al que nadie había avisado ni esperaba (Manuel). Al mismo tiempo, es posible que sólo de este modo aunemos respuesta crítica y respuesta editorial, y que esas naderías de «hacer crítica de la crítica» tengan por fin sentido. En fin, la ventaja de tener siempre el balón es que más vale no dejar de moverlo, y esa es la única forma hermosa de que a uno no le metan gol…

Fernando Ganzo

 

I

Hola Paco,

Ando atascado con el texto sobre Lubitsch.

Quería empezar diciendo: «Lubitsch es demasiado bueno».

Y luego explicar esa frase. Decir que cuando se habla de Lubitsch, del famoso «toque Lubitsch«, se suelen citar dos o tres escenas, aquella del juego de puertas y cinturones en La viuda alegre, o aquel desfile militar de Remordimiento filmado con un muñón en primer término. A veces también se cuenta cómo, en Un ladrón en la alcoba, Edward Everet Horton llega a darse cuenta de que el desconocido que le acaban de presentar es en realidad aquel falso doctor que le robó en Venecia.

(Aquí me entraba una primera duda: ¿Quién va a leer este texto? Quiero decir, ¿al citar esos ejemplos es necesario que vuelva a contarlos con detalle o los lectores potenciales ya saben de qué estoy hablando? Y en caso de que no lo sepan, ¿puedo simplemente mencionarlos y confiar en que vayan a ver las películas?)

(Tampoco se pude decir que yo haya leído mucho sobre Lubitsch.)

Después de citar esos ejemplos me preguntaba por qué se suelen dar esos y no otros. He leído unos cuantos textos sobre Lubitsch y hablado sobre él con amigos y estos son los ejemplos más recurrentes. Supongo que es porque son citables, porque se pueden extraer de una película y conservar todo su sentido. Son como pequeñas formas, pequeñas películas. Son perfectas para argumentar, aunque me queda la duda de si con esos ejemplos se convence a alguien. Se puede convencer de que Lubitsch es bueno, pero no de que es muy bueno, uno de los mejores.

¿Qué falta en esos ejemplos para dar a entender lo bueno que es Lubitsch? Faltan las películas. Podemos citar fragmentos, pero no películas completas, detalle a detalle. Y las películas de Lubitsch no se pueden fragmentar. Es muy difícil explicar con una sola escena por qué El bazar de las sorpresas es tan buena. (A mí en estos momentos es la película de la Historia del Cine que más me impresiona.)

Porque cada detalle de esa película está ligado a diez detalles de otros momentos de la película, que a su vez están ligados a otros. Si uno tira de un detalle va saliendo la película entera, como si estuviese tejida con un solo hilo.

(Por cierto, quería empezar el texto, antes incluso de decir que Lubitsch es demasiado bueno, citando lo que respondió Mizoguchi cuando le preguntaron por las películas de Ozu, «lo que él hace es mucho más difícil que lo que hago yo». Ozu que, por otra parte, admiraba a Lubitsch e incluso integró en una de sus películas, Una mujer de Tokio, creo, el corto de Lubitsch de Si yo tuviera un millón. Es un momento muy extraño, estás viendo una película de Ozu y de pronto empieza una de Lubitsch, con el cartón inicial Dirigida por Ernst Lubitsch, y tarda un momento en llegar el contraplano de los personajes de Ozu viendo la película, hasta entonces no sabes que lo que estás viendo es una proyección en una sala de cine.)

Volviendo al hilo. Quería decir entonces que cada detalle de El bazar de las sorpresas está ligado a otro. Y cada detalle es revelador de las relaciones entre los personajes. Porque en esa película Lubitsch filma, ante todo, lo que hay entre los personajes. Que no es el aire, sino los afectos y las relaciones de trabajo.

Por eso decía que Lubitsch era demasiado bueno. Porque no se puede citar un momento clave, una imagen o un plano que evidencien su genio, sino que este se encuentra entre las cosas, entre los planos, entre los personajes, las réplicas y los detalles. Un gag en él no es casi nunca un sólo gag, sino el desarrollo a lo largo de la película de todas sus posibilidades.

Quizás sería aquí, o quizás un poco más tarde, donde volvería a romper el hilo para hablar de fútbol. Te conté que había visto en El País un diagrama del segundo gol que le metió el Barça al Madrid. Te lo envío.

 

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Me resulta apasionante mirar este dibujo donde se ven los pases que llevan hasta el gol. Ya sé que es exagerado pensar que los primeros pases ya anuncian el gol. O quizás no, los primeros pases garantizan que no se va a perder la pelota y lanzan una dinámica. Una de las cosas que me fascinan es también lo invisible, cuando veo que Piqué, Busquets o Puyol dan un pase desde un lugar del campo y apenas dos pases más tarde están en un lugar diferente. Esos movimientos, que a mí me parecen invisibles, porque soy un espectador de fútbol muy primario y mi vista tan solo alcanza a seguir el balón, me fascinan. El fútbol del Barça está en gran parte ahí, en esos movimientos que yo no consigo ver y que sin embargo construyen el partido.

El fútbol nos podía devolver a Lubitsch por dos caminos. El primero era una cuestión imposible de resolver que se da a veces en los bares: ¿Qué es un golazo? Para mí ese gol del Barça es un golazo. Es un gol que adivino, que no veo del todo. Pero sé que para muchos no es un golazo, porque el último toque, el del gol, es a puerta vacía, no es un disparo potente y por la escuadra. A mí eso es lo que me impresiona. Juegan tan bien todos los pases que hasta el toque del gol es en realidad un pase y no un disparo,  un pase a la red.

