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Aleksander Sokurov

No tenemos noticias suyas desde hace tiempo, ya que sus películas pueden verse, en general, sólo en algunos festivales. ¿Este silencio está vinculado a la duración necesaria para la elaboración de sus películas, a la extrema meticulosidad que usted suele demostrar? ¿O habrá que pensarlo en relación con la dificultad de ser cineasta hoy en Rusia?

El problema tiene que ver más con ustedes que con nosotros. Todo depende del interés que se dé a nuestras películas. Si no interesan a nadie, nadie las verá. Yo trabajo permanentemente con mi equipo, en documentales o en obras de ficción. Incluso, varias veces hemos tenido el apoyo de productores japoneses, en especial para Elegía oriental, La vida resignada y para Vía espiritual, un largo filme de cinco horas que fue presentado a “Cinéma du réel”, el año pasado, en Beaubourg. No conozco descanso alguno en mi actividad; nunca he dejado de hacer escuchar mi voz. Pocos realizadores tienen la posibilidad de trabajar tan intensamente. Después de Madre e hijo, del año 1997, empecé con tres proyectos nuevos. Vivimos en una época muy [replegada, ramassée], muy condensada, que nos impone trabajar con mayor rapidez. Pero, de todos modos, no podría estar una semana sin preparar algo, sin reflexionar sobre un nuevo film.

Usted habla de “equipo”, utiliza un “nosotros” colectivo… ¿qué quiere decir? ¿Usted filma siempre con los mismos técnicos?

Vladimir Presov, mi ingeniero de sonido, y mi montajista, Leda Semyonova, están a mi lado desde siempre. Alexei Fyodorov, el técnico de encuadre de Madre e hijo, es nuevo, lo cual es mas bien raro a mi alrededor. Trabajamos colectivamente, incluso cuando intento, en la medida de lo posible, concebir mis películas de manera aislada e independientemente. No sé si esto está bien o mal, pero tomo esas decisiones absolutamente solo. No podría trabajar con las ideas de otro, por ejemplo, con las de un guionista.

Precisamente, ¿cómo se produjo la idea de Madre e hijo?

Empecé por buscar, en la historia de la literatura y del teatro, lo que se vinculaba desde un punto de vista espiritual, al tema de la relación madre/hijo. Y por ese lado, exploré infinitamente y en vano; no encontré nada, ningún precedente verdadero.

Sin embargo, la cultura y el imaginario rusos reservan un lugar particular a la madre…

– Es cierto. La imagen de la madre es algo fuerte en nosotros. Pero yo estaba interesado en la esencia de una relación, como en las posibilidades líricas que ofrecía. Las relaciones entre madre e hijo son primordiales en mi reflexión sobre la vida. De su cualidad depende por completo, desde mi punto de vista, la personalidad del hijo, su profundidad, su interés en tanto ser humano. Un hijo desprovisto de una relación profunda y sincera con su madre no puede sino permanecer en la superficie de la vida. No puede construir nada. Hablamos mucho de esto, especialmente con Yuri Arabov, que participa en la elaboración de mis guiones. El problema fue madurando en mí, durante varios años. Por otro lado, todas mis películas son el resultado de largas interrogaciones. Sólo se hacen cuando ya han permanecido suficientemente en mi interior.

Si Madre e hijo ha sido filmada, ¿entonces hay una razón particular y personal? Esa conclusión y esa maduración, ¿se cruzan con alguna de sus experiencias personales?

Desconozco totalmente la idea de autobiografía en el arte. Nunca hubo algo así en mis películas, y espero que continúe así. Si hay biografía, es una biografía del alma, o de la cultura en la que he crecido, de mis lecturas, de mis encuentros con uno u otro tipo de pensamiento. Mis pequeños asuntos privados no tienen nada que ver aquí. No le interesan a nadie y, aún más, no están en la base de mi inspiración. Cuando haya vivido lo suficiente, cuando mi experiencia haya adquirido más amplitud, podría quizás arrogarme el derecho de poner algo de mi vida en las películas. Por ahora, está fuera de consideración.

