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¿Qué sabemos hoy de Grecia…? ¿Qué sabemos de los pies ágiles de Atalanta… de los discursos de Pericles… en qué pensaba Timón de Atenas cuando trepaba al foro…? ¿Y ese estudiante espartano cuando un zorro le comía las tripas? Ampliemos el debate… ¿Qué sabemos de nosotros mismos, aparte que es allí donde nacimos hace miles de años? ¿Qué sabemos pues de ese momento soberbio en el que algunos hombres, cómo decirlo, en vez de atraer el mundo hacia ellos como un Darío o un Gengis Khan cualquiera, se sintieron solidarios con él, solidarios de la luz no enviada por los dioses sino reflejada en ellos, solidarios del sol, solidarios del mar…?

De aquel instante a la vez decisivo y natural, la película de Jean-Daniel Pollet nos da, si no el ajuar completo, al menos las claves más importantes… Las más frágiles también… En esa banal serie de imágenes en 16 sobre las que sopla el extraordinario espíritu del 70, de nosotros depende saber encontrar el espacio que sólo el cine sabe transformar en tiempo perdido… O más bien lo contrario… Pues he aquí planos lisos y redondos abandonados en la pantalla como piedras en la orilla… Después, como una ola, cada empalme viene a imprimir y a borrar en ellos la palabra «recuerdo», la palabra «felicidad», la palabra «mujer», la palabra «cielo»… La muerte también, ya que Pollet, más valiente que Orfeo, se ha vuelto varias veces hacia aquella Angel Face en el hospital de no sé que Damas…

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Traducción: Manuel Asín

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Al principio, claro, fue una novela.

Que una adecuación inspirada supo transformar en cine de una excepcional singularidad.

No nos vino a la cabeza el recuerdo de haber podido leer comentarios, apreciaciones o análisis a propósito de esta obra. Era sin duda que podía pasar sin comentario, que no lo necesitaba.

No porque estuviera como encerrada en una torre inaccesible, sino porque por el contrario estaba expuesta como el corazón de una diana. Se trataba de una búsqueda que constituía ella misma el encuentro.

Al contrario que en Trois ponts sur la rivière, donde la búsqueda llevaba a una relativa decepción vivida como apacible fatalidad, seguramente dando cuenta además de un sufrimiento, aquí queda claro desde el principio que el objeto codiciado en realidad no se va a encontrar.

Es la búsqueda misma, que prodiga sus encuentros, lo que constituye la existencia.

Incluso si es persiguiendo a alguien que ya no es a quien uno se parece dirigir.

Y que ese alguien haya dejado huellas o no por la escritura no tiene importancia.

Lo esencial es lo que se ve.

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Se ven libros, personajes en torno a esos libros: leyéndolos, hojeándolos, intercambiándolos, buscándolos. Se ven recorridos, desplazamientos. Soledades pobladas por el objeto de esa búsqueda que se convierte en el tema [sujet] en la medida en que permite a su protagonista encajar en su función de sujeto.

En medio del fragor del mundo, ese recorrido se da con calma, suavidad y firmeza, sobre la piedra de las ciudades o sobre el mar con su cielo, sobre el cuerpo y el rostro de una de una mujer atenta.

Se ve el sol, la lluvia, el frío y el calor, elementos importantes aprehendidos a la manera de una primera vez.

La luz es delicada, humildemente suntuosa en sus precisos encuadres. La actriz que presta su persona al hilo conductor lo hace con medida y justeza.

Graciosa, mirada como nunca antes, con amor y respeto.

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(Anne-Marie Miéville, Images en parole, Tours, Ed. Farrago, 2002)

Traducción: Manuel Asín

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La revista francesa Vertigo. Revue de cinéma presta atención, en su número 47 (a la venta el 21 de noviembre), a la relación entre cine y política. En él se publicará un largo ensayo sobre Dos metros de esta tierra (Two Meters of This Land) escrito por Jean-Pierre Rehm (director artístico del FIDMarseille) y titulado Quelle place (le cinéma) ? — notes sur Deux mètres de cette terre (Two Meters of This Land, 2012) d’Ahmed Natche. A continuación traducimos un fragmento donde se analiza la primera secuencia de esta película que Intermedio ha distribuido en salas españolas.

Fotografías en blanco y negro, en su mayoría de niños o adolescentes palestinos; muchachos y muchachas posando ante la cámara con uniformes militares, armados de kalachnikov, de pie, con una rama de olivo en la mano; claros emblemas de la juventud partisana alistada por la causa. Mientras, en off, se escucha un diálogo entre un hombre y una mujer. Más que ofrecer un comentario, estas dos voces conversan al tiempo que miran juntos las imágenes […]. Un hombre y una mujer —un palestino y una francesa— que hablan en Inglés, lengua extranjera para ambos, cruzando y compartiendo sus puntos de vista en un diálogo acerca de las imágenes de jóvenes tomadas cuarenta años atrás. Situada antes del título y los títulos de crédito —génesis, de este modo, anterior a los créditos en una película que tiene como marco un festival de música— esta obertura debe ser entendida en su sentido musical, operístico, como una declaración de «temas» —aquí fílmicos— por venir. ¿Qué es lo que esta ofrece? Ver: imágenes del pasado; escuchar: las voces del presente. El pasado es visible, incluso llena toda la pantalla, pero mudo; el presente es invisible, pero audible, puntuado por sugerencias y los silencios. Por otro lado, las imágenes (el pasado) presenta a niños, mientras que el sonido (el presente) sugiere una pareja de adultos. El sonido trata de entender (de hacer hablar) las imágenes, como unos padres intentarían, indecisos, captar el lenguaje inarticulado de sus hijos. Se entenderá, aunque la reversión no deja de ser sorprendente, que el presente no es vástago del pasado; al contrario, se encuentra en la posición de padre, o, por lo menos, de responsabilidad paterna. Por otro lado, si esta reversión puede parecer incongruente, la voz masculina (Raouf) lo precisa: «Creo que [Arafat] jugaba el papel de padre para los refugiados palestinos». Padre del pueblo palestino, la fórmula es conocida, pero también padre —metáfora al cuadrado— de estos niños, que ven al líder de dos maneras: aclamado en medio del grupo o abrazándoles. Consideremos el alcance de esta formulación —jugar el papel de padre— en la ida y vuelta entre ficción y documental que va a proseguir en la película. En este juego de roles, por tanto, habrá que inventar un ahora […] a través de otras filiaciones. En otras palabras, las imágenes de archivo están aún por venir; son todavía una infancia muda y huérfana.

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Marzo, 1983. Moscú. Dos paseos por la capital soviética y por el reino de las imágenes petrificadas.

El taxista, que va como una cuba, me miente descaradamente. Al final de la calle Arbat, un poco antes del puente que da una zancada sobre el Moskowa congelado, claro que existe una calle Smolianskaia. Pese al frío y al miedo vago de derrapar trágicamente sobre la acera helada, encuentro el número 10, puerta 6 (entrada por detrás) y el apartamento 160. Llego tarde.