Algo parecido sucede con Lubitsch. Su cine está hecho de pases. Por ello no es espectacularmente bueno, no anuncia que es bueno, está demasiado ocupado siéndolo. Aquí se podría quizás recordar aquello que decía uno de los jóvenes turcos de Cahiers, creo que era Godard, a propósito de la brecha entre el cine clásico y el moderno. Decía que un fotograma de los antiguos maestros, no recuerdo a quién citaba (y el Godard por Godard no me lo han devuelto), contenía toda la belleza de la película, mientras que un fotograma de Nicholas Ray no contenía nada, no indicaba nada de la belleza de la película. Y que esa era la brecha entre el cine clásico y el moderno. No sé si esto fue una ocurrencia del momento o algo meditado. En cualquier caso un fotograma de El bazar de las sorpresas no nos dice nada de la belleza de la película. Ni remotamente. No sé si esto quiere decir que Lubitsch era ya moderno. Quizás sí, filmaba lo que hay «entre».

Esa era la primera manera de volver desde el fútbol hasta Lubitsch.

La segunda sería hablar de los cambios de ritmo. Otra cosa que me fascina en el diagrama es la súbita aparición, al cabo de un tiempo de jugada, de los pases largos. Esos cambios de ritmo me recuerdan a los que se dan en Lubitsch, súbitas aceleraciones y, aún más impresionante, súbitas ralentizaciones. Y, como en el fútbol, los cambios de ritmo están a menudo ligados a los cambios de orientación, súbitos cambios de registro, de la comedia al drama y del drama a la comedia. (Aunque como veríamos, espero, más tarde, Lubitsch es aún más impresionante cuando consigue hacer las dos cosas al mismo tiempo, drama y comedia, gag emocionante.)

Esa sería la segunda manera de volver de Guardiola a Lubitsch.

Podría dar entonces un ejemplo muy visible de cambio de ritmo, no de los más sutiles, pero sí de los más emocionantes. Hay un momento en El bazar de las sorpresas en el que James Stewart/ Kralik es llamado por su jefe al despacho. Kralik va hacia allá dinámico, creyendo que le van a conceder un aumento, bajo la mirada confiada de sus compañeros de trabajo, acompañado por un travelling. Parece un deportista que salta a la cancha bajo la ovación del público y chocando la palma con sus compañeros. Pero en el despacho resulta que su jefe quiere deshacerse de él. Kralik vuelve a salir del despacho lentamente, con una carta en la mano, una carta de despido. Mientras la lee en voz alta vienen a su alrededor, lentamente también, como en uno de esos momentos de comunión ceremonial de Ford, los compañeros de trabajo.

(Como te decía es  muy difícil hablar de una secuencia sin acabar descubriendo sus lazos con el resto de la película. Las lecturas de cartas son esenciales en esta película, ya sean de trabajo o de amor. Y la lectura parece algo muy importante en ciertas películas de Lubitsch, ayer volví a ver Una mujer para dos y me quedé muy impresionado por todo el rato que los personajes pasaban leyendo y, durante ese tiempo, comprendiendo. Lubitsch es un maestro en el difícil arte de mostrar a sus personajes en el momento en el que comprenden algo. Cuestión de ritmo, de cambios de ritmo.)

(Recuerdo ahora, y no sé donde podría meterlo, que Paulino Viota hacía diagramas de las películas para comprender cómo estaban construidas. Algo así como el diagrama de la jugada del Barça pero con Renoir o Ford.)

Pensaba continuar proponiendo un juego, volver a ver El bazar de las sorpresas siguiéndole la pista a un objeto, una tabaquera musical que al abrirla hace sonar Oh Chichonia. Pensaba describir cada una de sus apariciones, pero esto se iba volviendo interminable, y además no le hacía justicia a todos los juegos que Lubitsch hace con ella. Digamos que todo el primer acto de la película está construido en torno a la tabaquera, que nos va desvelando las relaciones entre los personajes y acaba haciendo posible que Clara Novak consiga un puesto de trabajo. En la segunda parte la tabaquera aparece menos, pero es determinante, porque ocupa el escaparate que hay que cambiar y que condiciona a los personajes. Luego reaparece sin aparecer cuando oímos Oh Chichonia en el café y eso le hace a Kralik recordar el primer día que Clara llegó a la tienda. Y en la parte final la tabaquera se convierte en trama paralela cómica, con todos los esfuerzos que hacen Kralik y Pirovitch para que Clara le regale una cartera de piel de cerdo, y no la tabaquera, a ese anónimo enamorado epistolar que no es otro que el propio Kralik. (Hay un plano memorable de Pirovitch, que ha convecido a Clara de que elija la cartera,  abriendo la puerta del despacho de Kralik y diciendo “Tienes la cartera.”. Cierra la puerta. Nada más.)

Y, cuando Kralik despide y empuja al traidor de la tienda, este cae contra las cajas, que todos se apresuran a cerrar para no tener que oír Oh Chichonia.

En fin, que esperaba que la gente revisase El bazar de las sorpresas siguiendo esa pista, la interminable jugada de la tabaquera, como un balón que se van pasando de unos a otros hasta el último pase a la red.

Y de alguna manera quería terminar el texto volviendo a los cambios de orientación, o de registro, para hablar de la parte final de El bazar de las sorpresas, cuando Lubitsch ya consigue mezclar en un mismo plano humor y drama, o mejor dicho, humor y emoción. Esto es muy evidente con el personaje de Matuscheck, cuando tras su tentativa de suicidio vuelve a la tienda el día de Navidad y él, que se quería jefe paternalista y arbitrario de sus empleados, parece convertirse en niño pequeño, en hijo de sus empleados. (Un padre hijo de sus hijos.)

