archivo

Archivo de la etiqueta: Luc Moullet

 

Viene de aquí.

Dicho esto, el lenguaje cinematográfico tiene cuatro cualidades: primera, la claridad con la cual se conoce, gracias al esfuerzo de los investigadores, ha permitido establecer la lista de todas sus figuras, es decir, de todo lo que hay que evitar hacer. Es muy cómodo. Ciertas películas hacen así la crítica del lenguaje cinematográfico, que toman a contrapié para producir efectos sorprendentes. Es el caso de ciertas escenas de Godard, de Hitchcock, que dependen de la mediocridad del lenguaje cinematográfico.

Segunda –se trata de la excepción de la que yo hablaba antes–, los cineastas pueden respetar hipócritamente el lenguaje para hacer que el espectador se confíe y hacen pasar más fácilmente un pensamiento revolucionario, incluso acusando el conformismo social y psicológico de cuyo mismo principio el lenguaje cinematográfico no es más que uno de los reflejos, ofreciendo en ocasiones la propia película como holocausto. Es la línea de los cineastas más o menos anarquistas como Buñuel, Chabrol, Franju. Es la destrucción del lenguaje desde el interior.

Tercera, los cineastas pueden respetar las reglas del lenguaje y crear una obra original pese al lenguaje, por razones exteriores al lenguaje, que ni les añade ni les quita nada. Creo que casi todas las buenas películas guardan reminiscencias del lenguaje cinematográfico. Si les concedemos un valor, es porque presentan menos reminiscencias que las otras, porque éstas tienen poca importancia, porque se hacen olvidar y, sobre todo, porque hay algo más en la película. Nuestra apreciación se sitúa entonces en el dominio de lo relativo y no de lo absoluto: nos gusta porque no hay nada mejor. Esta tercera alternativa tiene una gran ventaja financiera, como parcialmente sucede con la precedente alternativa: asegura la carrera comercial de las películas.

Puesto que, cuarta, el lenguaje cinematográfico tiene sobre todo una ventaja monetaria: como es de fácil acceso para todos, es el principal elemento motor de la industria cinematográfica, que condiciona en parte el arte fílmico. Es por lo que los políticos y los tenderos del cine, los tenderos-políticos y los políticos-tenderos, adoran el lenguaje cinematográfico. Será pues imposible hacer desaparecer el lenguaje cinematográfico e incluso poco deseable: dado que el valor de las películas se establece con respecto a otras películas, es imposible que sobre cien películas haya menos de setenta y cinco malas películas. Más vale que esos setenta y cinco bodrios respeten el lenguaje cinematográfico, que aporta dinero, y no que estén orientadas hacia la mala vanguardia, que no. Esto evita el paro. Lo único que hay que evitar es que se pase lo que pasó en el mundo hace diez años, y que todavía pasa en Alemania, a saber que el noventa y nueve por ciento de las películas sean cine de lenguaje. Porque, en ese caso, el público es llevado al rechazo de todo arte, y de toda nueva forma de cine de lenguaje por lo tanto. La abolición de cualquier renovación, produce la quiebra tanto del arte como de la industria que, de cuando en cuando, tiene necesidad de esta pequeña dosis de novedad que constituye el nuevo escalón del cine de lenguaje, introducido por el arte.

Cada uno de los presentes en esta sala, crítico o cineasta, debe pues emprender una lucha contra el lenguaje cinematográfico, que deberá investir, para mayor eficacia, de una apariencia ofensiva, pero que de hecho es una defensa, puesto que el arte es y será siempre minoritario con respecto al lenguaje.

Los cineastas, en la medida en que no estén constreñidos por las necesidades materiales, deberán rechazar hacer cine de lenguaje; deberán incluso rechazar el doble juego que he evocado, creación desde el interior o desde el exterior del lenguaje, puesto que, al respetar las reglas del lenguaje sin aceptar su espíritu, serán siempre vencidos por aquellos que sí respetan su espíritu, es decir, por los comerciantes, que les machacarán. Los críticos deben estudiar la historia del cine, aprender por ellos mismos y hacer aprender que con el lenguaje cinematográfico pasa como con las religiones: que el lenguaje cinematográfico conocido no es el único que existe o que ha existido, que pertenece a un tiempo y a un lugar determinados, que no se debería privilegiar un lenguaje cinematográfico por lo tanto ni exigir el mismo a la proyección de cada película, que el lenguaje cinematográfico no es más que el fruto de la pereza y de la falta de imaginación. Cada uno de nosotros debe poder gritar bien alto: «¡Abajo el lenguaje cinematográfico, viva el cine!»