Tengo una cita en un apartamento de dos habitaciones más cocina. Voy a casa de un vivo y a casa de un muerto. El vivo guarda piadosa memoria del muerto: su recuerdo lo mantiene caliente. El estudio no es en realidad un museo. Demasiado pequeño. Demasiadas piezas desperdigadas (en la Biblioteca Lenin, en el Museo Pushkin, en el Instituto del Cine). Es, sencillamente, un gabinete: «el gabinete Eisenstein». Para guardarlo, un único conservador-portero-historiador-cocinero-okupa: Naum Kleiman. Es con él, con el vivo, con quien tengo una cita.

Eisenstein murió en 1948. Junto a su mujer, Pera Atacheva, ocupaba el apartamento 160. Por lo tanto, guardó allí muchos libros y no pocos muebles. Sin contar los recuerdos. La mesa comprada por su madre en Riga, hoy cubierta de un mantel de hule; las sillas entre las cuales esa, más que desgangillada, sobre la quel me desplomaré enseguida (primero en sentido figurado y luego literal); una Chippendale; un Mickey original dedicado por Walt Disney; estampas japonesas; un diván ucranio; una alfombra campesina, mexicana.

El gabinete está abierto a los grupos que pidan visitarlo, a los curiosos, a los especialistas en la «gran aventura del cine soviético». En cuanto a los cineastas soviéticos, no lo visitan jamás (en general, detestan a Eisenstein). Ausente de los programas del Intourist, menos concurrido que el Bolshoi, sin mención en las guías turísticas, el gabinete es uno de los pocos lugares moscovitas en los que no hay que hacer cola.

Es verdaderamente un apartamento de dos habitaciones más cocina. Las ventanas dan al discreto barullo de la calle Smolianskiaia nevada. La cocina tiene nevera y la nevera tiene provisiones. La primera habitación está reservada a los libros «sobre» Eisenstein y la segunda está tapizada con los copiosos restos de su biblioteca. Ni que decir tiene que no envidia nada a la de Babel y que a Borges no le hubiera disgustado. Eisenstein no se contentaba con tener una teoría del montaje: todo era para él montaje, sobre todo los estantes de su biblioteca. Tanto que a la muerte de Pera Atacheva, Kleiman (que lleva seis años trabajando en la Filmoteca de Moscú) no sólo heredó libros raros (en al menos cuatro lenguas, con los márgenes llenos de anotaciones) sino que heredó un misterio: ¿en qué orden estaban alineados, es decir, montados?

Se logró reconstruir el orden de una repisa. Y era un orden nada triste, por cierto. Una junto a otra, la Santa Biblia y los escritos de Stanislavski sobre el teatro, esa biblia bis. Y a pocos centímetros de tal acoplamiento irónico, Des grâces d’oraison, traité de theologie mystique, del R. P. Auguste Poulain (Beauchesne, 1931) seguido inmediatamente de una edición rara de Manresa, ou les exercises espirituels de St-Ignace mis a la portée de tous les fidèles dans une exposition neuve et facile (Beauchesne, 1911). Un centímetro más a la izquierda y encontramos Inmigration of Birds, de M. A. Menzbir (1934) y los Writings on Theater de Diderot (Cambridge, 1936), seguidos de una edición rusa de la Paradoja del comediante. Los libros no están dispuestos al azar: para Eisenstein, eso que modestamente llamamos «dirección de actores» pasaba por los remedios místicos, las técnicas del actor y la puesta en escena «instintiva» de las aves migratorias. Enfrente, en otra estantería, descansan los «grandes anormales»: el Memorial de Santa Elena en una Pléiade de la época, una edición alemana de las Memorias del duque de Saint Simon.

El tiempo pasaba y nos entró hambre. Naum Kleiman propuso picar en la cocina cosas muy sencillas y muy rusas: pirojki mojados en un vodka nuevo en el mercado, Limmonaya, con sabor a limón. El gabinete se convirtió así en el último bar abierto en el que discutir. Y de qué discutir sino de la paradoja de que Eisenstein (y no digamos Vertov, aún peor parado) se haya convertido, en la URSS también, en un fenómeno de cine-club. Kleiman acaba de regresar de Siberia donde ha mostrado algunas películas. Suena el teléfono: le proponen ir a Kazan con un Mabuse mudo bajo el brazo.

Es así, piensa él, como una nueva generación volverá a descubrir a Eisenstein, el teórico, el hombre de teatro, el psicólogo, el dibujante. Kleiman cuenta con el paso del tiempo y el paso del tiempo cuenta para Eisenstein. En Berlín, unos días antes, en el castillo de Charlottenburg, me encontré con Tom Luddy, encargado de los asuntos estéticos y diplomáticos de Coppola. Tom me habló menos de la venta de los estudios Zoetrope que del último proyecto de su jefe: un «todo Eisenstein», en un cofre de cintas de VHS, reconstruido a partir de los negativos de Moscú. Las autoridades soviéticas no han dicho por ahora niet ni da. Kleiman espera. Tom espera. Un solo temor: que Coppola remonte Que viva México.

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Traducción: Manuel Asín

El 27 de octubre de 2014 todo el equipo de especialistas que trabajan en el Museo Nacional del Cine (conservadores, archivistas y especialistas de programación de cine) –22 personas– dirigieron una carta al ministro de cultura de la Federación Rusa, Vladimir Médinski, en la que declaraban la dimisión del equipo completo a causa de la imposibilidad de continuar el trabajo bajo la nueva dirección del museo. Ese mismo día, cada miembro del equipo dirigió al nuevo director su carta de dimisión.

He aquí el contexto de esta decisión dramática.

El 1 de julio de 2014, el ministro de cultura de la Federación Rusa, Valdimir Médinski, decidió no prolongar el contrato de Naoum Kleiman, uno de los fundadores del Museo del Cine de Moscú y su director durante 25 años. Otra persona fue nombrada en el puesto del director del Museo, sin concurso ni período de prueba: la Sra. Larissa Solonitsyna, redactora jefe del diario Sk Novosti, órgano de la prensa de la Unión de Cineastas en Rusia.

Naoum Kleiman, transferido al puesto –especialmente creado para la ocasión– de presidente del Museo, celebró en principio la llegada de la nueva directora, joven y, según le pareció, dinámica, además de historiadora del cine de formación. Sin embargo, después de tres meses de trabajo en común (pese a la buena disposición de los trabajadores del museo, pese a los intentos constantes de inciar a la nueva dirigente en las tareas del museo y en sus tradiciones mantenidas a lo largo de 25 años), todo el equipo de especialistas que trabajaban en el museo se vieron conducidos a tener que expresar su oposición a Larissa Solonitsyna. El 14 de octubre de 2014, remitimos una declaración inequívoca a este respecto al Sr. Mijaíl Bryzgalov, Director del Departamento del patrimonio cultural en el Ministerio de Cultura, así como al Sr. Vladimir Tolstoi, Consejero del Presidente de Rusia.

La desconfianza del equipo aumentaba a medida que se manifestaba la falta de competencia así como el autoritarismo del estilo de gestión de la nueva directora. La falta de transparencia en la toma de decisiones iba de la mano de su rechazo obstinado en tener en cuenta la opinión del equipo. Sin la menor experiencia de trabajo en un museo, sin haberse familiarizado con nuestras colecciones y con el método de agrupación y clasificación, la directora se permitió en repetidas ocasiones manifestar dudas injustificadas e insultantes respecto al carácter científico de nuestro trabajo.