Se acerca a Kralik, antes hijo predilecto, para preguntarle si alguna vez ha comido en cierto restaurante de lujo. Kralic le responde que no, que está por encima de sus posibilidades. Matuscheck le propone entonces que le acompañe esa noche. Pero Kralik ya tiene algo previsto. Matuscheck responde intentando parecer paternal y dice que solo quería asegurarse de que Kralik no pasase la nochebuena solo. Y luego va a ir preguntando a todos sus empleados por sus planes para esa noche. Cuando ya parece haber renunciado, sólo en la calle, a la puerta de su tienda, bajo la nieve, aparece a su lado el nuevo chico de los recados. Matuscheck se ilumina cuando comprende que también el chico está solo, que va a «pasar la nochebuena sólo en Budapest», y en vez de proponerle simplemente que vayan a cenar empieza a proponerle el menú, y los dos se van juntos a no pasar la nochebuena solos.

Otro momento que me impresiona es el penúltimo plano de la película, cuando Kralic se remanga los pantalones para demostrarle a la señorita Novak que no es patizambo, último paso antes del abrazo final. Ese plano, de sentido tan extraño, comprobar la calidad del material, sintetiza también, un segundo antes del final, todo lo que ha sido la relación de los dos personajes a lo largo de la película. Es un plano muy sencillo y modesto, quizás el más modesto de toda la película. Y sin embargo hay algo sublime en su sencillez. Pero ningún fotograma de este plano, si no hemos visto todo lo que precede, podría hacernos sospechar que es uno de los planos más bellos de la historia del cine, el más bello pase a la red.

En ese momento Lubitsch consigue que la separación entre comedia y drama, entre ligereza y gravedad, desaparezca por completo, para ponernos en contacto directo con emociones, miedos y felicidades humanas. Pero esta emoción se alcanza precisamente gracias a la inteligencia de la construcción, de la relación entre los detalles, de su manera singular de contarnos las situaciones. Una construcción que alcanza tal refinamiento y complejidad que deja de verse como construcción. Algo así como alcanzar la evidencia por la construcción.

Eso es más o menos lo que quería contar. Y me hubiese gustado terminar el texto repitiendo el inicio: «Lubitsch es demasiado bueno».

Un abrazo

Pablo

Segunda parte: Paco responde, Pablo responde a Paco, Manuel concluye…

 

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Fernando Ganzo y Pablo García Canga en Revista Lumière 4. 

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

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Viene de aquí…

Existen dos tipos de cineastas igual que entre los pintores o los escritores, están los que trabajarían incluso en una isla desierta, sin público, y los que renunciarían porque ¿de qué sirve? Así pues, no hay Lubitsch sin público, pero cuidado, el público no está además de la creación, sino que está con la creación, forma parte de la película. Las prodigiosas elipses del guión sólo funcionan gracias a que nuestrar risas establecen el puente de unión entre una escena y otra. Cada agujero de un queso gruyère de Lubitsch es genial.

La expresión «puesta en escena» empleada a diestro y siniestro significa algo por fin, aquí se trata de un juego en el que sólo pueden jugar tres y únicamente durante la proyección. ¿Y quiénes son esos tres? Lubitsch, la película y el público.

Nada tiene que ver con el cine tipo Doctor Zhivago. Si me dijeran: «Acabo de ver un Lubitsch en el que sobra un plano», pensaría que me toman el pelo. Su cine es todo lo contrario de la vaguedad, de lo impreciso, de lo informulado, de lo incomunicable, no lleva ningún plano decorativo, nada que sea «para quedar bien»: no, de principio a fin nos mete en lo esencial hasta el cuello.

En Lubitsch la puesta en escena no existe sobre el papel, tampoco tiene sentido tras la proyección, todo sucede mientras miramos la pantalla. Una hora después de haberla visto por primera vez, o incluso por sexta, les reto a que me cuentan la puesta en escena de Ser o no ser; resulta rigurosamente imposible.

Nosotros, el público, nos encontrábamos allí, en la oscuridad, mientras la situación -que en la pantalla era clara- se extendía hasta agotarse justo cuando, para tranquilidad nuestra y haciendo uso de nuestros recuerdos como espectador, anticipábamos la siguiente escena; sin embargo, Lubitsch, como todos los genios dotados del espíritu de la contradicción, había dado vueltas a todas las soluciones preexistentes para decantarse por aquella en la que nunca habríamos caído antes, la impensable, la enorme, exquisita y desconcertante. Carcajadas, sí, carcajadas, porque al descubrir la «solución Lubitsch» la risa, realmente, se escapa.

En Trouble in Paradise, durante un cóctel, Edward Everett Horton mira a Herbert Marshall de manera recelosa. Piensa que ha visto esa cara en algún sitio. Nostros sabemos que Herbert Marshall es el ladrón que, al principio de la película, robó al pobre Horton en una sala de un palacio en Venecia. Entonces, en un momento dado, hace falta que Horton se acuerde y en ese caso, nueve cineastas de cada diez, ¡pedazo de gandules!, ¿qué es lo que solemos hacer?: mostramos al tipo durmiendo en su cama cuando, de noche y en mitad de un sueño, se despierta y exclama: «¡Ya lo tengo! ¡En Venecia! ¡Será cabrón!». Pero ¿quién es el cabrón? Pues es quien se conforma con una solución tan arbitraria. Éste no es el caso de Lubitsch, que se desvive, que da cuanto tiene y que incluso va a morir veinte años antes de lo debido. He aquí lo que hace Lubitsch: nos muestra a Horton fumando un cigarrillo y preguntándose dónde pudo haber visto anteriormente a Herbert Marshall; reflexiona, sigue fumando y apaga la colilla en un cenicero de plata en forma de góndola… plano del cenicero-góndola, vuelta a la cara… mirada al cenicero… góndola… ¡Venecia! ¡Bravo! Horton lo tiene y ahora es el público el que se desternilla de risa mientras que Lubitsch quizás se encuentre allí, de pie en la sombra, al fondo de la sala, vigilando a su «público», dudando ante el mínimo retraso en las risas, como Frederic March en Una mujer para dos, o incluso echando un vistazo al apuntador que, al ver a Hamlet avanzar hacia la rampa está a punto se soplarle, por si acaso: «Ser o no ser».

