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Yo trabajaba solo y de noche, pues, en este especie de ROM… en esta cosa, esta fantasía tozuda, y tenía allí bajo los ojos, a la luz de la lámpara de oficina, esas dos frases: una era el presente, ocurría cerca de Roma, en Via Appia, en un parque; la otra era el pasado, lo que suele llamar un recuerdo, un bar de noche en la Quinta Avenida, el One Fifth se llamaba. Y cómo unir las dos frases, el pasado y el presente, ese es el problema en todo, uno se pasa incluso la vida en ello y así el futuro se pone a la cola. Levanto los ojos de la página y miro de nuevo en dirección al parque de la antigua embajada rusa, a través de la pantalla negra de mi ventana. PORQUE LAS TINIEBLAS SON ELLAS MISMAS LOS LIENZOS DONDE VIVEN, BROTANDO DE MIS OJOS POR MILLARES, LOS SERES DESAPARECIDOS DE MIRADA FAMILIAR: Charles Baudelaire imaginó en 1855 la proyección de imágenes animadas sobre una pantalla, moving pictures de actores desaparecidos proyectados en la noche. E igual que el agente secreto de Alphaville encriptando su informe secreto, confinó su invención al interior del poema LXXIX, «Obsesión». Este se convertiría un siglo después en el título de una película de cine negro con Barbara Stanwyck, venenosa y fatal, y finalmente en un perfume de Calvin Klein, porque estas cosas siempre terminan volatilizándose. Está pues el cinematógrafo en los versos y en la música imaginada, el cinematógrafo de la UFA quizá, los estudios alemanes de Babelsberg, la pantalla demoníaca. El de Godard también, porque desde un fondo oscuro es desde donde aflora la fantasía musical, el espíritu danzante de la chica danesa con blusa marinera… Sobre este lienzo tenebroso, veo ahora frente a mí su rostro de ojos de algas… En él aflora una inquietud y tres, cuatro lágrimas… Y miro abajo hacia mi página… Las dos frases a la luz de la lámpara, que intento unir, se juegan en la junturas, lo sé bien, una unión un poco desunida… Ahí donde se puede pasar, como quien no quiere la cosa, de un cuento de Andersen a Dreyer, de un parque en Roma a la noche de Manhattan.

Miro las paredes. A la izquierda el hueso de tobillo visto con rayos X ceñido de de una tobillera de Van Cleef & Arpels, obsesión erótica y macabra; a la derecha las cuatro palas fantasmales de la carrocería del helicóptero, dibujando una cruz deformada en el flash luminoso de la explosión… Estas dos imágenes las colgué instintivamente, sin saber bien por qué, a ambos lados de mi escritorio… Esos huesos nacarados sobre fondo negro, y luego la cruz… ¿Era la Historia y un fragmento de mi historia? ¿O era la misma historia, una historia de sombra que comprendo mal pero que intento, con rodeos inciertos, tratar de transcribir sobre la página iluminada por la lámpara? Miro las tijeras, el pegamento de barra: escribo a mano… Tutto fatto a mano… no tengo procesador de texto, ni siquiera la vieja Hermes 2000 portátil… En vez de volver a copiar recorto con tijeras trozos de texto a veces muy distintos, que uno con otros para establecer una suerte de continuidad… ¿Cómo se corta un traje? La famosa metáfora de Proust. No pretendo ir tan lejos, ¡no voy a ponerme ahora de ese lado!  Pero me ha llegado a ocurrir, como la otra noche, que en mi odio de escribir siguiendo mi pensamiento, había trazado frases, en azul, en negro, en rojo, alrededor de la página, en círculo, y había cortado todo eso a continuación, después de haber pautado el papel, después de tener frente a mí una hoja manuscrita con la forma exacta de una camiseta de tirantes para muñeca Barbie… un «Marcel», eso es. ¡No está mal, ya que no me había salido un vestido! Enseguida sopesé utilizar hojas A3 para, si por ventura un «Marcel» volvía a surgir entre mis tijeras, poder regalárselo a una adolescente canija de busto débil, ella no tendría más que pegárselo con dos trozos de celo, en topless o con la espalda al aire, con el ombligo al aire… ¡Mi manuscrito! Y caminar de este modo por las calles, lo que sería una difusión como cualquier otra, Sodis o NMPP**… Me maravilla que algunos (escasos) modistas, cineastas, logren un movimiento, una composición y contrastes, en pocos tijeretazos tras los cuales se siente el frío corte del cirujano pero también un pensamiento, una emoción. Es eso lo que da a una película su ritmo, su movimiento, su música, y sobre todo las aproximaciones debidas a un cierto azar; y me digo: «¿por qué no una escritura?» Sí, por qué no. Se debería poder escribir con un par de tijeras y con un pegamento de barra, sin lapicero siquiera, sólo con lo que han escrito los otros.

**Dijéramos Machado o Logintegral [N. de la T.]

(Continuará)

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«Diga… Sí, qué hay, Antoine… ¿Seis, siete hojas?… ¿Para el 27 de junio?» Mientras escucho a de Baecque, sentado en mi escritorio en el que me disponía a escribir, echo una ojeada distraída a la pared de la derecha: una foto recortada hace tiempo en Libération: dos sombras en silueta en la noche agujereada por un brillo blanco contra el que se perfilan las palas de un helicóptero: el helipuerto de Arafat, en Gaza, bombardeado.

«¿9.000 espacios aproximadamente… un retrato de Jean-Luc Godard…?»

En la pared de la izquierda otra foto que tengo pinchada, una página arrancada de Vogue: un pie arqueado, la suave ondulación de la curva en el zapato de tacón, los huesos vistos con rayos X…

«Un retrato… Bueno, lo intento».

Cuelgo el Motorola, los ojos ahora bajos sobre los montones de A4 en desorden, algunos cortados en dos, otros en cuatro, grapados, y el stick de pegamento UHU, las tijeras, rotuladores negro y rosa N50 y también un Pilot V5…

«un retrato en 9.000 espacios…»

Levanté la vista, miré frente a mí al otro lado de la ventana, estaba oscuro, la masa en sombra de los árboles del parque se fundía en la noche y la ventana era una pantalla negra… LAS TINIEBLAS SON ELLAS MISMAS LIENZOS, dice Baudelaire, en «Obsesión», ¡y sobre este lienzo yo vi la puerta de Oriente! Pasajes, tránsito, tráfico… Así es cómo empezó todo…