Bajo el pretexto de “poner orden”, la Sra. Solonitsyna tomó la inicativa de cesar a los empleados que juzgaba indeseables, sin presentar motivos de orden profesional y proponiéndoles que abandonaran el puesto “por motivos personales”. Se tomaron medidas disciplinarias de manera selectiva, con la intención evidente de dividir al equipo. Por fin, quedó claro para nosotros que todos los esfuerzos de la nueva dirección buscaban comprometer la actividad precedente del museo.

Hasta ahora nadie había negado o puesto en entredicho los esfuerzos en el cumplimiento de la misión del Museo del Cine: misión para la que fue creado y que se refleja en su concepción y en su estatuto. Para sus especialistas, que abarcan tres generaciones, el museo no es sólo un empleo: es nuestra vocación y la obra de nuestra vida.

Resultado de la “actividad” de la nueva dirección, trabajar con eficacia ha pasado a ser imposible. Es asimismo insoportable permanecer en esta atmósfera de hostilidad, de sospechas insultantes y de falta de respeto. El funcionamiento del Museo está paralizado, las cuestiones corrientes ya no se atienden y los socios habituales rechazan continuar con la colaboración. No se presta atención al equipo de especialistas. Además, el Ministerio envió un abogado para que ayudara a la nueva directora (no se nos explicó el objetivo de su “trabajo con los documentos” y nadie lo presentó al equipo), pero hace poco hemos sabido que se trata de un especialista en “liquidación de empresas”.

Hemos comprendido pues por fin que se prepara el cierre del Museo.

Es en estas condiciones fue en las que declaramos la imposibilidad de trabajar con Larissa Solonitsyna como directora, e informamos de que todo el equipo de especialistas cualificados del Museo del Cine se veía forzado, en señal de protesta, a presentar su dimisión: renunciábamos así a este trabajo que amamos tanto. Nuestra carta al Ministro Médinski se envió el 27 de octubre. El mismo día, en respuesta, la directora comenzó a cesar empleados. Entre los primeros cinco ceses, Naoum Kleiman. La directora intentaba hacer que los otros empleados rectificaran y retiraran su propuesta de dimisión, pero nadie cedió. Al final de la jornada, el Ministerio de Cultura, a través de la agencia Interfax, difundió un texto que se refería a ciertas llamadas “infracciones”, incluyendo alguna financieras, en la actividad del museo; pero por lo que sabemos la reciente inspección ministerial no había constatado esas infracciones en sus conclusiones. Durante la inspección, todas las cuestiones y observaciones de la comisión fueron respondidas, y nuestras explicaciones fueron aceptadas por el Ministerio. ¿Por qué pues difundir a través de la prensa cuestiones que fueron debidamente resueltas? El objetivo es claro: denigrar al anterior director del Museo y a su equipo.

Es la tercera vez en el curso de su historia que el Museo está amenazado de destrucción. Apelamos a aquellos que no son indiferentes al destino de nuestro patrimonio cinematográfico, para que nos ayuden a no tolerar este acto de vandalismo cultural.

Confiamos en la solidaridad de nuestros colegas de los museos y del mundo del cine.

27 de octubre de 2014

Naoum Kleiman, presidente del Muso del cine (cesado)

Maxim Pavlov, director adjunto (cesado)

Kristina Youriéva, conservadora jefe de Colecciones

Anna Koukès, secretaria académica

Eléna Dolgopiat, conservadora de la colección de manuscritos

Marina Rytchalovskaïa, colección de manuscritos

Daria Kroujkova, colección de manuscritos (cesada)

Svetlana Kim, conservadora de la colección de animación

Guéorgui Borodine, archivista (cesado)

Pavel Chvédov, conservador de la colección de diapositivas

Emma Malaïa, conservadora de la colección de memorabilia, aparatos de cine y trajes

Marianna Kouchnérova, conservadora de la colección de fotografías

Alexeï Trémassov, colección de fotografías

Anna Boulgakova, colección de libros (cesada)

Ekatérina Maksimova, colección de artes gráficas y de pintura para el cine

Anastassia Krylova, colección de carteles y materiales promocionales

Véra Roumiantséva, gabinete memorial científico Sergei Eisenstein (cesada)

Artiom Sopine, gabinete memorial científico Sergei Eisenstein (cesada)

Olga Oulybychéva, jefa del departamento de programación de cine

Ivan Oulybychev, colección de películas

Mikhaïl Zraïtchenko, colección de vídeos

Alexeï Artamonov, especialista en relaciones públicas

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Seguramente deberíamos ir siempre al cine de la forma que proponía André Breton en Nadja. Habría que entrar sin premeditación en el ámbito oscuro, con la película empezada, sin conocer de antemano el programa, arrastrados por el azar. Habría que sentarse en la butaca, abandonarse a los sentidos sin prepararlos para la narración consensuada, sin dirigirlos por opiniones ni sinopsis, como quien entra y sale de un lago báltico en invierno. Habría que dejarse llevar por las sensaciones, pues el cine es ante todo sensaciones.

Deberíamos sumergirnos en el proceso de identificación sin culpa, como pura catarsis, y llorar si así lo requiriera la autopurificación. Llorar tanto que no quedaran lágrimas, sin pudor, sin vergüenza de mostrar públicamente lo privado: en el cine, como en el amor, uno siempre está a tientas y solo, aunque esté rodeado de gente.

Sería necesario subvertir la aparente esencia del cine donde hay principios y finales; ir al cine en busca de algo que no fuera la historia que se cuenta. Saber que en el cine, como en la vida, uno siempre acaba por identificarse consigo mismo, nunca con el personaje ni con la trama.

Y habría que salir de repente también, sin esperar a que acabara la película. Deberíamos dejar nuestro asiento cuando la intensidad de las sensaciones doliera casi aún. Habría que levantarse y enfrentar la luz de la calle antes de que los títulos nos devolvieran a la realidad, dejándonos abatidos en el asiento, decepcionados al comprobar que, incluso en el cine, toda historia tiene irremisiblemente su final. Sería preciso marcharse de allí, salir huyendo entre tinieblas antes del desenlace, en el cine como en la vida, para mantener en el recuerdo, quién sabe si para siempre, esa suave sensación de las cosas que, si no llegaron a pasar en realidad, deberían haber sucedido.

Por eso detesto ir con otros al cine. Por eso aborrezco el ritual de las colas, los comentarios en la espera y las hojas de sinopsis con extractos de crítica; y la luz de la sala, siempre áspera, que impone el presente cuando se acaba el cine; y los comentarios intelectuales de los acompañantes; y las películas entretenidas, esas que hacen pasar un buen rato. Por eso considero que escribir sobre cine es un esfuerzo inútil, porque lo importante, las sensaciones, las rememoraciones que despierta, se quedarán siempre desfallecidas en la penumbra, en algún lugar intangible más allá de la pantalla, formando parte de esos fuegos fatuos, de esas sombras chinescas de nuestra melancolía que la luz áspera aniquilará. Se puede analizar una película o hablar de un director, se puede teorizar sobre cine, diseccionar el fenómeno como quien opera a corazón abierto, pero no se puede escribir sobre cierto nivel del cine como no se puede escribir sobre el recuerdo, porque el cine suele ser a menudo una experiencia privada, el territorio del deseo y, por tanto, imposible de expresar con palabras sin dejar de nombrar lo relevante.