He hablado de lo que se aprende, he hablado del talento, he hablado de lo que en el fondo puede comprarse con sólo ponerle un precio, pero lo que ni se aprende ni se compra es el encanto y la malicia. ¡Ay!, el encanto malicioso de Lubitsch es lo que hacía de él un auténtico príncipe.

 

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François Truffaut en Les films de ma vie. Traducción Norma García. Publicada en Nickelodeon número 18.

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

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Tomemos primero la imagen, particularmente luminosa, de las películas de antes de la guerra; me encanta esa imagen. Los personajes aparecen en la pantalla como pequeñas siluetas oscuras e irrumpen en los decorados empujando puertas tres veces más grandes que ellos. En esa época no había problemas de alojamiento y en las calles de París era el 14 de julio todo el año gracias a las banderolas de «se alquila apartamento» que colgaban de las fachadas de los inmuebles.

Los grandes decorados de las películas de esa época restaban importancia a la primera actriz; el productor pagaba lo que fuera por ellos pero hacía falta que se vieran puesto que el hombre de los puros miraba por su dinero y estoy seguro de que hubiera puesto de patitas a la calle al realizador que hubiera tenido el descaro de rodar toda la película en plano general.

En esta época, cuando no se sabía muy bien dónde colocar la cámara se ponía demasiado lejos; hoy en día, ante la duda, se pega a las narices de los actores. Se ha pasado de la insuficiencia modesta a la insuficiencia pretenciosa.

Este nostálgico prólogo no está fuera de lugar para presentar a un Lubitsch que tenía la firme convicción de que es preferible reír en un palacio que llorar en la trastienda del comercio de la esquina. Siento que, como decía André Bazin, no me va a dar tiempo a ser breve.

Como todos los artistas de estilo elegante, Lubitsch, consciente o inconscientemente, comparaba la narración de los grandes actores con los cuentos infantiles. En Ángel una cena aburrida y embarazosa va a reunir a Marlene Dietrich, a su marido Herbert Marshall y a Melvyn Douglas, su amante, al que pensaba que no volvería a ver pero al que su marido ha traído a casa por casualidad. Como suele ocurrir en el cine de Lubitsch, la cámara se aleja del jardín en el mismo momento en el que la situación se vuelve insostenible para trasladarnos al patio, desde donde podemos disfrutar mejor de las consecuencias. Nos encontramos en la cocina. El camarero va y viene, se lleva primero el plato de la señora: «Es curioso, la señora no ha probado su chuleta»; luego el plato del invitado: «Mira, él tampoco» (de hecho esta segunda chuleta está cortada en trocitos pero sin empezar). El tercer plato llega vacío: «Sin embargo, al señor parece haberle gustado la chuleta». Se puede ver a «Ricitos de oro» en casa de los tres osos: la sopa de Papá Oso estaba «demasiado caliente», la de Mamá Osa «demasiado fría», y la de Bebé Oso en «su punto». ¿Han visto ustedes una literatura más precisa que esta?

Y nos encontramos ante el primer punto en común entre el Lubitsch touch y el Hitchcock touch; el segundo, es posiblemente su manera de enfrentarse al problema de la puesta en escena. Aparentemente se trata de contar una historia en imágenes y es sobre este punto sobre el que insistirán ellos mismos en sus entrevistas. Pero esto no es cierto Y no mienten simplemente por el placer de mentir o para librarse de nosotros, no, mienten para simplificar puesto que la realidad es demasiado complicada y es preferible dedicar el tiempo a trabajar y a perfeccionarse, ya que estamos hablando de dos perfeccionistas.

La verdad es que en este trabajo se trata de no contar la historia e incluso se busca el medio de no contarla del todo. Existe, por supuesto, el principio del guión, resumible en pocas líneas, normalmente la seducción de un hombre hacia una mujer que no le desea o viceversa o incluso la proposición al pecado de una noche, al placer -los mismos temas que Sacha Guitry-, lo importante es que no se trate del tema directamente. Entonces, si estamos situados tras las puertas de las habitaciones mientras que la acción se desarrolla en el interior de las mismas, o si nos quedamos en la antecocina cuando todo sucede en el salón y en el salón cuando todo pasa en la escalera y en la cabina de teléfono cuando pasa en el sótano, es que Lubitsch, modestamente, no ha dejado de darle vueltas al guión durante las seis semanas de escritura para finalmente permitir que los espectadores construyan ellos mismos la escena con él mientras la película se desarrolla en la pantalla.

Sigue aquí…

 

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François Truffaut en Les films de ma vie. Traducción Norma García. Publicada en Nickelodeon número 18.