Sin embargo, una gran parte de la carga emotiva de Madre e hijo proviene de que esa relación está abordada muy concretamente, especialmente en los gestos y las palabras. Éstos parecen relevar una experiencia profundamente íntima, una angustia quizás muy personal. Tuvimos la impresión de que esta sensibilidad habría podido surgir desde una experiencia vivida por usted mismo o por intermedio de amigos cercanos…

(largo silencio) ¿Por qué no decirlo?: amo mucho a mi madre. Ella todavía vive; no con muy buena salud, pero vive. Hay algo de angustia en mí, es cierto, por esa vida ahora frágil. Esa emoción que ustedes evocan es un sentimiento iluminador, que proviene directamente del alma. El film es apenas un pretexto, que lanza una corriente, una energía destinada a despertar esa emoción. Es un movimiento muy noble, porque estoy convencido de que la profundidad de los sentimientos reside menos en las películas mismas que en la experiencia de los espectadores que las miran. Mi preocupación permanente es no tomar a la ligera ni al cine ni al espectador. Rechazo divertirme con ellos. Debo ir a lo esencial, porque el arte está hecho de objetivos concretos. Esto es lo que creo. Quizás me equivoque, pero siempre estoy impulsado por esta idea.

¿Cuáles pueden ser esos objetivos concretos?

-Quizás quiera decir, y desde mi punto de vista constituye una de sus primeras funciones, que el arte nos prepara para la muerte. En su esencia misma, en su belleza, el arte nos fuerza a repetir ese instante final un número infinito de veces; posee una fuerza capaz de conducirnos hacia esta idea. Para que el día en que estemos confrontados con la muerte, podamos hacerle frente, entregarnos a ella sin mucha dificultad. Imagínense una situación muy simple, como la aparición súbita de un duelo en la familia: regresando a casa, nos dicen que uno de nuestros seres queridos acaba de morir. Descubrimos entonces a un ser que hemos amado y que ya no es capaz de movimiento, que está en silencio para siempre. Si no estamos preparados, podríamos perecer, porque no seríamos capaces de superar esa prueba de verdad. El espíritu no soporta esa conmoción sino la ha aprehendido antes. El arte nos ayuda a pasar la noche, a vivir con la idea de la muerte, a llegar al amanecer. No quisiera dar la impresión de emplear fórmulas pomposas o definitivas en esto, simplemente quiero decir que es un [nicho, niche] que encontré y que me ayuda a dar un sentido a mi andar.

La película parece una aplicación muy exacta de esta idea, en su misma estructura: el hijo ayuda a su madre a pasar la última noche, dándole de beber, llevándola. Él mismo hace ese trabajo de iniciación durante su largo paseo solitario. Y, entonces, todo parece preparado para el último plano de esa mano inanimada, esa mano de cadáver que sin embargo es más dulce, más apacible que mórbida. No hay ninguna sensación de espanto.

Tiene razón, pero ese plano también puede ser visto de otro modo. El hijo pudo equivocarse: la mano fría de su madre era para él la muerte, pero ¿quién dice que ella no abrió los ojos?

Esa idea del último viaje, del rito iniciático, de la última ceremonia, el film la trata plásticamente de modo muy preciso. Nunca se sabe si hay que ver allí una angustia, un sueño o una pesadilla, porque la plástica de la imagen está permanentemente deformada. ¿Qué tipo de trabajo realizó para obtener ese resultado?

