Tempo di viaggio, por Roberto Amaba en Blogs & Docs

Nunca se han escatimado esfuerzos para acercarse a la obra de Andrei Tarkovsky, cualquier vía de aproximación ha sido transitada buscando ratificar o socavar su prestigio. Estos acercamientos se han entregado con frecuencia a discursos elevados, como si fueran los únicos capaces de aprehender las ideas, como si al arte hubiera que hablarle con su mismo lenguaje. Esas propuestas, sin rechazar su puntual validez, pueden terminar alejándose del objeto, cayendo en el ensimismamiento de querer ser tan profundo como el propio Tarkovsky. El cine –y la música- ha demostrado a la perfección cómo nutrirse de abstracciones y cómo funcionar a partir de ellas para, luego, resultar concreto. Mecanismos que le hacen huir de la redundancia a la que le empuja su rotundidad figurativa, al tiempo que convierte en emotiva una representación que no oculta su condición irreal.

Dentro de este marco, podemos discutir sobre la complejidad filosófica que parece ser necesaria para el abordaje de ese selecto círculo de directores de cine donde se sitúa, sin duda, Tarkovsky. Densa bibliografía ha cubierto su filmografía sin dejar resquicio alguno, todo ha sido interpretado, en un filme suyo no puede haber una sola imagen que no remita a los misterios del alma. Pero, curiosamente, con la obra de Andrei nos encontraremos ante uno de esos casos, cada vez menos extraños, en los que en su estudio despunta la imagen sobre la letra. Ésta última palidece frente a la forma cinematográfica que parece ahora escapar de la indefinición, cuando no de la utopía, a la que ha estado condenada: el ensayo.

Tempo di viaggio (1983), a dos voces y con el implicado presente, abrirá una trilogía ensayística que cumple la función divulgativa que muchos hemos sido incapaces de elaborar por escrito. Los otros componentes (1) serán: Moskovskaya elegiya (Aleksandr Sokurov, 1987) y Une journée d’Andrei Arsenevitch (Chris Marker, 2000). El trabajo de Sokurov estará más teñido por lo sentimental, por una muerte tan reciente, mientras que el de Marker, inscrito en la serie Cinéma, de notre temps, cumple con todos los compromisos educativos y de estilo exigibles a cualquier ensayo literario: es brillante en lo analítico, creativo en lo formal y profundamente poético. La obra de Andrei, vista a través de los ojos de Chris, deviene cristalina, incompleta o parcial por estar sujeta a cuestiones de formato, pero con una capacidad para la ilustración y el aprendizaje poco común. En cualquier caso y a modo de complemento, ambas quedan abrigadas por una semblanza honesta y emocionante.

El deslavazado aspecto formal de Tempo di viaggio es engañoso. Bajo ese disfraz de mendigo, con las ropas raídas de una producción menor para televisión (RAI), se encuentran algunas de las reflexiones más sugerentes de toda la filmografía del director de Katok i skripka (El violín y la apisonadora, 1961). De esa presentación casi embrutecida brotan poderosas ideas que son inmediatamente asaltadas, captadas en plena creación, sin tiempo para ser domadas o estilizadas. Materia prima ideal para el pensamiento del espectador.

A la grácil cámara que explora el horizonte en Andrey Rublyov (Andrei Rublev, 1966) la sustituye aquí el robusto y poco agraciado zoom. A las filigranas circulares de Solyaris (Solaris, 1972), temblorosos planos cámara en mano. A los medidos y sigilosos travellings de Zerkalo (El espejo, 1975), impetuosos y bacheados avances a bordo de un coche. Del cuidadoso tratamiento de las texturas fotoquímicas de Stalker (1979), pasamos a la cruda y unificadora superficie de la televisión. De la amplitud frontal de los encuadres de Nostalghia (Nostalgia, 1983) o de los que habrían de venir en Offret (Sacrificio, 1986), a los puntos de vista y a los ángulos de cámara que dicta la acción, el momento y el lugar.