Tal vez por eso me fastidia que muchos, al salir de la sala, se sientan en la obligación de decir algo inteligente sobre la película recomendada por algún conocido entendido en la materia. Prefiero ir al cine como aquellos que intuyen lo inútil que resulta hablar de cine más allá de los puros tecnicismos o las asépticas sociología o psicología fílmicas, como los que no esperan que les cuenten una historia —ni siquiera su propia historia real o deseada—, pues el cine, al fin, no cuenta nunca historias, aunque aparente contarlas. El buen cine al menos, no cuenta historias como pensaríamos que una historia debe ser contada.

Y así, un día cualquiera, tropezamos en la calle —por casualidad— con alguien que va deprisa porque llega tarde y, por pura inercia de la conversación, le acompañamos en su carrera y acabamos sentados en una sala oscura a la que decidimos entrar en el último momento, porque hace frío fuera o hace frío dentro. No sabemos qué vamos a ver. Nos sentamos entre tinieblas con la película empezada y se deslizan ante nosotros imágenes perturbadoras por su belleza, en un principio incomprensibles, aunque capaces de alertar las sensaciones, con un peculiar sentido del tiempo y de la narración tan antifílmico en el fondo —antifílmico respecto a lo que nos han dicho que debe ser el cine. Y, probablemente, nos inquietamos un poco en la butaca y no acabamos de entender, durante un buen rato, de qué trata la historia — tan acostumbrados nos tiene el cine a contarnos historias. Podemos hasta llegar a lamentar no haber entrado un poco antes para seguir la narración desde el principio y de este modo comprenderla.

Luego, poco a poco, la historia se va haciendo transparente, aunque sería mejor decir que observamos cómo en esa propuesta de vaivén los principios y los finales son puros accidentes, tal y como siempre pasa con cierto tipo de cine. Resulta de este modo irrelevante no saber de qué ni de quién se habla, porque, como sucede en el cine más contundente —más fílmico al final, el que no cuenta historias como se supone debe ser contada una historia—, sólo se habla de nosotros, de esas sensaciones ambivalentes que no sabríamos nombrar ni compartir, aunque sean tan fuertes que hacen daño. Entonces, frente a esas imágenes de alguien cuyo nombre aún desconocemos, pensamos, como escribió una espectadora de Gorki a Tarkovski después de ver El espejo: no estamos solos.

Invadidos por esta sensación privilegiada, salimos antes de que la sala se ilumine y repetimos el ritual un día tras otro, muchos días, incluso semanas, buscando recuperar la nostalgia, las nostalgias, porque la nostalgia siempre es mucha y diferente. Volvemos tantas veces que conocemos cada plano de memoria, cada luz, cada ruido, cada découpage, cada ángulo, cada frase, y regresamos siempre con el miedo de que el sentimiento dulce y triste ya no siga allí donde lo dejamos la tarde anterior. Por fin, un día cualquiera, siendo conscientes de que no estamos solos, de que alguien nos habla con un lenguaje que entendemos, decidimos aprender el sonido de su nombre, aunque temamos que, como pasa a menudo con lo que más se ama, el conocimiento agote el magnetismo…

VOLVER A LA NOSTALGIA. Por qué atrapa el cine de Tarkovski (Extracto)

Por Estrella de Diego

©1995 Revista de Occidente nº 175 (Dic 95)

El texto completo aquí.

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No son muchas las oportunidades donde podemos conocer el proceso creativo y logístico de una película a través del diario de su propio director. Diario, o blog como es el caso. Un blog cultivado por Ahmad Natche a lo largo de cuatro años donde se nos van revelando las alegrías y dificultades de las distintas fases que supone la producción de una obra cinematográfica tan hermosa como la palestina Dos metros de esta tierra.

El blog de Natche comparte con nosotros, a modo de cuaderno de notas, desde las primeras ideas que hicieron surgir este proyecto, hasta las crónicas por los festivales donde se viene estrenando la película. En medio de ello, las «circunstancias colaterales»: las dificultades que tuvo Natche para poder encontrar una productora española interesada en la película; las circunstancias en que conoció al grupo El Funoun, grupo de debka o baile folclórico palestino, cuyos integrantes aparecen luego en la película haciendo de ellos mismos; la manera de trabajar con actores no profesionales; el recuerdo de la muerte de Mahmud Darwish durante el rodaje de una película de Elia Suleiman; las ventajas y desventajas de tener un equipo pequeño de rodaje (el equipo estaba formado habitualmente por 5 personas: director, directora de fotografía, sonidista, ayudante de dirección y ayudante de producción, 5 personas para un rodaje realizado en 18 jornadas); el estreno mundial en FID Marseille y los posteriores premios…

Y, en medio de todo, la revolución árabe.

Sirva de introducción a sus reflexiones ésta acerca de la necesidad de lidiar con la separación entre ficción y documental, aún (o especialmente) para películas como Dos metros de esta tierra:

«He sugerido que el guión debía plantearse como herramienta para una reconstrucción y eso exige un comentario adicional sobre la naturaleza de cualquier proyecto cinematográfico. En mi ética como espectador y cineasta, siempre he procurado no dar importancia a la distinción que institucionalmente se establece entre ficción y documental. Sin embargo, en el momento en que uno necesita responsabilizarse de una cantidad de medios materiales y humanos más o menos significativa, debe situarse en uno u otro lado —aunque sólo sea para guardar las apariencias— con tal de justificar su inversión: hay que decidir si se hace cine de ficción o cine documental. Cualquiera puede entender lo que, virtualmente, está dentro de uno u otro campo, aunque la dificultad empiece al intentar definir los límites.

Simplificando las cosas, podemos estar de acuerdo en que el cine de ficción es posible porque la cámara está ahí y el documental, a pesar de que la cámara esté ahí. En el primer caso, la realidad necesita ponerse al servicio de la cámara y en el segundo caso, la realidad que transcurre frente a la cámara podría muy bien hacerlo del mismo modo sin que ésta y el equipo que la acompaña estuvieran presentes. El cine de ficción, por lo tanto, exige un coste mayor (iluminación y escenografías adecuadas a la historia prevista, actores disponibles el tiempo que dure el rodaje…), que es el coste de programar el azar; aunque, en la práctica, lo calculado y lo aleatorio se trenzan hasta confundirse.

Mi plan era servirme de un evento real y de unas personas reales, preexistentes, como punto de partida; pero a su vez necesitaba situar, en esa realidad dada, ciertos elementos que me interesaba relacionar entre sí, por lo que mis previsiones sólo eran posibles dentro del ámbito de la ficción.» (El post entero aquí).

Y, como cualquier diario, nuestro acercamiento al cineasta o a su película se consolida más allá de sus actividades protocolares o de las crónicas de festivales. Son esos posts dedicados a hablar de poemas, canciones, extractos de libros o imágenes callejeras, son esos retazos de vida las que nos ofrecen esos atisbos de delicadeza que luego aparecerán en la película. Personalmente encuentro en este texto de Cortázar (que Natche sube aquí) el eco de esa conexión espiritual que me resuena por dentro tras haber visto Dos metros de esta tierra:

«¿Conoces Le Paysan de Paris de Aragon? Cultivo esa misma ternura por lo anti-turístico, por calles y parajes que pretendo ser el único en frecuentar. Por ejemplo en la parada del autobús 92 en l’École Militaire, está un dios que es solamente mi dios. Un dios con un solo fiel. Es una gran mancha en un paredón, una especie de lepra verdosa que ha dibujado una terrible, amenazadora imagen con un solo ojo. Parece salida de un códice de Yucatán. Todas las tardes le rindo mi secreto homenaje cuando el 92 para un momento. A nadie le hablo de mi dios. Y en la Avenue de Villiers conozco un árbol con corbata. Hace más de cinco meses que alguien le ató un cordón verde, y la corbata sigue ahí, después de todas las lluvias y las nieves del invierno. Esto es para que sepas un poco de mi vaga y errabunda manera de frecuentar la ciudad».