Quisiera evocar a propósito de esto una tesis primordial para mí, que implica la idea de que el cine no puede aún pretender ser un arte y que, aunque aspire a serlo, todavía está lejos. Algunos pueden fabular, inventar historias sobre su muerte; yo considero, por el contrario, que ni siquiera ha nacido. Le falta todo por aprender, especialmente de la pintura, porque la apuesta principal es pictórica. La elección más importante para el cine sería renunciar a expresar la profundidad, el volumen, nociones que no le conciernen y que incluso revelan impostura: la proyección ocupa siempre una superficie plana, y no pluridimensional. El cine no puede ser sino el arte de lo [plano, plat]. Este principio me permite, cuando trabajo en una película, permanecer concentrado en uno o dos aspectos, y dedicar a ellos el tiempo necesario. De ese modo, adquiero un poder completo sobre la representación del espacio. Por eso los paisajes de Madre e hijo, esos valles, esos campos, esos caminos sinuosos, no tienen mucho que ver con los paisajes que teníamos frente a nosotros en el momento del rodaje. En efecto, están totalmente transformados, aplanados, sometidos a una anamorfosis [anamorfoseados]. Para llegar a ese resultado, utilizamos lentes especiales, vidrios pintados y una serie de filtros muy poderosos, en particular, filtros de color. Todo lo que pudimos encontrar para anular la menor posibilidad de volumen en los planos nos fue útil. Es una especie de reducción al extremo del campo objetivo del cine que, desde allí, se abre hacia otro campo, mucho más inmenso. Llamemos a esto una conversión de lo real durante su registro: la sumisión total del cine a las reglas del arte en el que debería buscar convertirse. Varias veces, por ejemplo, tuve que cambiar la inclinación de un árbol porque no me satisfacía exactamente. Por esto el rodaje fue muy agotador. Fue una larga serie de pequeños ejercicios minuciosos: entre cinco y seis horas de trabajo, a veces, antes de encontrar la buena composición de un plano. Y a pesar de eso, no hubo allí ningún arte verdadero, créanme. Nada más que aprendizaje. No sentí ningún orgullo; y del comienzo hasta el final no fui más que un aprendiz.

Si usted se considera siempre como un aprendiz, ¿quiénes son sus maestros?

Prioritariamente, me inspiro en la pintura europea de principios del siglo diecinueve. La obra de Turner me interesa, la Hubert Robert, la de los románticos alemanes, los pintores ambulantes rusos…

Sokurov

¿Ellos también se preocupaban por aplanar la imagen, como usted?

Sin dudas tenían otras intenciones en su arte, pero todos compartían una conciencia aguda de los límites de la tela. Es muy simple: sabían que la tela era el único espacio a su disposición, del mismo modo que yo sé que mis películas están concebidas para una pantalla plana. Mis películas están hechas en función de esa superficie. Es allí donde existen, y sólo allí. Rechazo la idea de que el cine exista en otra parte que no sea la pantalla: para mí, por ejemplo, la vida que se desarrolla frente a la cámara no tiene ninguna profundidad. Del mismo modo, lo que sucede entre la pantalla y el proyector no me interesa. La proyección pertenece a los ingenieros y a los ópticos. Las palmas del éxito cinematográfico, tal como existe hoy en día, les corresponden: ellos hacen posible el acontecimiento. Pero en lo que me concierne, los progresos técnicos –nuevas cámaras, [bancos] de montaje, películas- no me permiten más que disponer de un material de partida mejor, de un mejor pigmento de color, si continuamos la comparación con la pintura. Los ingenieros y los ópticos sirven para fabricar ese pigmento. Luego me hacen falta los pinceles… Muy pocos cineastas reconocen este estado de cosas, lo que para mí es un signo de cobardía, incluso de desprecio al espectador. El cine óptico “tradicional” halaga al espectador, a su gusto por la verosimilitud, pero casi nadie trabaja para superar [surmonter, vencer a] la realidad óptica. ¿Acaso se preguntaron ustedes por qué la mayoría de los cineastas no sabe pintar? Aprender el dibujo requiere de una inmensa suma de trabajo y de una gran voluntad, la misma que supone emanciparse del realismo óptico; pues bien, a los que hacen películas no les gusta trabajar mucho. Tengo la impresión de que el cine es un refugio para perezosos.

¿Qué busca demostrar estéticamente al reivindicar sólo la influencia de los pintores? ¿Cuál es, por ejemplo, el objetivo de su trabajo sobre la anamorfosis y sobre la deformación de la imagen?

Trabajo para que la mínima figura que habita el plano sea ubicada como lo entiendo, y no como la realidad querría imponérmelo. El Greco podía hacer eso, porque el control del espacio respondía para él a una necesidad. En esta preocupación por no someterse a imperativos que pueden escapársenos hay una forma de libertad. Sé que esa forma está limitada. Mi tentativa personal y mi práctica artística están forzosamente limitadas. Por ejemplo, realmente nunca podría hacer frente al factor Tiempo. Y para responder un poco mejor a su pregunta, diría que la estética particular de Madre e hijo está en relación directa con mi concepción del Tiempo. Al cambiar el espacio, al adaptarlo a mi idea, intento transformar la dimensión del Tiempo, aunque lo haga modestamente. Miren, por ejemplo, esta superficie (Sokurov toma una hoja blanca que primero mantiene en posición vertical y que luego gira lentamente hasta dejar en posición horizontal. Desde nuestro punto de vista, la hoja es casi invisible): el Tiempo es el que permite cambiar la percepción de esta superficie; el Tiempo acompaña el pasaje de un estado a otro.