 

 

Traducción Manuel Asín.

Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD. 

 

Viene de aquí.

 

El lenguaje literario, menos absorbente, es indiferente al arte: se mantiene como un simple y modesto vehículo tanto del arte como de la información. El lenguaje cinematográfico, en cambio, condiciona el arte. Puede decirse que el buen cine comienza allí donde acaba el lenguaje y muere donde el lenguaje renace. Y si bien no siempre todas las peores películas son representantes del lenguaje cinematográfico, puesto que hay películas malas de vanguardia, es cierto que el lenguaje cinematográfico no puede dar lugar más que a cosas malas, con escasas excepciones. Si bien el bodrio no siempre es lenguaje, el lenguaje siempre es bodrioso; la prueba es que en todos los libros sobre el lenguaje cinematográfico los mejores ejemplos salen siempre de bodrios, y la lista de películas citadas incluye muchos bodrios y olvida muchas obras maestras.

¿Por qué este estado de cosas? Sencillo: el espectador recibe la obra creada por el artista. Ese es el primer estadio, el de la comunicación. Pero, ay, puede haber un segundo estadio: el espectador, convirtiéndose en realizador, rehace lo que que el artista ha hecho. Se trata de una respuesta en el mismo tono, de una intercomunicación. Es a eso a lo que se llama lenguaje, volver a hacer lo que alguien ya ha hecho, volver a hacer lo que no nos pertenece. El lenguaje es robar. El arte es individual, comunicación de un solo instante, es aquello que no puede existir más que una sola vez. El lenguaje es aquello que no puede existir más que a partir de la segunda vez, cuando un comparsa ha transformado el arte en signos. Ya no hay creación, sino reproducción mecánica. El arte jamás «vuelve a funcionar». El lenguaje no puede más que «volver a funcionar», porque es volviendo a funcionar como prueba que es lenguaje. Es el vano intento de eternización del éxito artístico con el que el ser humano sueña siempre. Es la negación misma de la originalidad artística. Percibimos el arte cinematográfico gracias a un esfuerzo personal, reflexión o intuición. Percibimos el cine de lenguaje sin esfuerzo –y además es por eso por lo que nos cuesta tanto tomar conciencia de este lenguaje: está hecho para nuestra pereza, y es muy difícil para nosotros sacudirnos esta pereza. En el lenguaje cinematográfico la cosa expresada no es más que un símbolo vulgar, un signo que emplean los robots-cineastas y que comprenden los robots-espectadores.

El peligro mayor del lenguaje cinematográfico, en el plano artístico, es que quien lo emplea destruye su propia personalidad. Los franceses que imitan el cine americano no hacen más que retomar los medios concebidos por Griffith y DeMille para expresar de la mejor manera posible su universo personal, marcado por una mentalidad sudista y un puritanismo que no tienen absolutamente nada que ver con el universo de los realizadores franceses. Cuando Lelouch imita el lenguaje de Godard copiando las ideas estilísticas de Godard fracasa irremediablemente porque la expresión estilística de Godard parte del hecho de que Godard es suizo y protestante y es Godard. Pero Lelouch no es nada de todo eso, expresa temas personales distintos de los de Godard o, más frecuentemente, no expresa temas. El lenguaje, pues, es la alienación.

Lo que es más, los peldaños sucesivos y separados de los lenguajes cinematográficos –lenguaje-Griffith, lenguaje-Godard, por ejemplo– son a la fuerza contrarios al arte que avanza sin jamás detenerse en ningún peldaño. Si se detiene, es que ya no es arte.