Julio CortázarCartas a los Jonquières. Alfaguara, Madrid, 2010. Pág. 375.

  Siempre será motivo de alegría conocer mejor una película a través de la intimidad de su director, de sus diarios, sus viajes, sus gustos, sus conflictos, sus victorias.

Fernando VR

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Dos metros de esta tierra se estrena el 19 de septiembre en la sala Zumzeig de Barcelona y en los Renoir de Madrid.

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¿Entonces debemos de comer del árbol del conocimiento una vez más para volver al estado de inocencia?»
“Desde luego, ese es el ultimo capítulo de la historia del mundo
Heinrich von Kleist, En el teatro de marionetas
 
 
 
La primera película que -vagamente- recuerdo haber ido a ver fue Hamlet de Laurence Olivier. Como la película fue hecha en 1948, debía yo de tener unos seis años de edad. Por supuesto, he visto la película de nuevo varias veces después, por lo que no puedo separar con exactitud lo que experimenté la primera vez y lo que recuerdo de las demás veces. Sin embargo, recuerdo con precisión el cine, ya sombrío con su panel oscuro, oscureciéndose cada vez más conforme la proyección comenzaba, la subida majestuosa de la cortina y las tenebrosas imágenes del castillo de Elsinore rodeado por olas enfurecidas, acompañado por una música igualmente sombría. También recuerdo que mi abuela, que estaba conmigo en el cine ese día, me dijo años más tarde que se vio obligada a sacarme del cine después de menos de cinco minutos de proyección porque yo no paraba de gritar de miedo por esas imágenes y sonidos tan tenebrosos.
 
Poco después —debe de haber sido el mismo año porque no había empezado el colegio aun— pasé tres meses en Dinamarca de “recreo” como parte de un programa de ayuda para niños de países que habían perdido la guerra. Era la primera vez que me alejaba de casa por un largo periodo y me sentía miserable. Para intentar animarme, mi padres de acogida daneses me llevaron al cine. Era un triste día lluvioso y frío de finales de otoño, y la película, cuyo título y argumento he olvidado, tenía lugar en la jungla y sabana africana. Igualmente, en este caso puedo recordar con exactitud el largo, estrecho y sombrío cine con puertas a los lados que se abrían directamente a la calle. La película constaba de un número de planos en travelling, obviamente rodados desde dentro de un jeep, del que huían antílopes, rinocerontes y otras criaturas que nunca antes había visto. Yo, igualmente, estaba sentado en ese jeep, cautivado con asombro y deleite.
 
Luego, la película terminó y se encendieron las luces. Las puertas se abrieron a las calles ya anochecidas, donde llovía torrencialmente. El ruido del tráfico llenaba el teatro. El público abrió sus paraguas y salió del cine. Pero yo me encontraba en estado de shock: no podía entender como yo, que escasos segundos antes había estado en África, al sol entre animales, había sido transportado de vuelta tan rápidamente. Cómo pudo la sala de cine, que para mi había sido como un coche en el que estaba viajando, haber vuelto -y especialmente tan rápido- al norte, al frío Copenhague.
 
Cuando pienso sobre la franqueza e intensidad de estos dos primeros recuerdos que tengo del cine, siempre me acuerdo de esas tribus remotas, poco tiempo después de haber sido “descubiertas” –es decir, poco después de su enfrentamiento inicial con la llamada civilización– cuando se les enseñaban trozos de películas con una pantalla y un proyector montados en mitad de la jungla. Según contaban los proyeccionistas, los salvajes salían huyendo de pánico y muy difícilmente se les podía calmar. Cuando les preguntaron por la razón de ésta reacción, supieron, después de un largo y aterrorizado silencio, que para los nativos el encuadre de la imagen era una mutilación real de la gente que se mostraba en la película, gente que ellos percibían como verdaderamente presentes ahí en ese momento. Para ellos el primer plano de una cabeza era realmente la cabeza amputada, aun hablante y movible, de una persona que estaba presente físicamente, y que debido a tal desmembramiento debería de estar muerta hace rato.
 
(…)
 
Años después, durante mi último año en el instituto, vi la adaptación cinematográfica del Tom Jones de Fielding hecha por Tony Richardson. La película relata la intensa historia de un chico huérfano según crece hasta la madurez en la Inglaterra del siglo XVIII. Era una película vertiginosa, dirigida con ingenio, y lograba con éxito sus esfuerzos de hacer que el espectador fuera cómplice de su héroe aventurero. De repente, quizás hacia un tercio del metraje, en mitad de una emocionante secuencia de persecución, el protagonista para en su recorrido, mira a la cámara (es decir, ¡me mira a mi!) y antes de reanudar su pelea con sus perseguidores, comenta la dificultad de su aprieto, de este modo haciéndome consciente del mío.
 
El shock de reconocimiento de este momento fue, a todos los niveles, igual que el terror de aquellas experiencias en el cine de mi infancia. Evidentemente que ya había entendido desde hace tiempo que las películas no era reales… Sin embargo, nunca antes de este descubrimiento traumático de mi constante complicidad con el protagonista de la película, había experimentado la vertiginosa inmediatez que separa la ficción de la realidad. Nunca antes había experimentado físicamente hasta qué punto yo y mis compañeros humanos –es decir, la audiencia– éramos en gran medida víctimas, y no socios, de aquellos a los que pagábamos para “entretenernos”. Por supuesto, sabía qué poder podían llegar a tener las imágenes vivas cuando se ponen al servicio de ideologías, pero este conocimiento era poco más que abstracto y, como cualquier cosa abstracta, simplemente evitaba la experiencia directa.
 
Semanas después recordé aquellas primeras experiencias de cuando empecé a ir al cine de niño, aquel efecto abrumador, cuyo temor y disfrute había reprimido tanto tiempo. Había mirado detrás del espejo y comenzado a ver el cine con ojos diferentes, desconfiando de los que cuentan historias pretendiendo reproducir una realidad intacta, sin interrumpir. No obstante, mi apetito de historias no se había saciado –no estaba seguro de qué es lo que andaba buscando en las películas. No había duda de que una forma del arte del cine todavía ofrecía la experiencia de ser conmovido directamente, el maravilloso hechizo de las películas de mi infancia, cual de la misma manera no me convertía en una víctima indefensa de la historia contada y su narrador.
 