Llegó de repente y con gracia y al mismo tiempo todo estaba ya allí, se diría que al azar, tres, quizá cuatro planos: Belmondo en Marsella, quai de Rive-Neuve, el puerto, el romanticismo, la aventura; el sombrero de fieltro, la gafas ahumadas, el cigarrillo, el pulgar repasando el labio, la serie B americana; y además, como en un collage pop, la contraportada –furtiva– de France Soir o de Paris-Flirt, ya no lo recuerdo, enmascarando el rostro: la pin-up enmarcada por historietas: «13, rue de l’Espoir», «Chéri Bibi», «Juliette de mi corazón», y enmarcada por los grandes titulares con noticias del mundo entintadas en un negro profundo, y el robo del coche, los dos cables de la dinamo conectados, macho-hembra, negativo-positivo, la atracción, la chispa. Aquello duraba 20, 30 segundos… y era la ligereza más increíble, el movimiento mismo, el tiempo filmado. El niño que juega a los dados, el patinete de niño con el que Godard había hecho como en un documental su travelling, el mismo, pienso, que veinticinco años antes había hecho Pagnol sobre Fernandel en Marsella, mirando la ciudad abajo desde la Gare Saint-Charles, era en Angèle, y en mi cabeza, por gracia de un travelling tembloroso que captaba la inquietud de un rostro y también la vida alrededor, los Champs-Elysées se convertían en la prolongación del Boulevard d’Athènes y los veinticinco años un sólo segundo. Aquello ocurría en el momento preciso, yo era de Marsella y allí yo empezaba a mantener relaciones nebulosas con la sociedad. Salí del cine Phocéac, o Cinévog, ya no me acuerdo, las cosas del exterior me parecieron a su vez más fantasmales y me sentía más fuerte porque el mundo y su pesadez me parecieron de repente falsos frente a esas pocas imágenes amateur tan ligeras y de una torpeza llena de gracia, un renacimiento, el comienzo otra vez, la época de las barracas. Aliviado, bajé hacia el puerto, con las manos en los bolsillos, a comprarme unas Ray-Ban y la última edición de France-Soir, la desplegué ante mí, vi la continuación de la historieta de «13, rue de l’Espoir» y con el gauloise entre los dientes, lentamente, me pasé el pulgar sobre el labio inferior: imité a Belmondo que imitaba a Bogart; eso se llama transmisión y, en arte, cita. Estaba yo solo, miraba a lo lejos:  el fuerte de Saint-Nicolas, el fuerte Saint-Jean, y era un poco eso, el cine: un modo de ser, una proyección, el arte y la realidad en transparencia. Como si otra vez estuviéramos en los inicios… ¡Lumière! El asombro antes las imágenes y, de ese modo, ante el mundo… Esa impresión de un pequeño vacío entre el actor y el decorado, como cuando entre el tejido y la piel de repente hay una separación, por el movimiento del cuerpo, una liberación de aire y del aire del tiempo alrededor. Se acabó el corsé del guión, se acabó la frase bella y almidonada del teatro, ese anacronismo, esa impostura. Era en otra prenda encontrada también un poco por azar, en la que estaba pensando: verano otra vez… una mañana bonita, junto al mar, hace mucho tiempo. Aquel uniforme de pescador que una modista utilizaba como símbolo evocador de «pobreza», de encanto, de novedad. Y por la gracia de ese vestido de tela para pescadores que se había deslizado de los hombros de las chicas jóvenes para volver a aparecer en el cuerpo desenvuelto y musical de Anna… Transmisión… La estética de las cosas baratas, como un patinete de niño para el travelling… Apenas nada… Todo un mundo.

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Raros han sido los artistas que han viajado hasta Saint-André de Valborgne para dar su último adiós a Bernardette Lafont. Jean-Pierre Mocky no se ha abstenido de decir lo que pensaba: «¡El cine debería estar aquí!»

Con más de 130 largometrajes, casi medio centenar de películas para la televisión y una docena de obras de teatro, Bernardette Lafont era una actriz de talento con una carrera prolífica. Muy diferentes realizadores la dirigieron, ha dado la réplica a miles de actores y este verano todavía debía rodar en Noirmoutier Les vacances du Petit Nicolas.

Sin embargo ayer en Saint-André de Valborgne, en los Cévennes, fueron pocos los representantes de la familia del cine que vinieron a rendirle un último homenaje. Sólo Lucien Jean-Baptiste, el realizador de La première étoile, los actores Marianne Denicourt, Lionel Astier y el cineasta Jean-Pierre Mocky, venido de las proximidades -es el invitado del festival «Un realizador en la ciudad» que tiene lugar hasta mañana en Nîmes- han hecho el desplazamiento. Eso es todo. Una ausencia que no ha dejado de golpear al realizador de Pactole.

«Tan poca gente para su entierro… es asqueroso», se ha rebelado Jean-Pierre Mocky en las columnas de Midi-Libre. «Aunque Bernardette fuera alguien solitario e independiente, el cine debería estar aquí. Sin embargo ni siquiera ha venido el equipo de su último éxito, Paulette. Cuando se piensa en la multitud del entierro de Brialy, sin hablar del de Raimu… Definitivamente, no hay que morirse en julio.»

ImagenTraducción: Manuel Asín

Con agradecimiento a Norberto Molina.

umbracle3(viene de aquí)

También pertenecen a este universo, como ya lo hemos insinuado, la manera de integrar en el film el mundo del slapstick (relacionado con los avatares de aquel mediante el mero recurso al raccord de miradas), de entender el papel de los actores o de tratar el cine convencionalmente llamado “documental”. Si los intérpretes son situados en un no man’s land (sin dejar de ser actores, sin acabar de ser personajes; utilización ejemplar de Christopher Lee cuyo cliché es movilizado con plena conciencia tanto en relación con su trabajo global como con su anterior prestación para Portabella en Cuadecuc), las secuencias documentales, como la de la cadena de producción de pollos, son tratadas de tal manera que bastará sonorizarlas adecuadamente (con una canción de Ray Coniff – repetidas veces utilizado en el film – en el caso citado) para que se produzca un singular efecto de extrañamiento al que no es ajeno un soterrado humor que, por cierto, baña todo el film. Finalmente, la presencia en el film de tres críticos cinematográficos (Román Gubern, Joan Enric Lahosa y Miguel Bilbatúa) permite terminar de clavar el clavo de la impostación metacinematográfica a través de sus intervenciones acerca de la censura, el cine militante y el cine underground, territorios todos hollados por Umbracle.

Precisamente al convocar en el interior del film esta triple referencia se sitúa el humus sobre el que brota: la búsqueda de un margen de maniobra político (que va a ser a la vez estético) que se quiere ganar en relación a un sistema (las rancias estructuras administrativas e industriales de nuestro cine) con el que se rechaza cualquier componenda, impugnando, frente a la política posibilista de un Nuevo Cine Español que ya había mostrado los límites de su apuesta, el cada vez más rígido control administrativo y las polvorientas normas sindicales que pretendían regular una de las vías de acceso a la profesión.

    Ecos, ya que hay que subrayar que, en no poca medida, gran parte de los efectos de sentido de Umbracle derivan de las relaciones que se establecen entre las imágenes y una banda sonora, confiada a Carles Santos. A la ausencia de diálogos concebidos a la manera tradicional (sólo la escena de los payasos acepta la convención del diálogo) se le corresponde una vivaz indagación de las posibilidades de relación entre imágenes, música y sonido. Desde los “efectos timbrados” de la escena del estanco, hasta las imágenes “rayadas” de la secuencia sonorizada con la “Pastoral” de Beethoven (imágenes que, por cierto, se erigen en una extraordinaria descomposición cubista de la escena), pasando por la ausencia de sincronismo en la secuencia amorosa (si es que esta denominación conserva alguna vigencia en el contexto de la película), asistimos a un despliegue de alternativas que encuentra su frágil punto de equilibrio en la secuencia ya citada de los payasos y en la del canto operístico (en francés e inglés) y posterior recitado de The Raven por Christopher Lee (en inglés, lógicamente), momento en que se nos entrega toda la parafernalia del ambiente sonoro del rodaje en otro gesto adicional de designación metafílmica.

