Portabella extraterritorial, por Santos Zunzunegui (y V)

i.g.5

(viene de aquí)

Lógica prolongación de estas posiciones el cine de Portabella a partir de esos momentos se postula como manera de transitar los márgenes del sistema (Advocats laboralistes, 1973; El sopar, 1974) hasta desembocar en ese film de título programático (y casi nunca citado en su integridad) que es Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública (1976), en el que el cineasta describe, en el mismo gesto, la emergencia pública de la voluntad democrática en España y la pervivencia, en forma de auténtico agujero negro, del antiguo régimen, pero también su futuro monárquico. Estructurado entre un viaje inicial de la cámara a la tumba del dictador en Cuelgamuros y un concierto de Montserrat Caballé en el Palau de la Música de Barcelona (que clausura el film prolongando, conviene recordarlo, la ardiente defensa de la monarquía que lleva a cabo Antonio de Senillosa) la película combina imágenes de las movilizaciones populares de los años 75 y 76, da la palabra a las organizaciones sindicales hasta entonces clandestinas, a los partidos políticos en pleno proceso de salida a la luz pública, reconstruye el imaginario del exilio, ficcionaliza alguno de los avatares más siniestros del franquismo (las detenciones, la tortura), revive de la mano de algunos de sus protagonistas momentos dramáticos de la reciente historia de España (el fusilamiento del militante de ETA, Juan Paredes Manot “Txiki”). Todo ello escapando a cualquier “atisbo emocional”, desligándose de la “dictadura del efecto realidad” que suele contaminar los documentales al uso, mediante la utilización de una estructura retórica puntuada por la remisión a los lugares emblemáticos de la ruina, real e imaginaria, del franquismo: ese viaje ya citado al Valle de los Caídos; la visita al palacio del Pardo, cuyas habitaciones recorremos de la mano de un cicerone que nos muestra las dependencias privadas, ahora vacías, en las que se vivió el día a día de la dictadura; un fragmento de Raza, film estandarte de una cierta concepción del mundo y de las cosas; el Parlamento de Cataluña, ahora abandonado; las ruinas de Belchite, “cuya desolación vuelve a ser cuna de lo siniestro (el pasado histórico perdido)”.

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    Tras Informe general una docena de años de silencio fílmico (durante los que Portabella ha desarrollado una intensa actividad en el terreno político) y “vuelta para perseverar”. Esta sería la perspectiva desde la que considerar una obra tan arriesgada como Pont de Varsòvia/Puente de Varsovia, estrenada en 1989. Vicente Ponce trazó, en su momento, el fondo sobre el que se recortaba la figura del film, definitivamente aparcados los sueños vanguardistas de los setenta, ahogados para siempre (querrían algunos) en la marea cinefílica que saluda victoriosa la producción continuada de auténticos films-zombies, desactivados los motivos espúreos que hicieron simpatizar a una cierta militancia antifranquista con productos que si se veían como excéntricos no eran rechazados frontalmente en aras a una cierta acumulación coyuntural de fuerzas.

Puente de Varsovia procede por exclusión de referentes políticos obvios y se mezcla con el retroceso del experimentalismo como proyecto y la consiguiente deslegitimación de tales aventuras por parte de una zona de la crítica cinematográfica que reacciona visceralmente cuando la rareza amenaza con ser abundante. Ese desplazamiento, ese repliegue actual hacia los márgenes más tibios y tranquilizadores del “buen decir” cinematográfico convierten Puente de Varsovia en un ejemplar molesto. Y lo es porque no se articula en torno a una “promesa de comprensión”.

Auténtico asteroide en medio del ramplón cine español de los ochenta (y búsquense las excepciones que se quiera a esta regla), Puente de Varsovia retoma a la altura de los nuevos tiempos, la radicalidad expresiva de los anteriores films de su autor. Si bien es verdad que aquí ya “no se da la espalda al argumento” (son palabras del propio Portabella) , no es menos cierto que la estructura fílmica elegida no deja de ser sanamente provocadora: partir de un fait divers en el límite de lo verosímil, proponer un flash-back que apenas se delata como tal, adoptar una forma arbórea que hace de muchas secuencias auténticos cul-de-sac narrativos, hacer suyas las máscaras de ciertos géneros en los que no se cree, enfatizar la dimensión puramente plástica de la imagen cinematográfica (la hermosísima secuencia de arranque, los títulos de crédito).

En cierto sentido, Puente de Varsovia ocupa en la obra de Portabella el mismo lugar (salvadas las distancias de tiempo, lugar y contexto histórico) que ocupó en su día en la obra de Godard un film como Tout va bien (1972), en el que el retorno del cineasta al trabajo en el interior de la institución industrial cinematográfica no se hizo para consolidar sus fundamentos sino para, explorando los límites de lo decible, ampliar sus márgenes operativos. De esta manera el artista evalúa e interviene activamente en una situación histórica en la que coexisten la pasión por la televisión con la desenfrenada visita a los museos en los que se exhibe el arte más aparentemente de vanguardia, en la que el consumo cultural se confunde interesadamente con la accesibilidad de las obras y donde se persigue todo lo que ponga en cuestión los hábitos adocenados que garantizan un ordenado acceso al sentido.

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    Tras más de cuarenta años de práctica cinematográfica (como productor, como director), el trabajo de Pere Portabella aparece con nitidez (en sus propias palabras ya citadas) como una forma de perseverar en una práctica de trabajo en los márgenes del sistema de representación institucional. Que esto se haya realizado en el interior de un cine como el español del que, además, ha roturado ciertos campos relativamente yermos antes de su intervención, no deja de constituir una fructífera paradoja: Afortunadamente estamos obligados a tomar nota de ello: Por más de una razón, Portabella extraterritorial.

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Texto publicado en Historias sin argumento. El cine de Pere Portabella. Ediciones La Mirada, Barcelona (2001).

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