En 1967, cuando ya era un estudiante universitario, fui capaz de ver por primera vez una película de Bresson –si se proyectaban públicamente, no lo hacían con publicidad. Esta ocasión se la debo  a un curso en nuestra universidad que daba la oportunidad a los estudiantes de familiarizarse con algunas de las películas que, como obras artísticas no comerciales, era poco probable que llegaran a los cines. La película colisionó con nuestro cursillo como un ovni que hubiera caído de un planeta lejano y nos dividió en defensores fanáticos y extremistas retractores. Provocativa, extranjera y sorprendente, la película rompía con todas la reglas de oro del cine convencional en ambas partes del ancho océano, y era, de la misma manera, asombrosamente perfecta en su unidad absoluta de contenido y forma. Llegué a entender más tarde que esta perfección tenía su propia historia de maduración detrás, cuando tuve la oportunidad de ver las anteriores películas de Bresson. No obstante, a pesar de las obras maestras que vinieron después, Al azar, Baltasar sigue siendo para mi la más preciada de todas las joyas del cine. Ninguna otra película ha hecho que mi cabeza y mi corazón dé tantas vueltas como con ésta. ¿Qué fue, qué es tan especial en esta película?
 
¿Qué es lo que cuenta la película? Baltasar es un burro. La película cuenta la historia de su vida, su sufrimiento y su muerte. Y cuenta –en fragmentos– la historia de aquellos que se cruzaron en el camino de Baltasar.
 
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El comienzo: La pantalla permanece oscura, antes del encadenado a la primera imagen, el tintineo de las campanas de un rebaño de ovejas. Entonces llega el primer plano. El bebé burro se amamanta entre las patas de su madre. Al fondo percibimos el rebaño de ovejas. Se escucha suavemente los tintineos de los cencerros. Entonces, el brazo delgado de un niño o niña envuelve el cuello del animal y lo aparta de su madre. La cámara sigue al brazo y vemos que pertenece a una niña, que abraza tiernamente al burro. Un niño de la misma edad está también inclinado y acariciándolo, y entre ellos, en segundo plano, hay un hombre. Visten ligeramente. Es verano. “Dánoslo. Lo necesitamos.” “Hijos míos, es imposible.”
 
El final: Baltasar carga en su lomo el botín de un par de contrabandistas —van a cruzar la frontera en las montañas. Es de noche. De repente, “¡Alto! ¡Aduana!”. Un guardia de la frontera. Los contrabandistas huyen por donde vinieron. Mientras oímos disparos, la cámara se detiene en el rostro de Baltasar. Entonces, él también corre valle abajo, en la dirección por donde sus dueños, quienes le atormentaban constantemente, han huido. 
 
Luz de día. Baltasar permanece de pie entre unos pinos de la montaña. Primer plano: su hombro. La sangre emana de una herida de bala. Sale del refugio de árboles hacia el inmaculado pastizal, todavía cargando con el botín de los contrabandistas sobre sus hombros. Los cencerros de un rebaño. Vemos que se acercan ovejas, perros ovejeros negros saltan a su alrededor. Un pastor. Las ovejas se quedan alrededor de Baltasar, apenas se le distingue entre tanta oveja, escuchamos los cencerros de cerca. Perros negros. Las ovejas comienzan a moverse, descubriendo lentamente al burro, que ahora está sentado en el suelo. De nuevo los perros. Las ovejas se has reagrupado al fondo. Baltasar en primer plano. Se empieza a escuchar la música, un adantino profundamente triste de Schubert, la sonata en La Mayor, que ha acompañado la historia de la vida de Baltasar a lo largo de la película, ofreciendo pena y al mismo tiempo consolación. Despacio, muy despacio, la cabeza de Baltasar cae. Entonces, el rebaño –con su movimiento– nos lleva de vuelta a Baltasar, que está echado ahí, estirado en el pastizal, ya sin moverse. La música para. Solo el sonido de los cencerros. Las ovejas se desvían hacia el fondo desapareciendo en el paisaje de la montaña. En primer plano: Baltasar está muerto. El sonido de los cencerros se hace más débil. Fin.
 
Entre eso se sitúa una vida, que en su triste simplicidad, representa aquellas de millones, una vida de pequeños placeres y grandes esfuerzos, banal, vulgar, y por su deprimente simplicidad, aparentemente inapropiada para la explotación en la gran pantalla. De hecho, la película no va sobre nadie y, por tanto, sobre todos. Un burro no tiene psicología, solo un destino.
 
El título es el reflejo preciso de la intención de la película: Al azar, Baltasar. Al azar. Podría ser cualquiera, tú o yo. Bresson dijo que escogió el nombre por su aliteración (repetición de varios sonidos). Suena arbitrario, como un tópico, pero en verdad es todo lo contrario. 
 
La teoría “modelo” de Bresson, su rechazo riguroso de los actores profesionales a favor de amateurs apropiadamente elegidos, ha sido discutida a menudo y aun más criticada –es también lo que evitaba que sus películas fueran éxitos comerciales. Es aquí, en Al azar, Baltasar, donde el fundamento de esta teoría se moldea más clara y coherentemente: El “héroe” de la pantalla no es un personaje que nos invita a identificarnos con él, alguien que sufre las emociones por nosotros que se nos permiten sentir en lugar de otro. En su lugar, él es una pantalla proyectada, un folio en blanco, cuyo único cometido es ser rellenado con los sentimientos y pensamientos del espectador. Un burro no pretende estar triste ni pretende sufrir cuando la vida es dura con él –no es él quien llora, somos nosotros, para un símbolo de impuesta contención, precisamente porque él no es como un actor tratando de exteriorizar una emoción. El animal, Baltasar, junto con los caballeros en la posterior película del director Lancelot du Lac, encerrados en sus ruidosas armaduras hasta el punto de ser irreconocibles, son los “modelos” más convincentes de Bresson simplemente porque son por definición incapaces de pretender.
 
Esto no quiere decir que el concepto “modelo” de Bresson siempre haya funcionado bien. A los actores amateurs se les puede elegir tan inapropiadamente como a los profesionales. La estupenda El proceso de Juana de Arco, por ejemplo, sufre de la falta de carisma de su protagonista. Sin embargo, el “no-actuar” de sus actores amateurs, siempre cariñosa y meticulosamente escogidos, la monotonía de sus maneras de hablar y moverse, su presencia –reducida a la mera existencia– fue y es una experiencia liberadora (mucho más que la “naturalidad” casual de los jóvenes actores de los juegos de artificio cerebrales y chistes intelectuales del joven compañero Godard). Le devolvió a la gente frente a la cámara su dignidad: Nadie más tuvo que pretender hacer las emociones visibles, emociones que al ser actuadas serían mentira de todas formas. Siempre me ha resultado obsceno ver a un actor retratar con furia dramática a alguien sufriendo o muriendo. Es como robar a aquellos que realmente han sufrido o muerto su última posesión: la verdad. Y es también robar a los espectadores su posesión más preciada como espectadores: su imaginación. Son forzados a la perspectiva humillante de un voyeur a través del ojo de la cerradura, no teniendo más elección que sentir lo que está siendo sentido enfrente suyo y pensar lo que está siendo pensado. El cine ha perdido la oportunidad que tuvo, nueva en comparación con la literatura, de representar la realidad como una impresión totalmente sensorial, de desarrollar formas que mantienen, y que incluso por primera vez permiten, la necesidad de diálogo entre una obra de arte y su receptor. La mentira que pretende ser realidad se ha convertido en el distintivo del cine –una de las mentiras más rentables en los anales de la historia.
 