Es el momento de volver, siquiera por un instante, sobre uno de los tópicos que sepultan el cine de Portabella: el de su adscripción a ese universo genéricamente etiquetado con la tranquilizadora denominación de “vanguardia”. Ya hemos indicado cómo el film se ubica en relación con determinados momentos de la historia del cine. Al lado de lo anterior es pertinente recordar lo que la obra de Brossa (hay que destacar la importancia de que el cómplice de Portabella no sea un hombre de cine, lo que sin duda redunda en la libertad con la que se abordan ciertas convenciones cinematográficas) debe en herencia al surrealismo o a los postulados de Dau al Set. Pero más importante me parece subrayar dos cosas.

La primera: el film de Portabella adquiere todo su valor si lo consideramos menos en relación con el pasado como con ciertas experiencias contemporáneas del mismo. Su estructura de collage permite vincularlo tanto con el cine adscrito a la etiqueta lírica como al catalogado de estructural. Pero en ambos casos su inscripción en esos territorios es profundamente original. Al lado de la tendencia biográfica de, pongamos, un Stan Brakhage, el cine de Portabella apostará por dar a sus imágenes y sonidos una abierta dimensión social. A diferencia de los experimentos formalistas de un Hollis Frampton o un Michael Snow, todo en la concepción de un film como Umbracle apuntará hacia un retrato de la España contemporánea de la que se pondrán en escena sus fantasmas. Para lo que se recurre a una estructura que conforma un paisaje imaginario en el que, mediante el sistemático uso de procedimientos metonímicos (bien diferentes de la tendencia a la metaforización de cierto cine español “comprometido”), queda impresa la huella de un presente del que se pone en escena el envés oculto. La segunda: el cine de Portabella guarda, a la hora de la verdad, menos relación con las vanguardias tradicionales que con reflexiones como las llevadas a cabo en esos mismos años por cineastas no menos interesados que los rápidamente catalogados como “experimentadores” por la dimensión formal de las películas, como puede ser el caso de, por ejemplo, Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet. Si para estos últimos el cineasta es el interrogador contumaz de un presente modelado por las huellas de la historia tal y como se inscriben en las heridas del paisaje, para Portabella el cineasta es un notario que levanta acta de la cara oculta de las cosas, interesándose por esa geología de lo imaginario solo evidente tras un paciente trabajo de desacondicionamiento de los estereotipos que rigen nuestra cotidianeidad.

Umbracle (en castellano umbráculo). Armazón cubierto de follaje. Sitio cubierto de esta forma, para tener plantas, para estar las personas.

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Publicado en Antología Crítica del Cine Español. Cátedra, 1997

Pere Portabella en Tienda Intermedio DVD

 

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Un anónimo paseante (Christopher Lee) recorre con morosidad diversos lugares de la gran ciudad: un Museo sólo habitado por animales disecados y un celoso guardián, umbrosas alamedas en las que se hace patente la siniestra mano de un poder siempre al acecho, recoletos pasajes por los que circulan funerarios cortejos, el escenario de un teatro en el que cantará ópera y recitará a los clásicos, una montaña en la que se sentará a leer un antiguo clásico de terror. Con una mujer (Jeanine Mestres) compartirá los inaudibles y secretos placeres de la conversación educada y del erotismo fetichista. En un doble gesto final extraerá un compás de una caja de instrumentos de dibujo y aplastará una mosca.

En radical coherencia con su obra anterior Pere Portabella, con la postrera e inestimable colaboración de Joan Brossa, nos invita en Umbracle a una nueva visita a su particular universo fílmico ya definido con claridad en No Compteu amb els dits (1967) y Nocturn 29 (1968). Visita (prácticamente coetánea de la propuesta en Vampir-Cuadecuc, 1970) que se situará entre una impugnación y una afirmación y que desembocará en una propuesta tan coherente como ejemplar en su doble dimensión estética y política.

La impugnación: dinamitar el canon narrativo aristotélico tal y como era (y sigue siendo) frecuentado en el grueso de la producción cinematográfica española e internacional. De lo que se trataba era, en palabras del propio autor, de “escamotear el argumento, ir directamente a la temática” (Nuestro cine, nº 91, noviembre 1969). El esbozo de argumento arriba ensayado debe entenderse, en este contexto, menos como un compte rendu del desarrollo cronológico del film que como esquemática exposición de lo que adopta la forma de aparente esqueleto, de “andamiaje” del film, para utilizar una expresión cara a su autor.

Porque sobre esa columna vertebral, edificada partiendo de bases tan someras (pero, al mismo tiempo, tan incitadoras de los reflejos condicionados del espectador) como son la continuidad de la presencia de ciertos actores y la recurrencia de determinadas acciones que funcionan como cuadros-motivos (concebidos como auténticos textos virtuales o historias condensadas), se injertarán toda una serie de escenas que funcionarán bien como escolios (la “lección de significados” de la escena circense) bien como disparadores conceptuales (todos los cuadros-intertextuales que hacen referencia a la historia del cine).

Es lógico, por tanto, que la afirmación, surja como corolario previsible del rechazo anterior: la utilización de una estructura lírica, compuesta mediante la yuxtaposición de fragmentos de procedencia diversa y que tras ser sometidos a un proceso de roce y frotamiento van a terminar configurando una obra extraordinariamente unitaria hecha de ecos y reverberaciones, un organismo simbiótico en el que las partes, al tiempo que conservan su autonomía, se subsumen en el todo pleno de expresividad poética.

    Reverberaciones, porque el film, dotado una de extraordinaria calidad visual a la que no es ajeno el arriesgado uso del negativo de sonido como negativo de imagen, no vacila en confrontar su contemporaneidad con distintos momentos de la historia del cine. Primero, en su vertiente “primitiva”: al menos en dos secuencias se citan explícitamente momentos decisivos de la emergencia del cine como institución representativa/industrial, para decirlo con la célebre fórmula acuñada por Noël Burch. Este es el sentido de la escena del tren en la que se convoca la memoria de toda una serie de ejemplares peliculitas organizadas en torno a la temática del “beso en el túnel” (ausente como tal, no hace falta decirlo, en la obra de Portabella). Apenas separada de la secuencia previa por una breve recapitulación de los primeros sucesos del film, la siguiente localización nos conducirá al interior de una zapatería en la que mimarán los gestos emblemáticos del célebre film de Porter A Gay Shoe Clerk (1903). Como en el caso anterior Portabella no se limita a una mecánica repetición (por más que el horizonte de la repetitividad sea una de las ideas que subyacen tanto a ésta como a la anterior presencia de esos “momentos fundadores” del nuestro imaginario cinematográfico) de la circunstancia sino que ésta es “modernizada” mediante el recurso a un erotismo de nuevo cuño (las piernas femeninas reflejadas en los espejos; el pícaro zapatero convertido en mujer, lo que, sin duda, sirve para “colorear” el instante) y a una planificación que se aleja de cualquier ingenuo primitivismo. Por tanto, una revisitación del patrimonio cinematográfico que confirma las tesis que ven en el examen y el estudio del “cine de los orígenes” la posibilidad de producir un territorio conceptual y creativo susceptible de constituirse, ya que no en alternativa del cine convencional, sí, al menos, en un espacio otro. Desde este punto de vista Umbracle hace gala de tal deseo de descentramiento, exhibe con tanta desfachatez su voluntad de no clausura, trabaja de forma tan explícita el vaciado psicológico de los personajes, que no queda lugar a dudas de ningún tipo sobre sus intenciones.