Vemos pues cuán grande es la nocividad del lenguaje cinematográfico: el espectador no debe hacer ningún trabajo para comprender la película. Los signos del lenguaje le hacen comprender todo sin esfuerzo. Se vuelve pasivo, se deja adormecer por la ficción de la película. El cine pierde su papel de formador para la vida, ante la cual el hombre mantendrá idéntica pasividad. Hacia los años 1945-1955, el lenguaje había aplastado el cine con tal fuerza que los espectadores, que no tenía por lo general experiencia cinematográfica del pasado, creyeron que el cine se confundía con el lenguaje cinematográfico, y que todo lo que no era cine de lenguaje carecía de interés y era malo. Hicieron falta diez años para que el público comenzara a comprender que el cine de lenguaje al que había sido habituado no era más que un episodio de la historia del cine, que muy bien podía desarrollarse sin él. Puede decirse que la puesta a punto del lenguaje cinematográfico retrasó considerablemente el desarrollo del arte cinematográfico y de la civilización de masas.

Continuará…

 

 

Jean Luc Godard en Tienda Intermedio DVD.

Intervención de Luc Moullet en la mesa redonda sobre el tema «Por una nueva conciencia crítica del lenguaje cinematográfico«, en la Mostra de Pesaro, 4 de junio de 1966.

*Esta intervención indignó a Metz, Barthes y Pasolini (que sin embargo era fan de mi primera película). Pero entusiasmó a Godard[Nota del autor, 2009]

La lentitud y la dificultad con la que hemos tomado conciencia de los componentes del lenguaje cinematográfico (de «los» lenguajes cinematográficos, puesto que existen, junto al lenguaje hollywoodo-europeo, el lenguaje japonés, indio, egipcio) han hecho que consideremos una gran victoria esta toma de conciencia. Pienso que había motivos para estar orgullosos, porque no era algo fácil de descubrir. Pero en lo que nos equivocamos fue en creer que nuestro magnífico esfuerzo nos había hecho entender algo magnífico. Nos equivocamos al confundir nuestro esfuerzo con su resultado. Porque el resultado, el conocimiento de los lenguajes cinematográficos, no revela más que una cosa y esa cosa es la mediocridad artística congénita de los lenguajes cinematográficos pasados, presentes y futuros.

Christian Metz dice que el lenguaje cinematográfico no se puede criticar ya que codifica formas puras. No estoy de acuerdo: a partir del momento en que un ser humano inventa esas formas que otros transformarán en código, esas formas son impuras, están marcadas –y felizmente marcadas– por su personalidad. Metz dice que la alternancia de las imágenes significa la simultaneidad de los hechos. En ese caso se trata de una codificación personal inaugurada por el autor del primer montaje alterno, que puede ser también, entre diversas posibilidades, alternancia de hechos y de pensamientos del héroe (La guerra ha terminado, Resnais), comparación entre épocas (No reconciliados, Straub y Huillet), alternancia entre el pensamiento del autor y el de los héroes (Marienbad, Resnais). Aunque estas tres significaciones sean contrarias al sentido original, no por ello son menos comprensibles: no es necesario que las figuras estén codificadas para que se entiendan. De hecho la primera película en la que aparecía el montaje alterno pudo entenderse pese a que el código no existía todavía.

Metz dice también que no sería posible elevar un juicio de orden artístico sobre el lenguaje, que es necesario y neutro. Sin embargo la instancia vehicular es siempre también al principio una instancia estética. Sólo cuando aparece por segunda vez se convierte únicamente en instancia vehicular. La primera vez que percibimos esta instancia, experimentamos en efecto una emoción de orden artístico fundada sobre todo en la sorpresa. Incluso la instancia estética es siempre susceptible de ser una instancia vehicular, a veces incluso de manera exclusiva. Así por ejemplo el valor dramático de los colores. Definir el arte únicamente como un modo de explotar un vehículo común me parece una concepción burguesa del arte: ochenta por ciento de fondo estable, veinte por ciento de salsa al gusto. Es una concepción que no puede ser defendida más que si se atribuye al arte cinematográfico un papel secundario, un papel de entretenimiento, un interés puramente decorativo. Y en ese caso creo que nuestra presencia, este coloquio y la Mostra serían inútiles. El interés del arte es sobre todo que puede, que debe destruir y reconstruir sus propios cimientos y bajar a lo más profundo de sí mismo. Por supuesto, reconozco que el arte puede insertarse en el lenguaje si el creador le superpone otra instancia estético-vehicular –o más bien, lo prefiero, es más bonito: vehiculo-estética– susceptible de transformarse también en lenguaje. Es algo muy corriente en el cine. Pero que esta instancia se inserte o no en el lenguaje no tiene ninguna influencia sobre su valor, y por lo tanto no tiene ninguna importancia.