Uno siente en Al azar, Baltasar, y en todas las películas de Bresson, la casi aversión física de su autor a cualquier tipo de mentira, especialmente a cualquier forma de fingimiento estético. Esta aversión pasional parece ser la fuerza impulsora detrás de toda su obra. Lo lleva a una pureza de los medios narrativos única en la historia del cine.
 
Leyendo solo la descripción del principio y el final de la película, para un lector que desconozca las películas de Bresson, puede dar la falsa impresión de “poesía”, belleza fingida y estilización pretenciosa. Pero no hay nada de eso en la película: tiene una simplicidad documental a la hora de encuadrar, casi un rechazo maniático a la “belleza”, es decir, a las imágenes agradables (como ya se veía ocasionalmente en sus primeras películas, y que dominan el arte del cine a día de hoy, al igual que las películas grandes americanas y los anuncios de televisión) –de hecho, uno se puede aventurar a decir que Bresson inventó la imagen “sucia” en el campo del arte del cine. Junto con el deseo, incluso palpable, de mostrar las cosas de manera tan clara y simple como sea posible, un instinto infalible le salva del peligro de la estilización estéril. Por toda la precisión de su encuadre, sus películas siempre dan la impresión de estar exaltadas, abiertas y preparadas para cuando la realidad rompe las reglas. Aquí es donde yace la causa, creo, de sus conocidos conflictos con su operador de cámara, como con De Santis, bien conocido por la “belleza” de sus imágenes.
 
Precisión, en vez de belleza –cada plano muestra solo lo absolutamente esencial, cada secuencia  se ha comprimido a su forma más concisa y la duración más breve posible. Incluso la duración de los planos y cortes son –hasta para el periodo en el que la película fue hecha (1965)– inusualmente relajados. Tampoco permite nunca que las pausas dejen sitio para el sentimentalismo, en su simplicidad todo da la impresión de haber sido desarrollado de manera natural y, aun estando al servicio de un concepto estético riguroso, nunca resulta víctima de esto último. Bresson, supuestamente, intentaba personificar los siete pecados capitales en sus personajes –pero en contra de una declaración como ésta se puede ubicar una frase de sus Notas sobre el cinematógrafo: “Esconde las ideas, pero de tal manera que puedan ser encontradas. Las más importantes serán las mejor escondidas.” Y en otro punto escribe, “producción de emoción obtenida desde la resistencia a la emoción.” Y: “La emoción emergerá de los mecanismos, de la compulsión hacia una regularidad mecánica.” Para respaldar esto, cita la habilidad de tocar el piano de Lipatti: “Un gran pianista virtuoso (uno como Lipatti) incansablemente toca las notas de la misma manera: media nota, la misma duración, la misma intensidad, cuartas, octavas, decimosextas, etc, igual. No aporrea la emoción en las teclas. Espera por ello. Viene y toma sus dedos, el piano, a él, al auditorio entero.”
 

Las manos de Bresson

(…)
 
Tengo una cinta de video de la ceremonia de entrega de premios del Festival de Cannes de 1983, donde el premio al mejor director fue dado ex aequo a Bresson —que entonces tenía setenta y seis años— por su última película, El Dinero, y a Andrei Tarkovsky por Nostalgia. Mientras que Bresson, llamado por Orson Welles, caminaba hacia el escenario, un tumulto estalló, una furiosa batalla acústica entre abucheos y aplausos. Se pidió al público varias veces que se calmaran. Solo cuando Tarkovsky fue invitado al escenario, la tormenta de protesta amainó. Seguramente a Tarkovsky esto no le hizo ninguna gracia, pues abiertamente se consideraba un gran admirador de Bresson. Lo que había siempre elogiado de las películas de su ídolo era precisamente su independencia de los gustos del público, exactamente por lo que ahora Bresson era abucheado delante de sus ojos, mientras que él, que había sido vilipendiado igualmente por su hermetismo, estaba siendo aclamado.
 
¿Qué es entonces tan diferente de la manera de Bresson de utilizar la imagen y el sonido que hasta él vio la necesidad de restablecer para si mismo un término que había caído en desuso, “cinematógrafo”, porque ya no veía ningún lenguaje en común, ni un significado en común, con eso que llaman, y se llama a si mismo, “cine”?
 
Una década antes de que se rodara Al azar, Baltasar, Adorno escribió en su ensayo Forma y contenido en la novela contemporánea en referencia a Kafka: “Sus novelas, si es que de alguna manera caen dentro de esa categoría, son una introducción a la condición del mundo en la que la aptitud contemplativa se ha convertido en pura burla, porque la amenaza permanente de catástrofe ya no permite a nadie mirar de manera pasiva o tolerar el resultado estético de dicha pasividad.” Y en otro punto, refiriéndose a Dostoevsky: “No existe obra de arte moderna que merezca el nombre de no tomar placer en lo disonante y en lo libre de obligación. Pero ya que tales obras de arte encarnan inflexiblemente espanto e invierten todo el gozo de la observación en la pureza de dicha expresión, sirven a la libertad, libertad que traicionan las obras mediocres.”
 
La ilusión de que la realidad puede ser representada en un artefacto, en lugar de ser un acuerdo entre el artista y su receptor –desde que esto fue cuestionado por Nietzsche– se hace obsoleta al menos desde los horrores inconmensurables del régimen Nazi, el Holocausto y la guerra mundial para todos los que desearon participar incluso de alguna manera consciente en este campo de actividad. El veredicto de que no se podían escribir más poemas después de Auschwitz delimitó el horizonte de conciencia de los sobrevivientes y de las generaciones futuras, tanto como lo hizo la retractación de la Novena Sinfonía junto con toda la cultura occidental en el Doctor Fausto de Thomas Mann.
 
En países de habla alemana, los perturbados herederos de la culpa se apoderaron con los ojos muy abiertos del análisis de aquellas palabras y señales que habían resultado ser tan corruptibles. Pero incluso más allá del idioma alemán, la fe en una sólida y estable relación entre el arte y su receptor se pactó de un porrazo al mismo tiempo devastador y productivo.
 
Solo el cine, la forma de comunicación artificial más costosa y la más dependiente del dinero, resistió firmemente cada renovación planteada. Los nuevos temas, posiciones, o presuntas conclusiones, se presentaron en formas antiguas y en su mayor parte forzadas. Y la supuesta distinción entre el anestesiante, insolente, y seguro de si mismo, sentimentalismo de la derecha –al igual que lo que se originaba en la izquierda con el llamado “Arte fílmico progresista”, siguieron siendo una auto-justificable farsa de artistas y actores que viven de la industria del cine.
 
Para la crisis de significado y contenidos de un mundo destruido era necesario encontrar nuevas formas, en nombre de los inversores que traicionaron estos contenidos adaptándolos para el consumo –sino las películas no se podrían hacer. Naturalmente se encontraron estas formas. Fueron refinadas y reunidas, y en el curso de este proceso, la mayoría de los que estuvieron implicados olvidaron la razón por la que hubieron empezado en primer lugar.
 