Pero aunque Umbracle dialogue con la historia del cine no desdeñará tampoco el cuerpo a cuerpo con el cine español. La inclusión en su interior de un largo fragmento de El frente infinito (Pedro Lazaga, 1956), no es, como ha insinuado cierta crítica, uno más de los expedientes movilizados para alcanzar la duración estándar, sino una forma de ajustar cuentas con una cinematografía cuya estructura (Umbracle es un film inexistente, realizado sin cartón de rodaje) y formas se impugnan pero en cuyos márgenes es necesario trabajar. Conviene precisar, además, que la elección de una obra de corte religioso-castrense no se agota en lo obvio de su temática. Por supuesto que ésta es relevante. Pero no lo son menos los juegos que permite. De hecho es la ironía la figura retórica bajo cuya advocación se cita la película de Lazaga: imposible escuchar ciertos diálogos (“en cierta ocasión le dije que su misión sería difícil. Este no es un puesto de comodidad sino de sacrificio”) sin pensar en su dimensión metacinematográfica: inútil intentar sustraerse a la inteligencia con la que sus ideas son reutilizadas: a la centralidad en el fragmento elegido de la Misa de campaña, con ese picado que recoge el momento de la transustanciación del pan en cuerpo de Cristo, le corresponderá cerrando Umbracle otra metamorfosis, esta vez bien visible: la V del compás cuya inversión nos situará ente el emblema masónico, símbolo de todas las iniquidades para ese Régimen que se reconocía en los delirios ilustrados por la película traída a colación.

(finaliza aquí)

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Publicado en Antología Crítica del Cine Español. Cátedra, 1997.

Pere Portabella en Tienda Intermedio DVD

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(viene de aquí)

IV

    Esos desplazamientos extremadamente fluidos entre diferentes registros definen una liquidez que el cine de Akerman no intenta conjurar sino promover. Cierto nomadismo, cierta falta de arraigo. Je tu il elle empieza con la voz en off de Julie:  “Entonces partí”; y al final, de nuevo su voz: “Ella me dijo que debía irme a la mañana siguiente”. El viaje que realiza la cineasta de Les rendez-vous d´Anna es un destierro interminable que ni siquiera concluye al llegar de vuelta a casa. Como ese tren en el que recorre Europa presentando su film, Anna atraviesa a las personas: pasa por ellas fugazmente, se detiene un momento y luego sigue. “Uno debe vivir en algún lado”, le dice un ocasional compañero de viaje; pero Anna parece estar siempre en otra parte. También parece estar en otra parte el hombre de Le déménagement, que acaba de mudarse pero no se halla a gusto en su nuevo departamento. Está indeciso, algo no lo convence, el lugar carece de “alma”. Inquieto, camina por la habitación vacía pero no logra precisar sus medidas: a veces son 14 pasos de largo por 6 de ancho, a veces 12 por 5, a veces 13 por 5 y medio. Sabemos que estuvo enamorado de tres mujeres, vecinas suyas en su anterior departamento. Tres mujeres perfectas. Las tres eran inseparables y, al mismo tiempo, irreductibles en su singularidad. Cada una tenía sus virtudes y, alternativamente, cada una parecía la mujer ideal. ¿Con cuál quedarse? El quería a las tres por igual. Imposible compararlas, imposible decidir. Finalmente cada una se casó con un hombre distinto y el protagonista acabó solo.

Nomadismo, vacilación ante las opciones, indecisión. Falta de resolución en los personajes que es también ausencia de clausura en los films. Akerman opta siempre por la ambigüedad. Al igual que en Le déménagement, las adolescentes de J´ai faim, J´ai foid y de Portrait d´une jeune fille de la fin des années 60, à Bruxelles funcionan como una unidad de individuos complementarios; pero en estas películas, la iniciación sexual con un desconocido no supone una elección amorosa que interrumpe la relación entre las mujeres sino que afirma ese vínculo armónico como una prolongación indefinida cuyo destino queda afuera del relato. Lo singular, en Akerman, es que esa ausencia de conclusión se revela como territorio en donde es posible construir una estética. Dice su voz, en el final de Histoires d´Amerique: “Un rabino pasaba siempre por el pueblo para llegar a un bosque y allí, al pie de un árbol –siempre el mismo–, se ponía a rezar y Dios lo ayudaba. Su hijo pasó por el mismo pueblo para llegar al bosque; pero como no podía recordar cuál era el árbol, rezó al pie de cualquier árbol y Dios lo ayudó. Su nieto no conocía ni el árbol ni el bosque, así que rezó en el pueblo y Dios lo ayudó. Su bisnieto no sabía dónde estaba el árbol ni el bosque ni siquiera el pueblo; pero todavía conocía las palabras del rezo, así que rezó en su casa y Dios lo ayudó. su tataranieto no conocía ni el árbol ni el bosque ni el pueblo ni siquiera las palabras del rezo; pero todavía conocía la historia y se la contó a sus hijos, y Dios lo ayudó… A mi propia historia le faltan muchos nexos, está llena de agujeros. Y ni siquiera tengo un hijo”.

Los finales, en Akerman, son cortes abruptos que interrumpen el flujo del relato pero sin clausurarlo (como en Je tu il elle y en Toute une nuit), o son una planicie inmóvil que deriva cualquier desenlace hacia una inercia perpetua (como en Jeanne Dielman y en News from home). En ambos casos, el efecto es de suspensión. En vez de elegir un cierre que vendría a colocar las cosas en su lugar, los films se abisman y perforan su propio universo en busca de un corredor que desemboque en nuevas asociaciones y permita explorar nuevos sentidos. El relato sobre el rabino y sus descendientes intenta escenificar eso: de generación en generación, lo que se transmite es una continuidad de pérdidas. Pero si es conjunto de agujeros es el único patrimonio que se posee, es porque allí se funda la utopía del cine futuro. En este sentido, los films de Akerman no indican un final abierto sino una empecinada incompletitud.

Akerman_0David Oubiña, Filmología. Ensayos con el cine, Manantial, Buenos Aires, 2000

Chantal Akerman en Tienda Intermedio DVD

tumblr_mnzazzcnF41r3owlzo1_1280(viene de aquí)

Mijaíl Bajtín sostiene que son necesarias “dos conciencias que no coinciden” para que exista un acontecer estético y lo ejemplifica con la sensación que provoca la propia mirada devuelta por el espejo: “En el acontecimiento de la contemplación propia se inmiscuye un segundo participante, otro ficticio, un autor que carece de autorización y fundamentación; yo no estoy solo cuando me veo frente al espejo, estoy poseído por un alma ajena”. Eso es, sin duda, lo que se halla en la base del contrato autobiográfico: un yo que se escribe en primera persona pero que se inscribe en tercera. Allí en donde reina la tautología absoluta del yo no hay acontecimiento estético; es tan imposible –afirma Bajtín– como levantarse uno mismo por el pelo. Esa es, también, la advertencia que se lee al principio de Roland Barthes por Roland Barthes: “Todo esto debe ser considerado como algo dicho por un personaje de novela”. Sin embargo, aun cuando los films de Akerman comparten con la autobiografía esa doble inscripción del yo, parecerían adaptarse mejor a otro tipo de ficción biográfica: el diario íntimo. La autobiografía trabaja sobre la retrospección y la teleología; recupera las experiencias cruciales de una vida y construye con ellas una intencionalidad que, entonces, parecería haber sido siempre clara. A diferencia de la autobiografía, el diario íntimo no adopta la perspectiva del recuerdo sino que consigna los acontecimientos para salvarlos del olvido, suspendiéndolos en un presente continuo: una ficción determinada por los vaivenes cotidianos. Maurice Blanchot escribe: “El diario íntimo, que parece tan desprendido de las formas, tan dócil ante los movimientos de la vida y capaz de todas las libertades, ya que pensamientos, sueños, ficciones, comentarios de sí mismo, acontecimientos importantes, insignificantes, todo le conviene, en el orden y el desorden que se quiera, está sometido a una cláusula de apariencia liviana pero temible: debe respetar el calendario. Este es el pacto que sella”.