Hay completa oposición entre el lenguaje cinematográfico y el arte cinematográfico, puesto que el lenguaje cinematográfico anega el arte, lo invade, lo aplasta. Es una relación de oposición, no una relación de indiferencia: el lenguaje y al arte son lo bajo y lo alto de una misma cosa; el lenguaje es el arte que fracasa.

Continuará…

 

 

Traducción Manuel Asín.

Straub y Huillet y Jean-Luc Godard en Tienda Intermedio DVD. 

.
Durante el rodaje del Signo del león increpé a Éric Rohmer de manera bastante acalorada: «¿Cómo es posible que usted, cineasta cristiano, cante de pronto alabanzas a ese camelo de la astrología?»
.
En los últimos años, me he dado cuenta de que Rohmer tenía razón: la astrología determina incluso el devenir de los cineastas.
.
Fue el crítico norteamericano Manny Farber quien me puso sobre la pista. Según él, a los cineastas nacidos bajo el signo de Piscis les preocupaba la dialéctica cine-teatro (Guitry, Pagnol, Rivette) u otra bastante cercana: realidad-sueño (Minnelli, Rivette). Creo que hay que llevar un poco más lejos el imperio de los cineastas piscis: puede decirse que su obra se funda sobre todo en los actores. Es el caso no sólo de Guitry, Pagnol y Rivette, sino también de Techiné y Doillon, de Jerry Lewis y su cómplice Tashlin.
.
Podría del mismo modo señalarse el gusto de los piscis por los espectáculos-río más o menos inactuables, tan queridos a Rivette pero también a Marlowe o Hugo.
.
La presencia, en este signo, de Biberman, Clément, Rocha o Walsh muestra bien que la dominante de un signo no es más que una dominante y no tiene en ningún caso valor general o exclusivo. Las anteriores características no son las que se atribuyen habitualmente a los piscis. No obstante, hay una muy común y que se encuentra también en ciertos cineastas de este signo como Buñuel o Rivette: es la presencia del complot, del secreto, del ocultismo y del misticismo.
.
Aries, la marca de los pioneros, de los innovadores, reúne sobre todo cineastas experimentales o vanguardistas: Tarkovski, Duras, Garrel, Epstein, McLaren, que toman el relevo de los grandes poetas más o menos marginales: Lautréamont, Hölderlin, Baudelaire, Verlaine.
.
Los Tauro, por su parte, son sobre todo grandes actores (Cooper, Fonda, Stewart, Welles, Mason, Gabin, Fernandel). La fuerza, el lado tozudo. Pero se encuentra también muy grandes cineastas, frecuentemente centrados en el tema del espejo (Ophuls, Sirk), el barroco y los travellings gigantes (Ophuls, Welles), el melodrama y el retrato femenino (Ophuls y Sirk, Borzage, Vecchiali, Mizoguchi), una mujer martirizada por los sufrimientos, a menudo una prostituta.
.
Los géminis dan prueba de una atención extrema a la composición de la imagen, a la plástica. A veces caen en un cierto manierismo. Entre el 29 de mayo y el 5 de junio encontramos, así como a Sternberg, al trío del grupo de la Rive Gauche: Resnais/Varda/Demy. Y al rey del filtro: Fassbinder.
El 7 y el 8 de junio agrupa a tres especialistas italianos de la infancia desgraciada, De Sica, Rossellini y Comencini.
.
Wilder, Mocky, Chabrol, Hawks y el Stiller de Erotikon: la comedia ácida o sarcástica es exclusividad de los Cáncer. Puede también percibirse en ellos el arte del narrador (Hawks, Chabrol, Breillat), una atracción hacia el género fantástico, el futurismo, el ocultismo y el misterio (Cocteau, Browning, Paul Leni, y también Bergman, el Marker de La Jetée, el Astruc de Le rideau cramoisi, el Mocky de Litan y de La Grande Frousse, el Chabrol de Magiciens) que se encentran también en otro cáncer, Franz Kafka. Así pues un signo con varias dominantes.
.
Continuará…
.
.
Luc Moullet, Cahiers du cinéma nº 473, noviembre de 1993. Traducción de Manuel Asín.
.