Así, Tempo de viaggio se separa del preciosismo visual con el que siempre se ha identificado a Tarkovsky. Tal vez ahí hallemos una de las causas por las que ha sido confinado al olvido, cuando no a la indeferencia o a una pobre valoración sustentada en la inmediatez de la obra y en la falsa disolución de la figura del Autor -con mayúsculas- en el dúo.

La estructura externa del filme ensombrece la extrema calidez y habitabilidad de sus interiores. Como tal, es un ensayo fértil en proposiciones para el debate, si bien carece de las suaves líneas diseñadas para sus obras más poéticas. Nada mejor para desterrar la recurrente catalogación de Tarkovsky como un esteta que visionar este viaje en compañía del efusivo Tonino Guerra, quien, de paso, se encargará de convidar a la lírica por si ésta era difícil de localizar.

El viaje práctico, el funcional, el desplazamiento durante un mes para buscar las localizaciones de su próximo filme, queda convertido en experiencia vital y artística con la memoria como el método creativo oportuno que logra sintetizar el espacio y el tiempo, esto es, lo vivido. Es ésta una película sobre el viaje en toda su dimensión conceptual, donde la confusión inicial del trance y del cambio desemboca en última y procesada claridad, igual que sucedía con otro célebre viaggio, el de Rossellini (Viaggio in Italia, 1953). Italia, sobre todo en el sur, desconcierta de entrada tanto al matrimonio inglés de los Joyce, como al ruso Andrei. Los descoloca, no atinan a comprender su umbral de ruido ni su luz cegadora, pero, al tiempo, hará que reconsideren unas convicciones tenidas por inmutables.

El viaje como inmersión, como resistencia a la cuadrícula del turismo. Tarkovsky denuncia esa peligrosa aproximación durante el metraje, no quiere tantos sitios bellos, nada de postales. Pero Tonino, su temporal cicerone, le tranquiliza: sólo quiere mostrarle todo aquello para que le cale, no para condicionarlo. De tal manera que esos “residuos” funcionen a un nivel casi subconsciente a la hora de fotografiar cualquier paisaje o arquitectura anónima. Sin esperar al rodaje, practicarán la fórmula sobre la marcha consiguiendo algunos de los momentos más conseguidos de la película. El seguimiento de la niña correteando con un globo, las distendidas charlas en la terraza o ese almuerzo en plena calle con los paisanos, donde el último gran “pintor” de Naturalezas muertas se pasa al otro lado del lienzo, avivan lo que para Andrei podía quedar en una sucesión de monumentos mejor o peor fotografiados.

En ese citado enfrentamiento con Italia, surgirá una de las ideas más estimulantes: la descoordinación entre la percepción de Tarkovsky y el nuevo entorno mediterráneo en el que se desenvuelve. Un medio donde lo percibe todo de acuerdo a una cultura que, lógicamente, no puede abandonar de repente. Andrei ve los campos italianos con los mismos ojos con los que miraba la estepa rusa y observa las pinturas de los maestros del Renacimiento como si fueran Iconos.

Llama con fuerza la atención su siguiente afirmación: “siento que para Italia la capacidad para percibir en profundidad no se haya inventado (…) árboles erguidos en el llano (…) todo lo demás parece plano, como si estuviera pegado a la superficie”. Es indudable, son los ojos de un ruso con una educación visual y sentimental marcadas a fuego por los motivos mencionados –la estepa, los Iconos-, que apreciaría con idéntica bidimensionalidad el perfil de cualquier otro paisaje. Andrei busca su hogar, su tierra, en cada mirada, como quien identifica entre la multitud de una calle el rostro de un ser querido que ya se fue. Imágenes recreadas; fantasmas que cobran vida.

En la cuna de la perspectiva, en el hogar de Brunelleschi, Alberti o Leonardo, Tarkovsky seguirá viendo en dos dimensiones y nosotros lo haremos con él gracias a un teleobjetivo que convierte en muro el túnel infinito de las imágenes. Hasta que encuentra un motivo de cruce, un enganche que concilia esa separación.