El diario íntimo pretende anular el azar, la casualidad, intenta controlar el curso de los acontecimientos a través de la estructura cíclica del hábito. Por eso es el género de la neurosis obsesiva; ese fluir regular, pautado, maniático –en donde el común denominador de un sujeto permite consignar indiscriminadamente las nimiedades y lo extraordinario con la fidelidad de un rito– constituye la estructura narrativa de Jeanne Dielman, Nuit et jour o Les rendez-vous d´Anna, y se hace presente, sobre todo, a través de la voz en off que describe la opresiva cadencia de los días en la primera parte de Je tu il elle. “Primero le escribí tres páginas contándole… Después le escribí seis páginas contándole todo de nuevo”, dice la mujer mientras espera de su amante alguna señal que nunca llega. En L´homme à la valise, esa manía de control resulta patológica: obsesionada por la presencia de su inquilino en la habitación de al lado, la mujer termina espiando su propia casa. Su diario es un registro preciso y malsano de la vida del otro; el cine no es ya un dispositivo voyeurista sino el cuaderno de bitácora que registra el avance de una compulsión paranoica. Como Nicholas Ray y Wim Wenders en Nick´s Movie / Lighning Over Water, como Fellini en Entrevista, como Nani Moretti en Caro Diario, Akerman descubre que el cine es un medio singularmente fértil para ese vértigo obsesivo.

Probablemente la autobiografía sea un género exclusivamente literario: el relato del propio pasado se aviene con la forma escrita del recuerdo. Sylvia Molloy define las autobiografías como “textos que pretenden realizar lo imposible, esto es, narrar la historia de una primera persona que sólo existe en el presente de su enunciación”. Amarcord (Federico Fellini), Fanny y Alexander (Ingmar Bergman), Los cuatrocientos golpes (François Truffaut) son películas autobiográficas que narran episodios inventados aunque estén basados en experiencias de sus realizadores; pero no pretenden –no podrían pretender– ser consideradas autobiografías. La paradoja constitutiva de la autobiografía literaria sólo pasaría al cine como un burdo simulacro: no habría tensión temporal entre un yo que enuncia y un yo pretérito, sino discontinuidad entre sujetos diferentes que simulan una identidad en la enunciación. (En la biografía, esa distancia no necesita disimularse detrás de una supuesta identidad sino que se presenta abiertamente como un punto de vista sobre otro. O en otros términos: narra la historia de una tercera persona. Lo cual explica, en parte, que el cine haya frecuentado ese género). Ese otro de sí mismo que construye el recuerdo debería ser inevitablemente objetivado en otro concreto: un actor que interpreta, que representa, que simula una tensión inexistente con la primera persona que enuncia. Por eso, en el cine, la convención de una primera persona que se narra a sí misma sólo funciona en la enunciación del diario íntimo; no ya como tensión imposible promovida por una memoria deformante, sino como fisuras que lo literal puede abrir entre el hecho presente y su representación.

Los films de Akerman se construyen sobre ese borde en donde la representación casi se confunde con las cosas representadas. El cine confiere una intensidad inesperada a ese desplazamiento entre experiencia y ficción propio del diario íntimo: en el cine, la distancia entre el gesto literal y la actuación tiende a diluirse. Lo que vemos responde a una trabajada puesta en escena, ya se sabe, pero de todos modos es el cuerpo de Akerman el que aparece en la pantalla expuesto hasta la desnudez. Y esto no tiene nada que ver con una supuesta verdad: se ven los films de Chantal Akerman como se lee un diario íntimo, con la misma actitud de fisgón, aun cuando el texto no sólo ha sido escrito para ser leído sino también dejado a la vista para ser encontrado. No debería suponerse que el diario ha hecho votos de sinceridad (ni siquiera, y sobre todo, cuando adopta un tono confesional); en todo caso, no es más sincero que cualquier otra ficción, puesto que se construye con los mismos artificios retóricos. Puede ser franco, incluso brutal, pero nunca es candoroso. Es una opacidad, sólo que ha sido construida con materiales transparentes. Como sucede en el célebre chiste judío que uno de los sketches de Histoires d´Amerique pone en escena: “¿Por qué me mentís?”, dice el hombre desconfiado al viajero que está a punto de partir. “Me decís que vas a Washington para que yo piense que vas a Filadelfia, cuando en realidad vas a Washington”.

(finaliza aquí)

akerman-chantal-01-g-CopieDavid Oubiña, Filmología. Ensayos con el cine, Manantial, Buenos Aires, 2000

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Akerman

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III

¿En qué se parecen un film pornográfico y una home movie? No sólo (o no necesariamente) en la cualidad testimonial del registro sino, ante todo, en su imposibilidad para construir un espectáculo que incluya un núcleo mayor que el de sus participantes. Las experiencias son intransferibles, hablan un lenguaje privado, se resisten a organizarse en una estructura comunicable, a ser reinterpretadas como actividad social. Por eso, si se asiste con comodidad a los encuentros y desencuentros amorosos de Toute une Nuit (como ante las efusiones emocionales del film porno o de la home movie) es porque siempre están en peligro de no ser más que ellos mismos. A pesar de la estilizada puesta en escena, se trata de materiales en bruto: no son microhistorias sino fragmentos que pertenecen a historias ausentes e irreductiblemente ajenas. Sólo hay una sucesión de momentos aislados; pero eso no basta para construir una historia, no alcanza para organizar la experiencia alrededor de un sentido. Son souvenirs, tal como Susan Stewart entiende el término: “Por definición, el souvenir es siempre incompleto. Y esta incompletitud opera en dos niveles. Primero, el objeto es metonímico respecto de la escena de su apropiación original, en el sentido de que es una muestra; segundo, el souvenir debe permanecer empobrecido y parcial de manera que pueda ser completado por un discurso narrativo”.

    El souvenir es una alusión que puede evocar pero nunca recuperar una historia irremediablemente exterior a él mismo. Si eso no pasa con los sketches de Histoires d´Amérique o con las imágenes de D´Est es porque allí la tradición familiar se recorta sobre la historia colectiva (la inmigración judía a Estados Unidos, por un lado, y Europa del Este luego de la caída de los regímenes socialistas, por otro). Justamente por eso son dos films profundamente melancólicos cuyo tema es la memoria: qué se recuerda todavía y qué ya no es posible recordar. Eso es lo que escribe Akerman acerca del origen de D´Est: “Era invierno y yo estaba lejos de casa en una tierra extraña donde ni siquiera podía hablar el idioma. Me sentí un poco perdida sin estarlo realmente, perturbada sin saber por qué, y en un país extranjero que no era del todo extraño. Era un idioma desconocido, sin duda, pero su musicalidad y sus resonancias me parecían tan familiares que había palabras e incluso frases enteras que me venían a la mente, en el medio de la incomprensión, como si yo fuera una amnésica que de pronto empezara a recordar. Y el modo en que la gente vivía, su manera de pensar me resultaban tan familiares. En la mesa encontraba la misma comida que mi madre seguía preparando, incluso después de cincuenta años de vivir en Bélgica”. Y es lo que se escucha en la tercera sala de la instalación Bordering on Fiction: “Voy a mostrar rostros / que en cuanto son aislados de las masas / expresan algo aún intocado / Sin ponerme muy sentimental, / diría que son rostros que se ofrecen a sí mismos / Ocasionalmente borrando el sentimiento de pérdida de un mundo suspendido al borde del abismo”.