Lo menos que se puede decir es que, cuando se acomete una película sobre un tema como éste (los campos de concentración), es difícil no plantearse previamente ciertas cuestiones; pero todo transcurre como si, por incoherencia, necedad o cobardía, Pontecorvo hubiera decidido descuidar planteárselas.

Por ejemplo, la del realismo: por múltiples razones, de fácil comprensión, el realismo absoluto, o el que puede llegar a contener el cine, es aquí imposible; cualquier intento en este sentido será necesariamente incompleto («por lo tanto inmoral»), cualquier tentativa de reconstitución o de enmascaramiento irrisorio o grotesco, cualquier enfoque tradicional del «espectáculo» denota voyeurismo y pornografía. El director se ve obligado a atenuar, para que aquello que se atreve a presentar como la «realidad» sea físicamente soportable para el espectador, el cual no puede sino llegar a la conclusión, quizá inconscientemente, de que, por supuesto, esos alemanes eran unos salvajes, pero que, al fin y al cabo, la situación no era intolerable, y que, si los prisioneros se portaban bien, con un poco de astucia o de paciencia podían salir del paso. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros se habitúa hipócritamente al horror, éste forma poco a poco parte de la costumbre y muy pronto integrará el paisaje mental del hombre moderno; ¿quién podrá la próxima vez extrañarse o indignarse ante lo que, en efecto, habrá dejado de ser chocante!

Entonces comprendemos que la fuerza de Nuit et brouillard (Resnais, 1955) procede en menor medida de los documentos que del montaje, de la ciencia con la que se ofrecen a nuestra mirada los crudos hechos, reales, por desgracia, en un movimiento que es justamente el de la conciencia lúcida, y casi impersonal, que no puede aceptar comprender y admitir el fenómeno. Se han podido ver en otras ocasiones documentos más atroces que los recogidos por Resnais; ¿pero a qué no puede acostumbrarse el hombre? Ahora bien, uno no se acostumbra a Nuit et Brouillard; es porque el cineasta juzga lo que muestra, y es juzgado por la manera en que lo muestra.

Otra cosa: se ha citado en gran manera, por todas partes, y la mayoría de las veces de forma absurda, una frase de Moullet: la moral es una cuestión de travellings (o la versión de Godard: los travellings son una cuestión de moral). Se ha querido ver en ello el colmo del formalismo, cuando en realidad más bien podría criticarse su exceso «terrorista», por recurrir a la terminología paulhaniana. Obsérvese sin embargo en Kapo el plano en el que Riva se suicida abalanzándose sobre la alambrada eléctrica. Aquel que decide, en ese momento, hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de inscribir exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo sólo merece el más profundo desprecio. Desde hace algunos meses nos están calentando la cabeza con los falsos problemas de la forma y del fondo, del realismo y de la magia, del guión y de la «puesta en escena», del actor libre o dominado y otras pamplinas. Digamos que podría ser que todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, o el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo, el autor, un mal necesario, y la actitud que toma dicho individuo con respecto a lo que rueda, y en consecuencia con el mundo y con todas las cosas. Lo cual puede expresarse con la elección de las situaciones, la construcción de la intriga, los diálogos, la interpretación de los actores, o la pura y simple técnica, «indistintamente pero en la misma medida». Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas, ¿y cómo no sentirse, en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor? Más valdría en cualquier caso plantearse la pregunta, e incluir de alguna manera este interrogante en lo que se filma. Pero está claro que la duda es algo de lo que más carecen Pontecorvo y sus semejantes.