Madre e hijo es más bien corta –1 hora diez-, mientras que varias películas suyas son muy largas. ¿Por qué la elección de esa brevedad?

Es una cuestión de sentido de la medida. Para mí, el cine le cuesta mucho al espectador. Cuando uno ve una película en una sala, cualquiera sea la suma que se haya pagado, también se paga en horas de vida. Una vez franqueada la puerta, una hora y media de nuestra vida se escapa irremediablemente. Ese tiempo no volverá jamás. ¡Imagínense cuál es la responsabilidad de un cineasta frente a hombres que van a perder una hora y medida de sus vidas para ver su obra! Madre e hijo termina antes de la duración clásica de una película, como una persona con la cual a uno le gustaría pasar un tiempo, y que desaparece. Eso provoca una falta. Y para mí, lo que es bueno, lo que es agradable, necesariamente va a faltar. La duración de un film es un asunto de moral, nunca un problema de medios o de temas. Madre e hijo debía durar una hora diez, eso es todo.

¿En qué sentido trabajó la relación entre el aspecto visual de Madre e hijo, deformado, aplanado, y el sentido profundo de la película: la reflexión sobre la muerte, las relaciones mórbidas entre los personajes? ¿Cómo uno condujo al otro? ¿De qué manera captó ese movimiento, que se parece a una simbiosis?

Creo que ustedes han construido, con su subjetividad, esa relación entre las ideas y las formas. Por mi lado, desearía no hacer comentarios generales. Solamente quise que la película se presentase como una gota, una especie de esfera, un objeto sin ningún ángulo. También hice lo posible para que nada impidiera escuchar el timbre de la voz. Cuando trabajo le doy una importancia particular al campo sonoro; y éste es a veces más importante que el campo visual. Porque, suceda lo que suceda, el trabajo del alma es prioritario con relación al trabajo de los ojos. Y el cine ha conocido tales desastres con la imagen, que sólo el oído conserva hoy una cierta pureza, una forma de lazo directo con el alma. El oído todavía no está gangrenado por la mediocridad ambiente.

¿Qué entiende por mediocridad?

La relación contemporánea con la imagen es anárquica, no es objeto de ningún rigor, mientras que en el caso de la música –bajo todas sus formas-, aún nos queda una posibilidad de alcanzar la armonía. El tratamiento de las imágenes, insisto, fue demasiado a menudo dejado en manos de personas sin talento.

– Parece ser que lo que usted extraña es la época de Goethe, la de su Tratado de los colores, cuando se creía apasionadamente que el color se dirigía al alma. ¿Acaso tiene la ambición de recrear las condiciones de esa creencia o está resignado a vivir con esta nostalgia, esta falta?

En efecto, extraño esa época. Estoy consternado por el modo en que se dieron las cosas, porque el color es fundamental en mi camino artístico. Para mí es un fenómeno primordial. Tengo afinidades particulares con ciertos tonos, que corresponden a mi experiencia y a mi vida. Pero cuando digo que el color es importante, es sobre todo por la tristeza que me provoca, puesto que es imposible tratarlo verdaderamente, incluso en el arte: los colores de la naturaleza mantienen un lazo muy vago con lo que nosotros sentimos interiormente, con lo que vemos en una tela y en una pantalla. Por ejemplo, es imposible rehacer de modo fiel el color de un narciso; y es apenas más imaginable recrear el tinte de un pétalo de rosa. Sin dudas, un verdadero pintor tiene disposiciones particulares, un don que le permite sentir la naturaleza mejor que a cualquiera. Pero, según mi opinión, el color es algo estrictamente inaprehensible, imposible de fijar.

¿Ese es el origen de su pesimismo?