    Lo privado sólo accede a la órbita estética cuando es forzado por un gesto impúdico, y ésa es la base común en donde se encuentran el film porno y la home movie. En Akerman hay, ciertamente, mucho de pornográfico (la precisión clínica del detalle, lo explícito de los actos, el tiempo real) y mucho de doméstico (la resistencia de los episodios para inscribirse como ficción, la dificultad para identificar a las personas con personajes, la ausencia de ejemplaridad en sucesos que pertenecen a lo privado). La naturalización del cruce entre ama de casa y mujer pública es, por ejemplo, la instancia fundante en Jeanne Dielman. En News from home, Akerman pone en conexión dos series heterogéneas: una sucesión inmotivada de imágenes de New York y su propia voz en off leyendo con monotonía las cartas que su madre le ha enviado desde Bruselas. Mientras las imágenes muestran vanos exteriores de la ciudad registrados por una mirada impersonal (largos planos fijos de espacios públicos que tienden a prescindir de travellings y panorámicas), la banda de sonido repite los comentarios maternos como una letanía en donde resuenan las variaciones de un mismo relato privado: informes del estado de salud, quejas por la falta de respuesta, chismes familiares, envíos semanales de dinero, declaraciones de afecto demandante (“en tu carta no decís cuándo volvés”, “vivo al ritmo de tus cartas”, “sólo queremos verte feliz”). El anonimato de las imágenes subraya la impertinencia de esa lectura que hace público un diálogo íntimo. Akerman es obscena, y esa falta de recato es la condición de posibilidad en la mayoría de sus films: no sólo las cartas de la madre (en News from home), sino también el recurrente protagonismo de la realizadora (en Saute ma ville, Je tu il elle, La chambre 2, Les années 80 o Lettre de cinéaste) y la utilización de su propio departamento (en Les rendez-vous d´Anna o L´homme á la valise, donde las tramas se insinúan como una leve ficcionalización sobre la vida privada de Akerman).

“La preocupación central de mis films es la resolución cinemática de mi vida emocional”, ha dicho. ¿Acaso representar es exhibir? Al menos eso parece indicar la larga escena de amor entre las dos mujeres, al final de Je tu il elle: de pronto la ficción adquiere una estilizada materialidad, apoyada tanto en la distancia del plano medio y la duración extendida como en la amplificación del sonido y la violencia de los cuerpos. Es preciso ver allí –simultáneamente– al personaje, a la actriz y a la realizadora. No la realizadora interpretando al personaje (digamos: en la piel del personaje), sino la realizadora más la intérprete más el personaje. Se trata de Akerman y de su propio cuerpo desnudo, una presencia hiperbólica que sólo puede ser asimilada contradictoriamente por la ficción: la literalidad de la representación impugna aquí todo realismo. Lo extradiegético no es una función construida en el interior del relato sino que ingresa como una materialidad previa. Como si los componentes de la escena no acabaran de diluirse y la mezcla dejara ver las vetas de sus diferentes procedencias.

De manera tensionada, entonces, la cineasta hace de sí misma un personaje de ficción, pero sólo a condición de acentuar la realidad de su presencia en la pantalla. Un mismo cuerpo debe ser leído en diferentes registros. Esta contradicción, que es el elemento fundante de la obra de Akerman, encuentra su formulación paradigmática en la escena inicial de ese autorretrato que es Lettre de cinéaste: Aurore Clément, que ya había interpretado a una directora de cine (en Les rendez-vous d´Anna), aparece ahora como un doble explícito, remedando las acciones y los gestos de la propia Akerman. La sucesión de ambas en la pantalla produce el efecto de un fuera de sincro entre dos capas visuales que deberían yuxtaponerse para obtener una imagen. Akerman explora todas las posibilidades de esa fricción que surge al confrontar los diferentes niveles de registros que componen una imagen. En Un jour Pina m´a demandé, uno de los intérpretes de la compañía de Pina Bausch hace playback sobre una grabación de “The man I love”; pero, en lugar de simular una vocalización, el hombre acompaña el tema en el lenguaje de los sordomudos. Al cabo de unos instantes, se tiene la sensación de que es posible escuchar la melodía en el cadencioso movimiento de sus manos; es decir, se desarrolla un oído visual que desnaturaliza la relación entre la voz y el cuerpo, entre la expresión y el sentido. Todo Les années 80 se articula sobre una contigüidad profunda entre las categorías de doblaje y de desdoblamiento. Es un work in progress que funciona como ensayo de Golden Eighties / Window Shopping, un musical que Akerman rodaría posteriormente. El film acumula las variantes y los experimentos previos a las decisiones que darán forma a una historia: una frase ensayada en todas las entonaciones posibles, un mismo personaje jugado por diversos actores, las diferentes retomas durante la grabación de un tema musical, una misma escena en donde la realizadora interpreta alternativamente todos los roles para indicar cómo deberían verse. Pero Les années 80 no pertenece a la categoría de los pilotos o de los makings porque no intenta mostrar cómo se ha conseguido una escena o cómo es la maqueta de un film futuro; en todo caso, parece más interesado en perseverar sobre el momento de la preparación de un film: allí donde los componentes no son todavía más que ensayos combinatorios, cuando las voces, los gestos, los cuerpos y los roles no se hallan ajustados, cuando todavía no cabe la certeza de que un personaje no podría haber sido interpretado por otro actor o que una réplica no podría haber sido dicha en otro tono.

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tumblr_mb6zrqtUqt1rv2grvo1_500David Oubiña, Filmología. Ensayos con el cine, Manantial, Buenos Aires, 2000

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03

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II

    Tradicionalmente la actividad del espectador ha sido moldeada sobre la presunción de que algo sucederá en la pantalla: la irrupción periódica de sucesos significativos (eso que los manuales de guión denominan plot points) empuja la trama hacia delante, articulando los elementos dramáticos en un desarrollo que permanentemente renueva su interés. En los films de Akerman, en cambio, el intervalo de la espera es una meseta yerma, prolongada de manera indefinida. Así por ejemplo, la voz en off de Julie, en Je tu il elle, que imagina reclamos a su interlocutor ausente: “Esperé que todo terminara o que algo sucediera… que yo creyera en Dios o que me mandaras guantes para salir al frío”. Esperar que pase algo sabiendo que nada va a pasar. Y seguir esperando. En esa postergación del acontecimiento, cualquier transformación adopta la forma de una interrupción, una ruptura o una explosión. De hecho, en Saute ma ville –el primer cortometraje de la realizadora–, es literalmente una explosión de gas la que permite arribar al final, luego de que la adolescente ha limpiado y ensuciado (ha limpiado ensuciando) todo en la cocina. El caos y el orden se superponen sin que medien nexos causales. O como en Je tu il elle, donde la mujer se desviste para cubrirse con esas mismas ropas o tacha la interminable carta a su amante y luego sucumbe al impulso de clavar las páginas al piso. El gesto tiene dos caras, de exceso y de rarefacción, pero siempre es compulsivo. Idéntico valor tiene la irrupción violenta y silenciosa del asesinato en Jeanne Dielman: nada hacía preverlo. Había muchos datos o había muy pocos. Jeanne comete el crimen con la misma actitud desapasionada con que ha llevado a cabo las tareas de la casa. Ninguna causalidad progresiva: pelar papas, ejercer la prostitución y asesinar son actos nivelados en una misma serie. Privadas de la organización jerárquica de un relato convencional, las imágenes resultan demasiado importantes o demasiado insignificantes. Pero nunca son imágenes plácidas, plenas, satisfechas.

