El cine de viaje. Una vuelta por el gabinete. (Serge Daney, Libération, 11 de Marzo de 1983)

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Marzo, 1983. Moscú. Dos paseos por la capital soviética y por el reino de las imágenes petrificadas.

El taxista, que va como una cuba, me miente descaradamente. Al final de la calle Arbat, un poco antes del puente que da una zancada sobre el Moskowa congelado, claro que existe una calle Smolianskaia. Pese al frío y al miedo vago de derrapar trágicamente sobre la acera helada, encuentro el número 10, puerta 6 (entrada por detrás) y el apartamento 160. Llego tarde.

Tengo una cita en un apartamento de dos habitaciones más cocina. Voy a casa de un vivo y a casa de un muerto. El vivo guarda piadosa memoria del muerto: su recuerdo lo mantiene caliente. El estudio no es en realidad un museo. Demasiado pequeño. Demasiadas piezas desperdigadas (en la Biblioteca Lenin, en el Museo Pushkin, en el Instituto del Cine). Es, sencillamente, un gabinete: «el gabinete Eisenstein». Para guardarlo, un único conservador-portero-historiador-cocinero-okupa: Naum Kleiman. Es con él, con el vivo, con quien tengo una cita.

Eisenstein murió en 1948. Junto a su mujer, Pera Atacheva, ocupaba el apartamento 160. Por lo tanto, guardó allí muchos libros y no pocos muebles. Sin contar los recuerdos. La mesa comprada por su madre en Riga, hoy cubierta de un mantel de hule; las sillas entre las cuales esa, más que desgangillada, sobre la quel me desplomaré enseguida (primero en sentido figurado y luego literal); una Chippendale; un Mickey original dedicado por Walt Disney; estampas japonesas; un diván ucranio; una alfombra campesina, mexicana.

El gabinete está abierto a los grupos que pidan visitarlo, a los curiosos, a los especialistas en la «gran aventura del cine soviético». En cuanto a los cineastas soviéticos, no lo visitan jamás (en general, detestan a Eisenstein). Ausente de los programas del Intourist, menos concurrido que el Bolshoi, sin mención en las guías turísticas, el gabinete es uno de los pocos lugares moscovitas en los que no hay que hacer cola.

Es verdaderamente un apartamento de dos habitaciones más cocina. Las ventanas dan al discreto barullo de la calle Smolianskiaia nevada. La cocina tiene nevera y la nevera tiene provisiones. La primera habitación está reservada a los libros «sobre» Eisenstein y la segunda está tapizada con los copiosos restos de su biblioteca. Ni que decir tiene que no envidia nada a la de Babel y que a Borges no le hubiera disgustado. Eisenstein no se contentaba con tener una teoría del montaje: todo era para él montaje, sobre todo los estantes de su biblioteca. Tanto que a la muerte de Pera Atacheva, Kleiman (que lleva seis años trabajando en la Filmoteca de Moscú) no sólo heredó libros raros (en al menos cuatro lenguas, con los márgenes llenos de anotaciones) sino que heredó un misterio: ¿en qué orden estaban alineados, es decir, montados?

Se logró reconstruir el orden de una repisa. Y era un orden nada triste, por cierto. Una junto a otra, la Santa Biblia y los escritos de Stanislavski sobre el teatro, esa biblia bis. Y a pocos centímetros de tal acoplamiento irónico, Des grâces d’oraison, traité de theologie mystique, del R. P. Auguste Poulain (Beauchesne, 1931) seguido inmediatamente de una edición rara de Manresa, ou les exercises espirituels de St-Ignace mis a la portée de tous les fidèles dans une exposition neuve et facile (Beauchesne, 1911). Un centímetro más a la izquierda y encontramos Inmigration of Birds, de M. A. Menzbir (1934) y los Writings on Theater de Diderot (Cambridge, 1936), seguidos de una edición rusa de la Paradoja del comediante. Los libros no están dispuestos al azar: para Eisenstein, eso que modestamente llamamos «dirección de actores» pasaba por los remedios místicos, las técnicas del actor y la puesta en escena «instintiva» de las aves migratorias. Enfrente, en otra estantería, descansan los «grandes anormales»: el Memorial de Santa Elena en una Pléiade de la época, una edición alemana de las Memorias del duque de Saint Simon.

El tiempo pasaba y nos entró hambre. Naum Kleiman propuso picar en la cocina cosas muy sencillas y muy rusas: pirojki mojados en un vodka nuevo en el mercado, Limmonaya, con sabor a limón. El gabinete se convirtió así en el último bar abierto en el que discutir. Y de qué discutir sino de la paradoja de que Eisenstein (y no digamos Vertov, aún peor parado) se haya convertido, en la URSS también, en un fenómeno de cine-club. Kleiman acaba de regresar de Siberia donde ha mostrado algunas películas. Suena el teléfono: le proponen ir a Kazan con un Mabuse mudo bajo el brazo.

Es así, piensa él, como una nueva generación volverá a descubrir a Eisenstein, el teórico, el hombre de teatro, el psicólogo, el dibujante. Kleiman cuenta con el paso del tiempo y el paso del tiempo cuenta para Eisenstein. En Berlín, unos días antes, en el castillo de Charlottenburg, me encontré con Tom Luddy, encargado de los asuntos estéticos y diplomáticos de Coppola. Tom me habló menos de la venta de los estudios Zoetrope que del último proyecto de su jefe: un «todo Eisenstein», en un cofre de cintas de VHS, reconstruido a partir de los negativos de Moscú. Las autoridades soviéticas no han dicho por ahora niet ni da. Kleiman espera. Tom espera. Un solo temor: que Coppola remonte Que viva México.

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Traducción: Manuel Asín

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