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

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Desde las páginas de su hoy mítica revista Film cultureJonas Mekas proclamaba en 1962 las consignas del “nuevo cineasta”. “Como el nuevo poeta, el nuevo cineasta no está interesado en la aceptación pública. El nuevo artista sabe que la mayor parte de lo que hoy se publica está corrupto y distorsionado. Sabe que la verdad está en algún otro lugar, no en The New York Times ni en el Pravda… Le importa más el destino del hombre que el destino del arte, que las provisorias confusiones del arte. Criticáis nuestro trabajo desde un punto de vista purista, formalista y clasicista. Pero os decimos: ¿Para qué sirve el cine si se pudre el alma del hombre?

 

Mekas, el hombre que rompió barreras en el lenguaje cinematográfico, que asaltó primero las calles con su cámara Bolex y después con una de vídeo, que borró las fronteras entre documento, ficción y retrato íntimo, que convirtió paisajes reales en oníricos, que filmó un puzle infinito de experiencias personales, y sobre todo, que nos enseñó que se puede hacer cine, gran cine, de una forma profundamente libre, cumple hoy 90 años. Una retrospectiva en la Serpentine Gallery de Londres, la llegada de sus Correspondencias con José Luis Guerín al Centro Pompidou de París y la edición por fin en España de parte de su filmografía (Jonas Mekas: diarios) a cargo de Intermedio, celebran la importancia de un hombre sin el que es imposible entender los derroteros del cine actual. Uno de los padres fundadores de esa “nación independiente” que emergió en los años sesenta en Nueva York y San Francisco para contagiar después el espítritu de hombres y mujeres del mundo entero.

El gran referente del cine underground norteamericano nació en Lituania en 1922. Llegó a Estados Unidos en 1949 después de un doloroso viaje del que, pese a su vital carácter, jamás se ha recuperado.Reminiscencias de un viaje a Lituania (1972) abre la edición en España de su cine. Es, para muchos, su obra fundamental. Una conmovedora película sobre raíces, caminos, aceras y bosques perdidos. Paisajes milagrosamente revividos y recuperados por el cine. Mekas reconstruye sus recuerdos con el poder de un chamán, de un poeta. La búsqueda de una identidad desfigurada por la historia y reconstruida gracias a una simple máquina: la cámara. El amor por el cine se presenta como algo que jamás podrá ser accidental o accesorio. ¿Acaso existe algún otro artilugio capaz de devolvernos un tiempo ya perdido?

Reminiscencias de un viaje a Lituania recoge sus primeros pasos en el barrio de Williamsburg, en Brooklyn, su regreso al campo de trabajo alemán donde fue internado junto a su hermano Adolfas por los nazis y la vuelta a su pueblo natal, Seminiskiai, después de 27 años sin poder acercarse ni a su tierra ni a su madre. Ambos habían abandonado a la fuerza Lituania durante la II Guerra Mundial para ingresar en un campo de trabajo del que huyeron rumbo a Dinamarca, primero, y EE UU, después. “Aún somos personas desplazadas, y el mundo está lleno de personas como nosotros”, narra en el filme. “Aún sigo mi viaje rumbo a casa”.

Ese hogar perdido, que para Jonas Mekas es el territorio de la infancia, es el asunto medular de su cine. Él suele rememorar cómo de niño le gustaba cantarle a su padre las cosas que le habían ocurrido durante el día. “Y durante mi vida no he hecho otra cosa que intentar capturar la intensidad de aquellos momentos”. Otro recuerdo recurrente de su infancia justifica su rechazo a cualquier forma de poder: “Con toda mi inocencia salí a la carretera a fotografiar los tanques rusos. Pero un militar destruyó con sus botas mi cámara. Era mi primera cámara. El principio de todo. Y ahí sigue, destrozada en el suelo”.

Mekas es demasiado viejo y sabio para alimentar el estéril debate que contrapone el cine experimental con el comercial. “De igual manera que la prosa jamás es contraria a la poesía, entre otras cosas porque muchas veces los límites no están tan claros, no se puede contraponer el cine de ficción, el de Hollywood, el comercial, con el de vanguardia y experimental. Son formas diferentes pero nunca contrarias”.

Guardián de la memoria cinematográfica desde el Anthology Film Archives (institución única en el mundo que cataloga, preserva y exhibe películas de todo tipo) Mekas lleva décadas intentando construir, fotograma a fotograma, su propia memoria. Sobrecogedora burla al tiempo de un hombre que hoy celebrará (¿acaso alguien lo duda?), cámara en mano, sus 90 años.

 

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(Artículo original en la edición impresa de “El País” por Elsa Fernández-Santos)

Jonas Mekas Diarios en Tienda Intermedio DVD. 

 

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Viene de aquí. 

 

Naturalmente que tendrá una gran información sobre mi etapa americana, y por lo tanto aquí puedo ser más breve. Nuevamente me gustaría señalar las que en mi opinión son películas esenciales de mi etapa americana.

De la etapa muda, me gustaría mencionar The Marriage Circle (Los peligros del flirt), Lady Windermere’s Fan (El abanico de Lady Windermere) y The Patriot (El patriota), y también Kiss Me Again (Divorciémonos).

La etapa del sonoro usted y Mr. Huff la conocen bien, por lo que no me extenderé, y saltaré enseguida al periodo que el Index describe como la época de mi «declive».

Puede que sea verdad que mi carrera va cuesta abajo, no lo discuto. Sin embargo, me gustaría señalar que en ese mismo periodo realicé cuatro películas importantes, tres de las cuales, en opinión de mucha gente, fueron las tres mejores de toda mi carrera: Trouble in Paradise (Un ladrón en la alcoba), Ninotchka y Shop Around the Corner (El bazar de las sorpresas).

En cuanto a pureza de estilo, creo que no he hecho nada mejor, ni siquiera tan bueno como Trouble in Paradise.