El trabajo del pintor, su misión, es conservar el color. Sin embargo, evidentemente, un pétalo de rosa posee un tinte que cambia de la mañana a la noche, en función del tiempo que hace, de su propio ciclo de vida. Incluso, hasta el color de la piedra cambia: no existe en la naturaleza un color muerto; mientras que el arte crea un color que ya no existe más, que ya ha desaparecido. En la naturaleza, la idea misma de discordancia de los colores es imposible. Todo contraste natural, por fuerte que sea, necesariamente concuerda. Un amarillo oro puede concordar bien con un azul oscuro. Podríamos multiplicar hasta el infinito los ejemplos. Es un movimiento sin límites. Y, por el contrario, el color más muerto que existe es el color del cine: el cine es por esencia el lugar de la muerte en el trabajo. No digo esto en vano: para mi se trata de una certeza, de algo sobre lo que reflexiono desde hace tiempo y que he podido verificar durante toda mi existencia. Es lo que me da derecho a hablar así.

En el film, el tratamiento del paisaje natural ofrece el aspecto de un paisaje mental, casi el de un recorrido interior.

Es algo muy bello para mí haber llegado a darles esa impresión, pero mi sentimiento es que la naturaleza es perfectamente indiferente a la presencia humana. El hombre puede amar o no a la naturaleza, pero estoy seguro de que la naturaleza ignora hasta su existencia. En el momento de las locaciones efectuadas en Alemania, para Madre e hijo, busqué con mi productor los sitios que habían sido visitados por los románticos hace casi dos siglos. Llevábamos las reproducciones de ciertas obras, en particular, la de El monje al borde el mar de Caspar David Friedrich. Al llegar a esos lugares, buscamos el lugar preciso donde el pintor había puesto su caballete y comprobamos que nada había cambiado, salvo quizás las nubes o el tronco desecado de un árbol. Era muy desesperante; la naturaleza es indiferente al hombre. Siempre permanecemos solos en nuestra relación con la naturaleza. Es una relación sin Otro, un amor de sentido único. Es el origen mismo del sentimiento trágico.

Usted parece responder a esta desesperanza con una especie de tentación mística, a la vez por lo que dice de la experiencia del espectador frente a sus obras, y por la amplitud que desea darle al gesto del artista, que es la de una misión. ¿Se puede hablar en su caso de sentimiento religioso?

Las últimas palabras del hijo, cuando promete a su madre encontrarla más allá, un poco más tarde, están dichas en ese sentido. Pero esas palabras no tienen el aspecto solemne de una confesión. Los problemas de la vida y del alma humana son, según mi opinión, más complicados y más diferentes que las interrogaciones sobre la fe. Así pues, la interpretación religiosa no me concierne. Sólo espero que el espectador reaccione simplemente a los afectos. El hecho de que una persona pueda conocer una emoción frente a Madre e hijo, que se entregue a un sentimiento noble, quizás a una forma de camino interior, ya es algo considerable.

Los dos personajes, la madre agonizante y su hijo joven, ¿de dónde vienen? ¿Cuál es, para usted, su pasado? El joven parece un sobreviviente del siglo ruso.

¿Tienen realmente importancia sus orígenes, su pasado, incluso simbólico? Esos personajes proceden de mi imaginación y de mi concepción de la vida. Me pareció interesante que el hijo sea fuerte, paciente e inteligente: él comprende la distancia física que lo separa en ese momento de su madre, y gasta toda su energía en ayudarla. La madre, por su lado, es muy dulce, es la dulzura misma. Tiene una memoria excelente, recuerda los detalles, la vida cuando su hijo estaba en la escuela. Es capaz de perdonar todo. También es débil; una madre necesariamente es débil… es una de las bellezas de la existencia. Además, el final de la vida es el único período donde todo va mejor, porque los problemas están resueltos. Hallarse frente a una persona que está a punto de apagarse, es ser el testigo privilegiado de ese momento de gran bondad. Sin dudas, ella tiene más necesidad de amor y de ternura que cualquiera, quizás incluso más que un niño, pero esa necesidad es la más pura que haya porque es la más desinteresada de todas. (*)

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(*) Fuente: Entrevista realizada en París, en enero de 1998, por Antoine de Baecque y Olivier Joyard. Las palabras de Alexander Sokurov fueron traducidas por Yves Gauthier; editada originalmente en Cahiers du cinéma, n° 521.

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