El nexo definitivo de Andrei con Italia quedará establecido con la Madonna del Parto, el fresco pintado por Piero della Francesca sobre la mitad del siglo XV. Hacía siglos que Italia había dejado atrás la maniera greca y no era cuestión de enlazarla a través de las Escuelas del XIII de Florencia (Cimabue) o de Siena (Duccio, Simone Martini), menos aún con el marcado bizantinismo de Pisa o Lucca, con ello hubiera avanzado poco a nada y seguiría rozándose con los Iconos. Él desea aprender, enriquecerse, de ahí el viaje y de ahí que busque más adelante en el tiempo.

Sin sucumbir a los modelados del Trecento, con Giotto al frente, a los encantos de la perspectiva incipiente de Masaccio o a la posterior de Ucello o Fra Angelico, Andrei se subirá en marcha a ese Quattrocento. Lo hará también con un pintor fuertemente anclado en el interés sobre la perspectiva, pero que conservaba como pocos el aire del pasado. La Virgen del Parto, desde su misma condición de fresco, con el hieratismo de las figuras, con la contención expresiva del rostro, con el recurso del cortinaje en lugar de unas arquitecturas envolventes como las de La Flagelación de Cristo y con sus tonalidades azules y doradas, seguía transmitiendo un deje oriental que conectaba de forma sutil dos maneras de percibir tan distantes en un principio.

Esto que puede parecer un excurso pictórico, un relato de las fuentes iconográficas sin más, es clave en la obra, tanto por ser parte indispensable de una doble “concepción” (Virgen y película) filmada, como en la manera de presentar dicha filmación. Tempo di viaggio documenta el proceso creativo desde un punto de vista al que no estamos acostumbrados en el momento actual. Frente al enfoque mecanicista y tecnócrata de ese nuevo subgénero documental al que ha dado lugar el making of, aparece éste donde prevalecen las ideas sobre los botones, la angustia sobre la certeza, la asimilación sobre el barniz, la obsesión sobre la indiferencia, el fallo sobre el acierto.

En un viaje emprendido para ver, terminará cobrando importancia lo oculto y lo prohibido, como ese pavimento de Filippo Palizzi que obstinadamente persigue Tonino en una villa de Sorrento. El viaje, al que parece acompañar siempre la noción de placer, aquí descubre sitios donde, como apunta el director, uno sólo puede sentirse mal. Un viaje, un filme, que luchan por apartarse de la idealización a la que con tanta facilidad se prestan ambos.

(1) Existen otros trabajos audiovisuales dedicados a Tarkovsky, pero resultan mucho más convencionales. Empezando por los de Donatella Baglivo (Andrei Tarkovsky en Nostalgia, El cine es un mosaico hecho de tiempo y Un poeta en el cine), pasando por Regi Andrej Tarkovskij (1988), de su asistente y montador en Offret, Michal Leszczylowski, y terminando con Islands (Levon Grigoryan, 2002), un extraño documento sobre la relación mantenida entre Tarkovsky y Sergei Paradjanov, surtido con testimonios de primera mano y con acertados cruces de imágenes entre las obras de ambos cineastas.

Apéndice

Aquellos interesados en esta película de Guerra y Tarkovsky, no podrán disfrutarla en la edición española que del DVD de Nostalghia hizo Llamentol. Tempo di viaggio sí forma parte de la edición inglesa a cargo de Artificial Eye. Los tres estimables trabajos de Donatella Baglivo que se incluyen, no consiguen hacer olvidar que Tempo di viaggio, como Tonino y Andrei, forma una pareja inseparable no sólo con Nostalghia, sino con toda la obra del director de Ivanovo detstvo (La infancia de Iván, 1962).

Otro complemento fundamental también habrá que buscarlo fuera, en la traducción al inglés de los diarios de Tarkovsky durante sus diferentes estancias en Italia. Gracias a www.nostalghia.com.

· Extraído de la revista de cine Blogs&Docs. Artículo original de Roberto Amaba.

Tonino Guerra

En recuerdo de Tonino Guerra, fallecido en la misma tierra en que nació el 21 del 3 de 2012. Sit tibi terra levis. (Biografía en la Wikipedia)

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