Respecto a la sáitra, creo que probablemente nunca fui más incisivo que en Ninotchka, y creo que acerté en el empeño, muy arduo, de mezclar la sátira política con una historia romántica.

En cuanto a la comedia humana, creo que nunca estuva tan bien como en Shop Around the Corner. Nunca había hecho una película en la que atmósfera y los personajes fueran tan reales como en esta película. Esta película, realizada en veintiséis días con un modesto presupuesto, no fue un triunfo espectacular, sino un éxito normal.

Heaven Can Wait (El diablo dijo no) la considero una de mis principales producciones, porque intenté alejarme en cierto modo de la fórmula establecida de las películas ternuristas. Antes de hacer esta película tropecé con una gran oposición, en parte porque carecía de mensaje y no tomaba partido. El héroe era un hombre interesado únicamente en vivir bien sin la intención de lograr nada o de hacer algo noble. El estudio me preguntó porque quería hacer semejante película sin un claro propósito. Contesté que esperaba presentar al público una serie de personajes y que si al público le gustaba sería razón suficiente. Y así ocurrió. Afortunadamente yo estaba en lo cierto. Además, mostraba al matrimonio feliz en un ambiente más real de lo que normalmente se hace en películas donde a un matrimonio feliz a menudo se le presenta junto a la chimenea, como una aventura amorosa muy aburrida y nada apasionante.

To Be or not To Be (Ser o no ser) ha levantado mucha polémica y en mi opinión ha sido injustamente atacada. Esta película nunca ridiculizó a los polacos, solamente satirizaba a los actores, al espíritu nazi y al horrible humor nazi. A pesar de ser una farsa, era una película sobre el nazismo más real de lo que muestran la mayoría de las novelas, las historias de las revistas y las películas que tratan ese mismo tema. En esas historias, a los alemanes se les retrataba como un pueblo que fue arrastrado por el grupo nazi y que trató de combatir el peligro, siempre que podían a través de movimientos de la Resistencia. Nunca creí en ello y ahora ya se ha demostrado definitivamente que nunca existió entre los alemanes ese denominado espíritu de lucha calndestina.

En los últimos años mis actividades han estado, desgraciadamente, muy restringidas debido a una larga enfermedad, pero confío en poder emepzar pronto The Lady in Hermine (La dama de armiño), mi primera película musical desde hace quince años.

Estoy totalmente de acuerdo don Mr. Huff en que en alguna ocasión he hecho películas que no estaban a mi altura, pero sólo de una mediocridad puede decirse que todas sus obras son propias de su personalidad. Le adjunto una lista de datos correctos. Me gustaría hacerle la misma sugerencia que le hice a Mr. Huff: si no está de acuerdo con estos comentarios, tírelos a la papelera. Pero le agradecería mucho que me dijera qué correcciones, si las hay, piensa hacer y cuándo se va a publicar el Index en Inglaterra.

Atentamente suyo,

Ernst Lubitsch

 

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Traducción Elisa Cobos. Recogido en Nickelodeon número 18.

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

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10 de julio de 1947

Querido Mr.Weinberg:

Le adjunto la copia de una carta que envié a Mr. Theodor Huff. Me gustaría repetir que pienso que la crítica de Mr. Huff es sincera y muy buena, aunque hay ciertos aspectos en los que discrepo, pero eso es normal. El propósito de esta carta no es el de contradecir su crítica, sino señalar tan imparcialmente como sea posible (si eso lo es realmente) lo que en mi opinión son las etapas más importantes de mi carrera.

Hablando de las películas que dirigí en el pasado, naturalmente que las juzgo fiándome del recuerdo y el efecto que tuvieron en la época en que se rodaron, no por los parámetros actuales.

El conocido actor, el ya fallecido Victor Arnold al que se menciona en su Index, fue mi maestro. No sólo me presentó a Max Reinhardt, sino que también fue el responsable de mi primer éxito en el cine al conseguirme el papel del aprendiz en Die Firma Heiratet.

Aunque fui la estrella de la película siguiente, Der Stolz der Firma y a pesar de su éxito, mi carrera cinematográfica se atascó. Me habían encasillado y parecía que nadie escribía un papel que me fuera bien. Después de dos éxitos, me encontré apartado del cine, y como estaba poco dispuesto a rendirme creí que se imponía que yo mismo creara mis papeles. Junto con un actor amigo mío, el ya fallecido Erich Schoenfelder, escribí una serie de películas de un solo rollo (10 minutos) que vendí a la Union Company. Era protagonista y dirigía. Y así es cómo me convertí en director. Si mi carrera de actor se hubiese desarrollado sin problemas me pregunto si me hubiera convertido alguna vez en director.

Tras acabar esta serie de comedias de un rollo, decidí volver a los largometrajes. Como cualquier cómico, deseaba interpretar un papel de galán protagonista, una especie de bon vivant. Así que escribí junto con mis colaboradores un guión cinematográfico titulado Als Ich Tot War. Esta película fue un desastre total ya que el público no estaba dispuesto a aceptarme como galán protagonista.

Decidí volver otra vez al tipo de papeles que dieron mi primer éxito en la película Schuhpalast Pinkus. Esta película resultó un gran éxito, y firmé un nuevo contrato con la Union Company para hacer una serie de películas de ese tipo. Me gustaría decir que en aquella época estas películas se consideraron importantes y fueron la atracción principal.

Fue durante este periodo cuando descubrí a Ossi Oswalda, y le di el papel principal a mi lado en una de mis películas. Llegó a tener tanto éxito que decidí que protagonizara sus propias películas y yo simplemente las dirigiría. Con el tiempo, llegué a interesarme más por dirigir que por interpretar y después de realizar mi primera película dramática con Pola Negri y Jannings perdí totalmente mi interés por ser actor. Creo que unicamente en 1919, cuando trabajé en Sumurum, o Arabian Nights, como se llamó en América, me volví a poner delante de una cámara. Mi última aparición teatral fue en 1918 en una revista, Die Welt Geht Unter, en el Teatro Apolo de Berlín.