Podría pensarse que la obra de Chantal Akerman demuestra cómo –incluso en los casos más extremos– la narración subsiste, cómo sobrevive aun luego de ser sometida a un planteamiento radical de las peripecias. Sin embargo, también podría pensarse que sus films redefinen completamente la noción de relato: una acumulación de situaciones carente de teleología que se resiste a encadenar las imágenes dentro de una historia (en Hotel Monterrey, News from home, D´Est, Histoires d´Amerique o Toute une Nuit); o bien una estructura de melodrama a tal punto desdramatizada que la sucesión de situaciones triviales revela una causalidad absurda cuando irrumpe el desenlace (en Saute ma ville, Nuit et jour, Je tu il elle o Jeanne Dielman). Organizados sobre un encierro angustiante o sobre una dispersión insoluble, se trata de films cuya progresión no viene dada por la expectativa ante un giro de los acontecimientos sino, justamente, por su capacidad para predecir las repeticiones. En vez de la sorpresa, es la anticipación lo que sostiene la trama: intuir un gesto, saber que sucederá y comprobar que ha tenido lugar. Akerman descubre una dramaturgia de lo previsible: una situación discreta, de muy leve intensidad, cuya estructura se determina a partir de pequeñas variaciones.

Apoyándose en el concepto de schemata (esquemas mentales de saberes, a partir de los cuales el espectador construye hipótesis percepctivas con las que decodifica los sucesos del film en un proceso de ensayo y error), David Bordwell intenta sistematizar los modos en que la narración cinematográfica produce sentidos. Así, el problema de la comprensión se dirime entre la satisfacción o la decepción de expectativas: comprender una narración es poder asignarle alguna coherencia. Pero este enfoque presupone cierta naturalización de formas canónicas a partir de las cuales toda diferencia debería analizarse como desvío. En su dispersión, en su insignificancia, en su ausencia de teleología, los films de Akerman desafían ese supuesto sobre el que parecen articularse otras narraciones más convencionales. Lo que los hace funcionar es un motor diferente al de la mayoría de los films (documentales o argumentales). Porque estas películas se enfrentan al dilema de casi no ser películas, siempre a un paso de ese umbral en el que ya no se justificaría que sean filmadas. Y esto se debe tanto al tipo de materiales a los que recurre como al tratamiento que los informa. En una conversación entre Julie y Jack, Nuit et jour explicita los fundamentos de esa poética:

– En los libros las personas se casan y viven felices y tienen muchos hijos. Ese es el final de la historia.

– Si está al final, es algo hacia donde uno se dirige.

– Y nosotros nos vamos hacia ahí.

– Puesto que seguimos acá.

– Sin embargo podríamos ir a alguna parte.

– ¿Pero adónde?

– Lo sabremos al final de la historia.

– Pero no tenemos ninguna historia. ¿No se dice acaso que un amor feliz carece de historia?

– Sí, es cierto.

– Entonces no tenemos ninguna historia.

– Sí, tenemos una; pero es una historia poco agitada.

Quizás el cine de Akerman consiste en relatos poco agitados. Habría que decir que con eso no se puede hacer una película y, ciertamente, el cine de Akerman es el cine que no puede (no debería) hacerse. La pregunta es: ¿hay ahí un objeto narrable? Al igual que en los textos de George Perec, la preocupación de Akerman radica en cómo interrogar a lo “infraordinario”, cómo describirlo, cómo hacerlo hablar. El desarrollo de un film como Jeanne Dielman trae a la memoria el sueño de Cesare Zavattini: filmar noventa minutos de la vida de una persona en su pura cotidianidad. Sin embargo, en el ideal neorrealista de un film sin argumento, la representación todavía se apoya en la identificación con el héroe (si carácter ejemplar), en cierta finalidad de la narración y, por lo tanto, en su capacidad para revelar una totalidad social. En todo caso, la originalidad del neorrealismo (lo que Deleuze denomina el ascenso de situaciones ópticas y sonoras puras por oposición a las sensaciones sensoriomotrices del realismo tradicional) consiste en el reconocimiento de una fuerte carga significativa en los objetos y en los medios, que dejan de ser funcionales a una determinada acción. La estética de Akerman se acerca más al gesto excesivo e indolente de Andy Warhol: apoyándose en lo literal, los personajes se niegan a la ejemplaridad, las acciones rechazan la sinécdoque y la representación se vacía de todo fin. Es lo que Didi-Huberman llama un objeto tautológico: un volumen sin síntomas y sin latencias.  Eso no quiere decir que en el cine de Akerman no ocurra nada (nada es lo que sucede en los films de Andy Warhol, en Empire o en Sleep, donde la acción dramática ha sido eliminada por completo). No es que no pase nada, no es que no haya nada para ver. Al contrario: hay demasiada información en films como Hotel Monterrey o News from home. La cámara se instala en un vagón de subterráneo o en el ascensor de un hotel para registrar un recorrido en su totalidad. Las puertas se abren y se cierran; un piso, una estación; gente que sube y que baja; alguien mira la cámara sorprendido e intimidado; la cámara viaja, avanza en línea recta o va y viene entre los pisos; las puertas se abren y se cierran; a veces no sube ni baja nadie; a veces sólo las puertas que se abren y se cierran. Eso es todo, pero es demasiado. La cámara fija y el plano extendido proporcionan más información que la necesaria para leer esa imagen. Ese exceso de visibilidad, allí donde lo familiar nunca deriva en lo excepcional, termina por proyectar los detalles hacia el centro de la escena, nivelándolos en una pura superficie difícil de procesar.

Si el cine de Akerman es hiperrealista, es porque instala la imagen en un punto donde resulta imposible decidir entre lo sustancial y el detalle, entre lo concreto y lo abstracto, entre lo literal y lo simbólico, entre lo real y la representación. Ivone Margulies rastrea minuciosamente esa oscilación en los dos linajes de la cineasta durante los años 60 y 70: el structural film, el minimalismo y el hiperrealismo del cine experimental americano (Andy Warhol, Michael Snow) y el antinaturalismo del cine europeo moderno (Eric Rohmer, Robert Bresson, Carl Dreyer). Dice Akerman: <<Cuando se observa una imagen, un segundo basta para obtener la información: “eso es un pasillo”. Pero luego de un rato uno se olvida de que es un pasillo y sólo ve que es rojo, amarillo, líneas. Y entonces regresa como pasillo>>. El sentido es relacional; surge de la capacidad para reconocer lo iterativo en diferentes ocurrencias aisladas, más allá de lo contingente. En los films de Akerman, las cosas y las personas manifiestan una imperturbable resistencia a abandonar su singularidad concreta e inscribirse en una estructura que las resignifique en un nivel simbólico. La realizadora ha dicho que su estilo documental bordea la ficción; de la misma manera, podría decirse que sus ficciones derrapan desde el registro documental. Aunque sin duda hay más que eso. En un documental o en un film de ficción documentales, las cosas suceden independientemente de la presencia de la cámara o bien son puestas en escena para ella, pero siempre porque significan algo. Tienen un valor ejemplar. A veces, en los films de Akerman, no es posible esa certeza. La connotación es aquí una violencia, un forzamiento: más que una segunda dimensión de la imagen, impone una decisión entre dos tipos de imagen que se impugnan mutuamente. Por lo tanto no se trata de una dudosa diferencia entre ficción y no ficción, sino de la frontera entre lo filmable u aquello que no merecería (que no debería) ser filmado.