Hacer una película es, pues, mostrar ciertas cosas, es al mismo tiempo, y mediante la misma operación, mostrarlas desde un cierto ángulo, siendo esas dos acciones rigurosamente indisociables. Del mismo modo que no puede haber nada absoluto en la puesta en escena, ya que en lo absoluto no hay puesta en escena, el cine tampoco será nunca un «lenguaje»: las relaciones entre el signo y el significado no tienen ningún valor aquí, y no desembocan más que en herejías tan tristes como la pequeña Zazie. Toda aproximación al hecho cinematográfico que trate de sustituir la síntesis por la suma, la unidad por el análisis, nos remite inmediatamente a una retórica de imágenes que no tiene ya nada que ver con el hecho cinematográfico, no más que el diseño industrial con el hecho pictórico. ¿Por qué esta retórica sigue siendo tan querida por aquellos que se autodenominan «críticos de izquierdas»? Quizá es porque, al fin y al cabo, éstos son antes que nada unos irreductibles profesores, pero si desde siempre hemos detestado, por ejemplo, a Pudovkin, a De Sica, a Wyler, a Lizzani, y a los antiguos combatientes del IDHEC , es porque la materialización lógica de ese formalismo se llama Pontecorvo. Piensen lo que piensen los periodistas express, la historia del cine no vive una revolución cada ocho días. Ni la mecánica de un Losey, ni la experimentación neoyorquina le afectan en mayor medida que las olas de la playa a la paz de las profundidades. ¿Por qué? Porque unos no se plantean más que problemas formales, y otros los resuelven todos con antelación al no plantear ninguno. ¿Pero qué dicen más bien aquellos que realmente construyen la historia, los que también llamamos «hombres de arte»? Resnais confesará que, así como tal película de la semana le interesa en su calidad de espectador, sin embargo es ante Antonioni ante quien tiene el sentimiento de no ser más que un amateur. Sin duda Truffaut hablaría del mismo  modo de Renoir, Godard de Rossellini, Demy de Visconti; y así como Cézanne, contra la opinión de todos los periodistas y cronistas, fue impuesto paulatinamente por los pintores, también los cineastas impondrán a la historia a Murnau o Mizoguchi

 

Jacques Rivette, «De l’abjection», Cahiers du cinéma , n° 120, junio1961, pp. 54-55. Recogido en Teoría y crítica del cine, Paidós.

Jacques Rivette en Tienda Intermedio DVD.

(…)

En el último de los textos se trata mucho de la relación entre gusto e ideas. Sobre cómo la escritura crítica puede servir para trabajar más el gusto que las ideas, que estarían en el terreno de la teoría.

No es eso lo que digo, en realidad. Simplemente recuerdo, al inicio del texto, una idea que no es mía, una idea que había sido escrita por Rohmer cuando murió Bazin, que consiste en que, en resumen, Bazin tenía las ideas y la Nouvelle Vague tenía los gustos. No fue Bazin quien trajo a Hitchcock, no fue Bazin quien trajo a Hawks, no fue Bazin quien trajo a Preminger… Entiendo la pregunta que usted me está planteando como: si los gustos tienen que ver con la crítica de cine y las ideas con la teoría del cine, ¿cómo articular ambas?

Mi respuesta es: la teoría del cine no sirve para nada, la crítica de cine basta. Bazin tenía una, una teoría, no puede negarse, que es, en resumen, simplemente, que el cine tiene una cierta relación con la realidad, que esa relación no la tiene el resto de las artes, y que no hay que intentar romper esa relación. Tenía razón. Así que basta.

Bueno, voy a intentar explicarme sobre la teoría del cine tomando ejemplos precisos de teóricos, para que no parezca que voy a cuchillo, atacando a diestro y siniestro. Tomemos el ejemplo de Deleuze. ¿Es una casualidad si, en sus dos libros de cine, lo que implica teoría, con «T» mayúscula, a saber, la arquitectónica inspirada en la semiótica de Peirce –filosofo que me encanta, por otra parte–, no tiene interés alguno, mientras que los pasajes sobre tal cineasta o sobre tal corriente, que implican crítica, son a veces una pasada? No lo creo. Sería necesario pedir a un fan de Deleuze que explique en qué punto es fecunda la arquitectónica heredada de Peirce, puesto que, verdaderamente, yo no lo veo, sin mala fe. La articulación teoría/crítica es chapucera, y la lectura sólo funciona a favor de la segunda.