Yo diría que las tres comedias más destacadas que hice como director en Alemania fueron Die Austernprinzessin, Die Puppe y Kohlhiesel’s Toechter. Die Austernprinzessin fue la primera de mis comedias que mostraba algo como un estilo definido. Recuerdo un asunto que originó bastantes críticas en aquel momento. Un hombre pobre tenía que esperar en el suntuoso vestíbulo de la casa de un multimillonario. El entarimado del suelo era de una diseño muy complejo. El hombre pobre, para vencer su impaciencia y su humillación después de haber esperado durante horas, caminaba a lo largo de los contornos del complejo diseño del suelo. Es muy difícil describir estematiz y no sé si lo logré, pero era la primera vez que cambiaba la comedia por la sátira.

Die Puppe tenía un estilo completamente distinto. Como Die Austernprinzessin fue, desde cualquier punto de vista, un enorme éxito. Era pura fantasía, la mayoría de los decorados estaban hechos de cartón, algunos incluso eran de papel. Hasta el día de hoy, la considero todavía una de las películas más imaginativas que jamás he realizado.

Sin embargo, de todas las comedias que hice en Alemania la más popular fue Kohlhiesel’s Toechter. Era La fierecilla domada trasladada a las montañas bávaras. Era típicamente alemana. Desde entonces, esta película se ha vuelto a rodar tres o cuatro veces.

Del período histórico y de fantasía de mi cine, creo que Carmen, Madame Dubarry y Anna Boleyn son las tres películas que destacan. La importancia de estas películas, en mi opinión, residía en el hecho de que se diferenciaban totalmente de la escuela italiana, entonces muy de moda, cuya calidad se emparentaba con la de una magnífica ópera. En mis películas intenté eliminar el lado operístico y humanizar a mis personajes históricos -traté con la misma importancia los matices íntimos y los movimientos en serie, e intenté mezclarlos-. En este apartado debo mencionar Sumurun que era una alegre fantasía, basada en la producción de Max Reinhardt. Tuvo éxito, pero no tanto como el de las tres películas mencionadas anteriormente.

La película Die Bergkatze fue un completo fracaso, y sin embargo esta película tenía más ingenio y agudeza satiríco-pictórica que algunas de mis otras películas. Estrenada poco después de la guerra, me di cuenta de que el público alemán no estaba dispuesto a aceptar una película que satirizaba el militarismo y la guerra.

Hay otras dos películas de mi época alemana que creo que no obtuvieron la apreciación debida, Rausch y Die Flamme. Como un antídoto contra los famosos espectáculos históricos sentí la necesidad de hacer algunas Kammerspiele pequeñas e intimistas Ambas películas tuvieron mucho éxito. Naturalmente las interpretaciones de Asta Nielsen, Alfred Abel, Carl Meinhard y el resto del reparto en Rausch fueron excepcionales y en aquel momento se reconocieron como un ejemplo del tono de una obra de cámara. Lo mismo con respecto a Die Flamme, con Pola Negri. La versión que se estrenó en América tenía un final distinto y fue tan masacrada , que se borró por completo su valor dramático. Se perdió el impacto que esta película tenía en su versión original.

Durante mi época muda en Alemania, lo que en América, traté de usar cada vez menos rótulos. Pretendía contar la historia a través de matices visuales y de la expresión facial de mis actores. Eran, muy a menudo, largas escenas en las que los actores hablaban sin ser interrumpidos por los letreros. El movimiento de los labios se utilizaba como una especie de pantomima. No es que quisiera que el público se convirtiera en lector de los labios, sino que intenté calcular la duración de las palabras de tal forma que el público pudiera escucharlas con sus ojos.

 

Próxima entrega: la etapa americana.

 

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Traducción Elisa Cobos. Recogido en Nickelodeon número 18.

Amistad, el último toque Lubitsch, por Samson Raphaelson, ya en librerías. 

Amistad Estampa

 

«Me gustó lo que escribiste, Sam, de verdad que me gustó. Lo aprecié mucho». Lo decía un hombre que una y otra vez, a lo largo de los años, cuando acababa de leer una escena con la que yo me había deslomado, comentaba: «Sí claro, está bien. Pero bien no es suficiente, ya lo sabes. Para nosotros tiene que ser genial». Y esto le había «gustado», lo había «apreciado». Era siniestro. Era irónico. Este hombre me odiaba.»

 

Samson Raphaelson había escrito con Ernst Lubitsch ocho películas, sin embargo nunca había tenido la sensación de conocerlo realmente. ¿Eran amigos o tan sólo colegas de trabajo? No habría podido decirlo.

Hasta un día de 1943. Lubitsch sufrió un ataque al corazón y todo Hollywood creyó que había muerto. Conmocionado, Raphaelson dictó a su secretaria un elogio fúnebre. Y entonces surgieron todas las palabras que nunca le había dicho en vida. Sí, lo apreciaba. Sí, eran amigos.

Pero Lubitsch no había muerto. El manuscrito quedó oculto en un cajón.

Pasaron los años, las películas, las ocasiones de decir lo que nunca se habían dicho. Todo volvió a la normalidad. Pero cierta tarde de 1947 (habían terminado un guión, nunca volverían a verse), Lubtisch se dirigió a Raphaelson de modo más íntimo de los habitual. «Por cierto, Sam, he oído que escribiste algo hace unos años cuando estuve enfermo…» Samson Raphaelson se quedó de una pieza. Empezaba la hora más extraña y embarazosa de su vida.