(continúa aquí)

chantalDavid Oubiña, Filmología. Ensayos con el cine, Manantial, Buenos Aires, 2000

chantal-akerman-L-6LbEjCA Jorge Macchi

Cierta vez, un amigo me dijo: Chantal, siempre hacés films demasiado largos, siempre hacés films demasiado largos, siempre hacés films demasiado largos.

Chantal Akerman

I

    Hay un momento en Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, un prisma a través del cual puede refractarse toda la obra de la cineasta belga Chantal Akerman.

El film, que dura 200 minutos, describe morosamente tres días en la vida de un ama de casa viuda que ejerce la prostitución. Por su tema, podría haber sido un perfecto melodrama; pero aunque Akerman se apoya sobre esa matriz, desmonta las estructuras del género: no hay sacrificios inconfesables, ni personajes mortificados por culpas secretas, ni historias regidas por los designios de una fatalidad funesta, ni pasiones desenfrenadas que desafíen las convenciones sociales. El tópico de una felicidad inalcanzable no pertenece al horizonte de este personaje que ha fijado sus emociones en un grado cero. Jeanne nunca está alegre ni triste. Realiza todas sus tareas aplicadamente, con precisión y prolijidad. Con automatizada naturalidad, como si fuera un personaje de Bresson. Es fácil acostumbrarse al orden de Jeanne: se siente una molicie agradable al acompañar sus movimientos, abandonándose a la inercia de su coreografía cotidiana. El film describe literalmente las tareas diarias de la mujer: cuando ordena la casa o pela papas o lava los platos, la cámara muestra las acciones completas en tiempo real. Las situaciones no evolucionan, simplemente se relevan. Y las relaciones sexuales (recibe un cliente por día, antes de que su hijo vuelva del colegio para la cena) no están al margen de esa rutina doméstica; su vínculo con los hombres es completamente aséptico: ninguna sordidez, ninguna lujuria. Pero dentro de un film que opera a partir de los tiempos muertos y que exhibe una textura homogénea, resulta llamativo que el momento de la relación sexual sea elidido en las dos primeras jornadas. Significativamente, en lugar de eliminar un excedente de acción y suturar el corte de manera que se perciba un continuo en transformación, la elipsis hace evidente la falta: Jeanne entra a su habitación con el hombre, la puerta se cierra y un cambio brusco en la iluminación del pasillo señala el paso del tiempo. La cámara no muestra lo que sucede en la habitación, pero tampoco lo disimula. Más bien prefiere conservarlo como un hueco que irrumpe de manera brutal en el flujo continuo del relato.

El segundo día copia al primero. Sin condensar, sin sugerir de manera abstracta la repetición, todas las acciones vuelven a ocurrir. Luego de la relación sexual, Jeanne cobra por sus servicios y despide al hombre en la puerta del departamento. No hay rastros de sexo, no más que el día anterior. Ninguna diferencia. Excepto, quizás, porque ella está levemente despeinada. En realidad es sólo un mechón de cabellos fuera de lugar. Un dato insignificante, una variación mínima que pasa inadvertida. O no tanto: poco después, durante la cena, su hijo Sylvain notará que está despeinada y ella dirá por toda respuesta: “Se me quemaron las papas”. (Lo curioso es que no ha atinado en ningún momento a arreglarse el cabello, ni siquiera luego del comentario). Entonces comprobamos que ya lo sabíamos, que lo supimos todo el tiempo. Sólo que, como no encajaba en la maquinaria cotidiana de la mujer, no podíamos leerlo. El detalle estuvo siempre presente, asordinado por su extrema visibilidad, ostensible y discreto a la vez. Como si una lupa imaginaria permitiera observarlo nítidamente aunque sin subrayarlo. Es un momento ínfimo pero resulta clave, no sólo para el film sino para toda la obra de Akerman: ese mechón de cabello es un pequeño Aleph, casi invisible, que sin embargo contiene una infinita, intolerable visibilidad.

Lo cierto es que, a partir de ese leve rastro (ni siquiera es posible llamarlo un indicio), todo parece salirse de sincro. Efectivamente, las papas se quemaron y, como no había más en la casa, Jeanne tuvo que salir a comprar más, con lo cual la cena se retrasó. Los mismos gestos del día anterior han perdido consistencia. “¿Te lavaste las manos?”, le ha dicho a Sylvain, como siempre, antes de sentarse a comer. Pero está desconcentrada, ya no hay convicción en la pregunta. Lo que hasta el día anterior formaba parte de un código, ahora es sólo una fórmula absurda y despoblada. En las mismas actitudes se ha instalado el desajuste, la diferencia, la alteración (incluso en el sentido de una alteración nerviosa, porque ha perdido el control). Imperceptiblemente, una mínima desviación produce una reacción en cadena y convierte el tercer día en una catástrofe. Así como el ojo se adapta para ver en la oscuridad, así también, acostumbrados a los ritmos opacos de Jeanne Dielman, aprendemos a advertir en los pequeños matices diferencias categoriales. El film mantiene cierta calma engañosa, sin abandonar nunca el medio tono, pero una tensión contenida enerva los movimientos. La mujer le pasa pomada a un zapato, lo cepilla y luego empieza con el otro; pero no era ése el orden, debía embetunar primero los dos zapatos y después cepillarlos. Entra en la habitación y se olvida de encender la luz. Lava los platos y se olvida de enjuagar uno. Un cubierto se le cae al piso y tiene que lavarlo de nuevo. Vierte agua dentro del filtro del café, espera, vierte más. El lento goteo del líquido es un metrónomo exasperante. Otro chorro de agua. El café tiene un gusto raro. Lo tira. Vuelve a servirse. Pero ahora le pondrá azúcar: revuelve los terrones de la azucarera y elige dos; coloca uno al lado del otro sobre la mesa, midiéndolos como para comprobar que son iguales, que siguen siendo iguales.  Revuelve el café y bebe. Pero sigue teniendo un gusto extraño. Entonces lo tira, y tira también lo que quedaba en el termo. Habrá que moler café otra vez.

No sucede mucho más: llega el nuevo cliente, Jeanne lo recibe, tienen relaciones y, con la misma naturalidad con que se abotona la pollera, como si el movimiento formara parte del acto de vestirse, toma un par de tijeras y lo mata. La mujer va hacia el comedor, se sienta y permanece impasible, con la mirada perdida, en un largo plano fijo de siete minutos, hasta que el film se decide a terminar.

(continúa aquí)

lim_spanDavid Oubiña, Filmología. Ensayos con el cine, Manantial, Buenos Aires, 2000.

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