Tomemos otro ejemplo, Cavell. ¿Es, de nuevo, una casualidad si su libro de ontología del cine (The World Viewed, 1971), donde se trata (esencialmente) de interrogar, en toda su generalidad, la naturaleza de lo que vemos en la pantalla, es cien veces menos bueno que aquellos donde se sirve sólo de tal o cual película en particular, o de tal género en particular, para intentar describir lo que él llama «perfeccionismo moral»? Pienso, evidentemente, que no. El primero tiene que ver con la teoría del cine, los otros con la filosofía moral. Interrogar durante páginas y páginas la ontología de las imágenes proyectadas me parece carente de interés: preguntarse si los objetos proyectados en la pantalla, por ejemplo una taza, son objetos reales, fantasmas de objetos, copias de objetos, fantasías de objetos… o preguntarse por qué, al proyectarlos, se les priva de su entorno natural (en este caso, una mesa o un armario) para sumergirlos en una nueva Caverna no platónica (la sala de cine) me parece algo condenado al fracaso. Porque, en tal grado de generalidad, donde todas las imágenes de todas las películas son equivalentes, la relación con el cine se vuelve «la noche donde todas las vacas son grises» (Hegel).

(…)

¿Qué piensa usted sobre los estudios de cine?

En razón de lo que he dicho sobre la teoría vs. la crítica, estoy obligado a estar en contra de los estudios de cine en la universidad, puesto que la teoría puede enseñarse, pero no la crítica. Si quieres ir a la universidad, hay que escoger materias que se enseñen, es decir, materias teóricas (la filosofía, las matemáticas, la biología, la geografía, la economía, etc.). Axelle Ropert no está de acuerdo: ella piensa que la crítica se enseña en cursos prácticos (talleres), aunque no en lecciones magistrales. Olvidemos el asunto, porque mi rechazo por los estudios de cine es quizás algo visceral.

Por última vez: me gusta la crítica de cine, no la teoría del cine. (Raúl Ruiz pensaba exactamente lo contrario. Pero no he leído ninguno de sus libros). ¿Qué críticos? Bazin, Narboni, Delahaye, Daney, Biette, Lourcelles, Farber, Ollier, Skorecki, Léon, Mourlet, Guiguet, Agee, Moullet, Tavernier, Minard, Demonslablon, Tailleur, Martin (Yves)… En fin, un montón. (Enseñar a Skorecki, aún en tesis doctorales, ¿qué querría decir eso? No lo veo…) Y cuando hablo de crítica es en sentido estricto: los que escriben críticas de películas. Cuando se quieren hacer monografías, ya no está tan bien. Los libros sobre un autor son a menudo menos interesantes que las críticas. La extensión del texto, el equilibrio que se impone, se dispersa si se hace una monografía. Es inimaginable que Daney escribiera un libro sobre un autor, aún uno de sus autores de cabecera como Rossellini. No es porque le faltase imaginación, no es porque Daney fuera perezoso. Es porque hay una relación con un tipo de escritura que en un libro se diluiría. Lo mismo pasa con Skorecki.

Después, hay que admitir que hay excepciones: Narboni, por ejemplo. Todos sus libros son una pasada. O el libro de Lourcelles sobre Preminger. O la mayoría de los libros editados a la velocidad de la luz por Capricci.

Ya que menciona a críticos como Lourcelles o Mourlet, me gustaría volver un momento a la relación gustos-ideas. El caso de los macmahonianos es curioso: sus gustos estaban muy marcados, pero también había un gran trabajo a nivel de las ideas del cual se ha hecho menos eco.

La distinción no es entre crítica e idea, o entre gusto e idea, sino entre gusto, idea y teoría. Para mí, por ejemplo, en los artículos de Skorecki hay gustos e ideas, pero no se trata de teoría del cine. La frontera es difusa, quizás, pero creo que está bastante claro si nos ceñimos a los casos concretos.

(…)

Fragmento de Un buen trago de bozonada, entrevista a Serge Bozon por Fernando Ganzo. En Lumière 5.