¿Una sobre-simplificación polémica? Creo que esto es necesario para poder expresar el por qué Bresson —ese buscador de escándalos— resultó y resulta tal provocación en el mundo del cine. Hasta aquellos que fueron capaces de ver a través y despreciaron las reglas del juego ya descritas, se vieron forzados a adherirse a dichas reglas, incluso entregándose a su servicio, para poder así existir o permanecer activos en el mundo del cine (para evitar el término “negocio del cine”). Se hace visible en sus intentos de sortear con gracia estas reglas del juego hasta qué punto lo hicieron mientras se distanciaban conscientemente de ello, y también hasta qué punto fueron influenciados inconscientemente por ello. Las estrategias que los países productores de películas del llamado “mundo libre” utilizaron para sortear las reglas difieren de aquellos países totalitarios solo por sus semánticas. Si, en algún caso, hubieron obras individuales que se desviaron de este acuerdo tácito (que fue restaurado por la presión económica) —digamos que esa inconsistencia artística fue el resultado de exigencias— estas obras fueron destrozadas, cortadas, remontadas, castradas, consideradas como pasos en falso o meteduras de pata por parte de sus autores, relegados al ámbito del cine experimental (y por tanto, no resultando una amenaza para el mercado). O en el mejor de los casos, tolerado con poco entusiasmo por ciertos críticos como excepción que prueba la regla. Lo más fascinante y más honesto de lo que ofrece el cine internacional se puede encontrar en esta categoría de excepciones: Saló o los 120 días de Sodoma de Pasolini, El espejo de Tarkovsky, algunas películas de Ozu, Rosellini, Antonioni y Resnais, Artistas bajo la lona del circo: perplejos de Kluge, Crónica de Anna Magdalena Bach de Straub, y un puñado de otras obras.
 
¿Qué es lo que pasa en estos títulos? Las películas son tan diferentes como sus autores y los círculos culturales de donde han surgido. Lo qué tienen en común, y lo que les diferencia de la producción de cine para las grandes masas, e incluso de otras películas de los mismos autores, es su exitosa unidad de forma y contenido. Destrozan el dudoso consentimiento entre el representar y lo representado, y como con la silla de tortura óptica de La naranja mecánica de Kubrick, nos impiden cerrar nuestros ojos y nos obligan a mirar fijamente al espejo: ¡Qué espectáculo! ¡El horror! Espectadores acostumbrados y lujosamente acomodados en las mentiras salen de los cines espantados. Por otro lado, hambrientos de un lenguaje capaz de capturar las huellas de la vida, y con los corazones y mentes abiertos de repente, el resto de los espectadores esperan una continuación del golpe de suerte que ha tenido lugar inesperadamente.
 
Pocos de los autores arriba mencionados consiguen más de una vez en sus carreras esta unidad de lo que es retratado y cómo es retratado. Encuentran más fácilmente su camino de vuelta a otros senderos más trillados —hay que prestar atención a la advertencia del fracaso, la fidelidad de los fans de uno recompensada. Y cuanto más grande sea lo siguiente, más ancho y más desgastado estará el camino. Sin embargo, es el que construye autopistas el que realmente gana más.
 
En tal contexto, la continuidad de Bresson parece casi milagrosa. Después de sus dos y medio primeros pasos tentativos, que ya contenían el catálogo temático de sus posteriores trabajos (un corto, Les affaires publiques, y sus dos primeros largometrajes, Los ángeles del pecado y Las damas de Bois de Boulogne), su vocabulario formal se desarrolla plenamente con Diario de un cura rural en 1950, y permanece inquebrantablemente comprometido a su vocabulario formal durante el resto de su producción (otras diez películas en treinta y tres años).
 
Se dice de casi todos los grandes autores que en todas su obras han estado intentando hacer la misma película una y otra vez. Esto no es cierto de Bresson. De hecho, ser adicto a la verdad no deja elección. “No pienses de tu película más allá de los medios que has elegido para ti mismo.” escribe en sus Notas sobre el cinematógrafo. De hecho, mientras se ven sus películas es imposible decir si sus medios han determinado el contenido o al revés, al estar tan unificados y ser lo mismo. Su unidad no deja espacio para la ideología o la interpretación del mundo, comentario o consuelo. Todo se disuelve en pura relacionalidad y depende del espectador llegar a conclusiones desde la suma de estipulaciones.
 
La reducción y la omisión se convierten en las teclas mágicas para activar al espectador. En este respecto, es precisamente los aspectos herméticos de la obra de Bresson lo que intenta hacer el papel del espectador más fácil: le toma en serio.
 
Lo que se omite es el gesto de persuasión de modelos que invitan a la identificación emocional.
 
Lo que se omite es el contenido (demasiado) coherente de los contextos explicativos de la psicología y sociología –como en nuestra experiencia diaria, azar y contradicción de divisiones fragmentadas de la acción exigen sus derechos y nuestra atención.
 
Lo que se omite es el fingimiento de cualquier tipo de totalidad, incluyendo la de la representación del hombre –el torso y las extremidades solo aparecen juntos en determinados momentos fugaces; están separados, se igualan a los objetos y a su merced, el rostro se convierte en una parte de otras muchas, sin movimiento, sin expresión de melancolía por la pérdida de identidad.
 
Lo que se omite es lo inusual porque defraudaría la miseria de la existencia de cada día de su dignidad.
 
Lo que se omite al final es la felicidad porque su representación profanaría el sufrimiento y el dolor.
 
Y es precisamente esta enmienda universal (no tan diferente de la del Fausto de Mann), este tierno respeto por la capacidad de la gente de percibir y la responsabilidad personal, que ampara en su gesto de rechazo más utopía que todos los bastiones de la represión y el consuelo barato.
 

La unidad de contenido y forma redime una premonición de la interrelación de significado que se ha perdido al mundo descrito. Apartando la representación de la felicidad, deseando que crezcan las alas, y por los  momentos felices de visitando  el dolor es atrapado en su propio símbolo.

Michael Haneke
Schrecken une Utopie der Form – Bressons Au hasard Balthazar (1995)

Traducción de Santiago Samaniego aquí.
 
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También las ventanas
leen lo secreto,
lo extraen de los torbellinos
y lo reflejan
en el otro lado de ojos de gelatina,

pero
ahí también
donde fallas el color, un hombre destaca, enmudecido
donde la multitud pretende engañarte
un hálito se concentra, hacia ti,

fortalecida,
la hora se detiene junto a ti,
hablas,
te mantienes firme,
lo más duramente por encima que se pueda
de los mensajes parábola
por la voz,
por la materia.

Traducción: Manuel Peláez

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Sr. Director General:

La semana pasada terminó el curso «La evolución de las formas en el cine», impartido por Paulino Viota en las dependencias de la Filmoteca de Santander.

Una vez más queremos manifestar el extraordinario nivel de estos cursos, que cada año suscitan más interés.

Esperamos que desde esa Dirección General se sigan apoyando y que, gracias a ese empeño y a la generosidad del profesor Viota, podamos seguir disfrutando de una actividad de tanta calidad.

Ya hemos expresado en otras ocasiones que, tanto por su cuidada programación, como por la competente dirección del cine-club de los sábados y el grado de excelencia de los cursos impartidos por Paulino Viota, nuestra querida Filmoteca se encuentra a la cabeza en el ámbito nacional.

Es una auténtica satisfacción para los que amamos el cine y la cultura, poder contar con estos cursos dentro de la programación de la Filmoteca y queremos manifestarle nuestro reconocimiento por propiciarlos.

Nuevamente gracias y un saludo.

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