 

Samson Raphaelson: Escritor y guionista norteamericano nacido en Nueva York en 1896. En 1927 su obra de teatro El cantor de Jazz se convierte en la primera película sonora. En 1930 escribe su primer guión para Ernst Lubitsch, con quién volverá a trabajar en ocho ocasiones (entre otras Un ladrón en la alcoba,El bazar de las sorpresas El cielo puede esperar). También escribe Sospecha para Alfred Hitchcock. Profesor de escritura teatral y cinematográfica en las universidades de Illinois y de Columbia. Fallece en 1983 en Nueva York. 

 

94 páginas. Precio 9,95€

Ya disponible en librerías, Amazon…

 


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– Se han privilegiado los derechos del cine y no sus deberes. No se ha podido, o no se ha sabido, o no se ha querido dejar al cine el papel que se ha dejado a la pintura o a la literatura. El cine no ha sabido cumplir sus deberes. Es una herramienta sobre la que nos hemos equivocado. Al principio se creyó que el cine se impondría como un nuevo instrumento de conocimiento, un microscopio, un telescopio, pero muy deprisa se le impidió que desempeñara su papel y se ha convertido en un sonajero. El cine no ha desempeñado su papel de instrumento del pensamiento. Porque era, desde luego, una manera singular de ver el mundo, una visión particular que se podía proyectar luego en grande ante varias personas y en varios sitios a la vez. Pero por el hecho de que el cine tuvo en seguida un enorme éxito popular, se privilegió su aspecto espectacular. De hecho ese lado espectacular no constituye más que el diez o el quince por ciento del la función del cine; no tendría que haber representado más que el interés del capital. Pero, muy pronto, la gente sólo utilizó el cine para sus intereses y no se le hizo desempeñar su papel capital. Se extravió.

 

¿Cuando sitúa usted la quiebra?

– Casi desde el principio, a la llegada de Thalberg a la cabeza de la MGM. Hubo individuos, sobre todo en Europa que se alzaron contra esto, pero no daban la talla. Y, finalmente, el cine no pudo cumplir su misión. Es como si en la literatura sólo hubiese novelas: Dickens para lo mejor, Sulitzer para lo peor. Sulitzer no ha eliminado a Dickens. En el cine sí: se ha acabado por hacer pasar a Sulitzer por Dickens…. El cine de hoy no sirve para ver, ofrece un espectáculo.

 

¿Hubo un momento en el que sintiera nacer su deseo de hacer cine?

– Sí, en la Cinémathèque. Allí descubrí un mundo del que nadie me había hablado jamás, ni en la escuela, ni mis padres. ¿Por qué nos habían ocultado su existencia? Me habían hablado de Goethe, pero no de Dreyer. No lo sé en absoluto y, por lo demás, ni siquiera hemos preguntado. Nos hemos contentado con mirar. Veíamos películas mudas en la época del sonoro, soñabamos con películas, oíamos hablar de algunas películas que no veíamos jamás. La Nouvelle Vague era esto; éramos como cristianos qe se habían convertido sin haber visto jamás a Jesús ni a San Pablo. Había oído hablar de La femme au corbeau ( El río, Borzage), ¡y no la vi siquiera cuando Brion la pasó por televisión! Para nostros el buen cine, el auténtico, era el que no se veía porque no se distribuía. El otro podía verse todos los sábados, pero el auténtico, Griffith, Eisentein... era muy dificil verlos, sea porque estuviesen prohibidos, o mal distribuidos o no exhibidos… Así pues, para nosotros, era aquel el auténtico cine. Se le hizo juramento de fidelidad, por así decir.

 

¿Qué le atraía de esas películas, si no las veía?

– Bueno, precisamente, era un misterio. Había una especie de territorio desconocido, que pertenecía casi al campo de la cartomancia. Nos habían escondido una manera de ver el mundo que existá desde hacía cuarenta años. Nadie nos había hablado de ella. Igual que nadie, al menor en mi familia, me había hablado jamás de política. Fue a través del cine como descubrí a Lenin.

 

¡Así pues, el cine no había abdicado todavía de su papel de mostrar el mundo, como decía antes!

– Bueno, pienso que sí, pero no lo sabíamos todavía. Dicho esto, existían y existen todavía películas que sí tienen una visión del mundo, pero son minoritarias. Son excepciones que no impiden que el movimiento general de la industria cinematográfica esté hoy muy ligado al poder, del mismo modo que la prensa o la televisión. Ahora, lo que se llama «las imágenes» está muy ligado al poder. En cierta época, no lo estaba. Gutenberg no quería dominar el mundo. Spielberg sí.

 

¿En qué lo querría?

Por el hecho de querer complacer antes que encontrar una verdad o un saber. Spielberg, como muchos otros, quiere convencer antes de discutir. Hay ahí algo muy totalitario. En fin, digamos que para mí el cine es un instrumento de pensamiento original que se sitúa a medio camino entre la filosfía, la ciencia y la literatura, y que implica que uno se valga de sus ojos y no de un discurso prefabricado. Con mis películas he intentado atenerme a ese papel, aunque fuese a menudo de manera confusa, pero evidentemente no ha sido posible invertir la corriente. Las cosas son lo que son.

 

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«Le cinéma n’a pas su remplir son rôle», entrevista con Jean-Pierre Lavoignat y Christophe d’Yvoire, Studio, n 156, marzo 1995. Traducción encontrada en una vieja ficha de la Filmoteca Española.

 

Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD.